jueves, 30 de agosto de 2007

Te acordarás de mí

2006
Mario Stein Blau

Decidí enviar este sobre a tu oficina, no a tu casa, era arriesgado, hubiera podido abrirlo Alicia, para ella tengo algo diferente. Mete nuevamente la mano en el sobre. Encontrarás otro pequeño, de papel delgado, sientes algo blando dentro, liviano, esponjoso al tacto. No lo abras aún, termina de leer esto antes.

Eres Alejandro Maldonado. Un domingo de enero, nos vimos brevemente. Dos minutos de fuerte emoción quedaron grabados a fuego en mi memoria. Solamente retuve la matrícula de la camioneta que conducías. Inmediatamente después me nació este extraño impulso de meterme en tu vida. Cuando termines de leer esto, tendrás enormes ansias de conocerme personalmente, pero me preocupé mucho de que esto no se concrete jamás. Esto de la internet es maravilloso. Comencé por la sección de vehículos del registro civil. La matrícula de tu camioneta. Ya sé quien eres. Estudiaste en el más tradicional colegio de formación inglesa. Se menciona en la revista de los ex-alumnos la lesión a la rodilla izquierda que te impide seguir con el rugby. Un artículo sobre las bolsas de aire de los coches, apareces con foto, ahora estoy seguro que eres el que conocí manejando la camioneta. Vendes automóviles. Situaciones judiciales pendientes, un feo choque. Murió en el lugar del accidente María Paz Recabarren, veintinueve años, soltera, secretaria de profesión. Era tu asistente. La llevabas a su casa después de una cena con clientes. Comprendo ahora tu lesión a la rodilla. Me llama la atención el lugar del desgraciado suceso. ¿Avenida Larraín? Esto queda en dirección opuesta de donde vivía la infortunada joven. Otro proceso, en un juzgado de menores. Pagas una pensión de alimentos a tu esposa Marcela Medina. La jueza ha establecido una rutina de visitas a tu hijo Roberto. Me duermo con una sonrisa.

A la mañana siguiente me puse en campaña. Aparezco pasando en la moto frente a tu casa. Está aún la camioneta. A las diez y media sales en ella. Pasan unos minutos. Me acerco a la casa y llamo. Me atiende una señora gorda.
- ¿Diga?
- Buenos días, ¿aquí vive Don Alejandro?
- Sí, pero el caballero no está. Se fue a la oficina hace un ratito.
- ¿Y la señora Marcela?
- ¿Marcela? No, aquí vive la señora Alicia.
- ¿Puedo hablar un momento con ella?
- Está ocupada en el baño. ¿Para qué sería?
Se divisa al fondo un coche blanco, antes tapado por la camioneta.
- Es por el asunto del seguro del auto de la señora Alicia. ¿Es ése, verdad?
- Sí, pero todo eso lo ve Don Alejandro.
- Ya, entonces paso por la oficina. Gracias señora, hasta luego.
Vigilo. Media hora después, la empleada gorda abre nuevamente. Sale el coche blanco, persigo desde lejos. Supermercado, estaciona en el subterráneo. Una mujer vestida de atuendo deportivo y zapatillas. La sigo. Delgada, bastante alta, no puedo determinar edad aún. Cabello liso amarrado en un moño. Habla bastante por celular. En la cafetería al centro del extenso establecimiento, lleva una bandeja con café y galletas a una mesita. Lee el periódico, habla por teléfono, ríe. Está pasando el tiempo. Toma nuevamente su carrito, paga y sale con dos bolsas. De regreso al coche. Nuevo destino, un gimnasio. Pasa largas horas allí. Temprano al día siguiente, me dejo caer por la venta de autos cuando aún no has llegado, obvio, comprobé antes que la camioneta está en tu casa. Finjo interés en un coche, se me acerca un vendedor. No te aprecia mucho, Alejandro. Lo noto al mencionar que te conozco. Comento lo atractiva que se ve la pequeña secretaria que atiende en la recepción. Tu colega sonríe, me sorprende que esté tan dispuesto a compartir conmigo, un desconocido, lo que sabe de ella: me informa que se llama Yasna, y que mejor ni me acerque, que es coto de caza privado. Intuyo de quién podría ser. Alejandro, eres todo un Don Juan. A ésta la contrataste para reemplazar a la pobre María Paz. Nuevamente a tu casa, Alejandro. Ya no está la camioneta, nos hemos cruzado por el camino. Sale Alicia en el auto, más o menos a la misma hora que ayer. Sigo a distancia prudente, nuevamente estaciona en el supermercado. Café, galletas, celular y periódico. Confirma mi primera impresión. No está nada satisfecha con su vida. Después se dedica a comprar, duplico su recorrido, echo a mi carrito algunas provisiones. No importa si recuerda haberme visto ayer. Un supermercado, entre las once de la mañana y las tres de la tarde, es la arena más habitual de oferta y demanda para concertar encuentros discretos y fugaces. Sigo mi inspección, no la he perdido de vista ni un instante. Buen cuerpo aún, se mantiene bien en el gimnasio. Estamos ahora en la sección de verduras. Pocos hombres incursionan aquí, menos un día de semana. Me acerco a ella por lo de los pimientos.
‑ Disculpe señora, ¿cuáles son mejores para hacerlos rellenos?

Admira que yo intente cocinar pimientos rellenos. Explico que vivo solo. Concordamos en nuestros gustos culinarios. Produzco una sonrisa ancha de mirada intensa que no deja duda alguna sobre mi deseo de hablar más con ella. Agradezco su ayuda con los pimientos y me despido. Ella sigue en las verduras. Me acerco nuevamente. Esta es la parte más delicada.

‑ Perdone, señora. Hago una pausa, la curiosidad puede más, ella interrumpe su elección de rúcula.

‑ Me gustó mucho hablar con usted recién. Es una tremenda frescura lo que voy a decir, le ruego disculparme por adelantado, siento ganas de conversar más, pero me doy cuenta que para usted puede ser complicado.

Mira hacia el lado, inspecciona endivias, radiccios y rábanos blancos. Vacilante, me dice, aún sin mirarme:

No puedo, tengo que ir al gimnasio.

Por supuesto, no tengo intenciones de molestarla, se me ocurrió esta idea loca, le dejo mi número, si tuviera algunos minutos en el día para que hablemos... ¿Cómo se llama usted?

Si no lo dice ahora, estamos fritos, la cosa se va a alargar por semanas, habrá que armar otros encuentros fortuitos, ganarle por cansancio, será muchísimo trabajo adicional. Sorpresa. Con una sonrisa:

Alicia Barrera.

Estiro formalmente mi mano, ella vacila un momento pero la estrecha, casi sin apretar. Más confiado, me lanzo al ataque.

‑ Por favor, diga que sí, Alicia, dígame que sí para irme contento.

Le anoto un nombre inventado ex‑profeso y mi teléfono, ese que como ya dije, compré especialmente para la ocasión.

Días después, cuando ya estoy temiendo que no pasará nada, me llama. Disimulo mis nervios, la cosa anda bien, seguiremos hablando. Un par de semanas, ya no perdemos día sin nuestra dosis. Un par de meses de trabajo intenso, paciente y fino de seducción. Pequeños regalos, entregados furtivamente, chocolates, un par de malísimos poemas. Propongo que nos encontremos. Finalmente accede. Nos tomamos un café, adivina dónde, Alejandro. Parados al mesón de la cafetería del supermercado. Le comento que hablar con ella se me ha hecho extrañamente imprescindible. Un largo silencio. Cuando ya creo que no contestará, en un hilillo de voz me reconoce que a ella le sucede algo similar. Me lanzo.

‑ Alicia, ¿otro día podríamos juntamos en algún lado en que nadie nos moleste?

Mediodía en el supermercado, estamos nerviosos. Nos vamos en mi auto al Internacional. Se sienta en la cama, inmóvil. Me acerco a ella y tomo sus manos, mirándolas unos instantes antes de comenzar a besárselas.

‑ Estoy nerviosa ‑ dice sin mirarme.

En un susurro propongo instrucciones.

‑ Cierra los ojos, Alicia, Si algo que yo haga te molesta, dímelo.

De rodillas sobre la cama detrás de ella, levanté su cabello, que ese día llevaba suelto en vez del habitual moño. Acerqué mis labios a sus hombros; recorrí suavemente su cuello, subiendo por su nuca hasta los primeros vellitos, desviándome hacia su oreja izquierda, volviendo a bajar por el mismo lado, permitiéndome liberar finalmente la tímida punta de mi lengua para tantear el camino. Qué deliciosos esos minutos, Alejandro.

‑ Alicia, ponte de pie, por favor. Así, de espaldas a mí. Deja los ojos cerrados, los brazos colgando.

Me paro detrás de ella, muy cerca, pero sin tocarla con mi cuerpo. Mis manos siguen acariciando sus brazos, Una de mis caricias ascendentes sorpresivamente modificó su rumbo y mis manos se adentraron por la blusa sin mangas, deslizándose hacia adelante y llegando a sus pechos. Su respuesta no se hizo esperar: acercó su cuerpo, su cabeza cayendo hacia atrás para buscar mi boca. Mi mano derecha saltó a jugar con un pezón izquierdo ansioso, endurecido; la otra, bien entrenada, aunque no soy zurdo, trabajó algunos instantes para abrir el frente de su delgado pantalón y deslizó fluidamente hacia sus rodillas la prenda, arrastrando como por error la interior también. La inmovilicé con fuerza, apoyando mi peso sobre su espalda de modo que tuviera que inclinarse algo hacia delante, y lancé mi ahora libre siniestra a la exploración desvergonzada del interior de sus nalgas, capturando dentro de mi puño la totalidad de sus carnes íntimas. Las retuve como quien juega con un inquieto cachorrito, sintiendo con emoción cómo comenzaban a fluir humores en rabiosa reacción a la inesperada invasión. Abandonando el delicioso puñado hinchado de labios vellosos, desligué rápidamente mis vestimentas y me guié con mis dedos nerviosos hacia la hendidura. La mano disponible tomó con firmeza su cadera izquierda, y en complicidad con mi pecho y brazo que aún la envolvían férreamente, imprimí a su cuerpo un crecendo de vaivenes. Intentó zafarse, pero su desesperada desventaja de fuerzas impidió su huída, mientras ya mí ritmo era un san vito alocado. Un curioso gimoteo surge de su garganta y se transforma de pronto en un llanto de quejidos de gozo salpicado de imprecaciones soeces gritadas a todo pulmón. Su cuerpo, apresado inexorablemente en mi abrazo y aún invadido por mi insatisfecha condición, es azotado por tiritones espásticos hasta decaer en total inmovilidad. Solamente persisten algunas exhalaciones suspirosas y su corazón golpeteando sobre mi antebrazo bajo sus pechos. Afirmándola como si estuviera inválida, la deposito vientre abajo sobre la cama, Noto que llora silenciosamente. Sé lo que siente. Sus fibras han sido sacudidas, ahora la mente inyecta remordimiento. Ella quisiera borrar todo este encuentro, no haber estado jamás allí. Quiere irse rápidamente. Concedo. Pido un modesto trofeo de recuerdo. Concede. Con tal de huir de este encierro. Guardo a buen recaudo el pequeño regalo que me ha dejado, el que encontrarás en el sobre delgado, Alejandro, si no lo has abierto ya. Raudos de regreso al subterráneo del supermercado. Un breve beso tangente a una mejilla. Alicia‑ no hablaremos de nuevo. Un supermercado al cual no entraré por un largo tiempo.

Alejandro, quizás recuerdas que al principio te comenté que nuestro primer y único encuentro fue fugaz. Después de esos dos minutos, que sinceramente me dejaron tiritando, transpirado y muy agitado, dediqué algunas horas al día a vigilar tu casa y seguir a Alicia. Hice lo mismo con tu secretaria. Hasta las siete se queda en la oficina, después se va a su departamento, vive con su madre y su hermano, que aún es estudiante. Tu colega de oficina me proveyó suficientes antecedentes. Sé que se llama Yasna. Antes trabajaba en la sección cafetería del supermercado. Una mañana pasaste tú a tomar un café allí. Puede que el ambiente en calle Crisantemos haya amanecido pesado, las habituales discusiones amargas, escapaste temprano. Yasna te atiende bien en la cafetería. Te la llevas a trabajar a la venta de autos, insinuando que habrá involucradas algunas sencillas tareas adicionales de índole personal. Una tarde en que la sigo hace un alto en el subterráneo del supermercado. Habitualmente bien concurrido por varios personajes de este relato. Apareces tú, la camioneta ya la conozco bien. Subes al diminuto coche de ella. Enfilan raudos por la Avenida Larraín, la de los moteles. Comprendo de inmediato. Por supuesto, en este caso es en tu camioneta en la que ella no puede ser vista. Entran al Internacional. ¿Entiendes mi elección de lugar para mi encuentro con Alicia? Algo como una hora después, aún está bastante luminoso, fines de verano, se te distingue claramente a la salida, tengo el sol poniéndose de espaldas a mí, la cámara con teleobjetivo trabaja certeramente.

Ese día en que nos topamos, Alejandro, yo salía de la autopista a la avenida. Te molestó que yo tomara por donde venías, a pesar de tu “ceda el paso”. Un tremendo bocinazo, aceleraste por mi costado y cruzaste por delante tu enorme camioneta, frenando, y así un par de veces más, hasta que con una mano empuñada fuera de la ventana, dedo del medio extendido al cielo, te perdiste. Aquí termina mi carta. A esta misma hora le están entregando a Alicia un sobre con las fotos tuyas con Yasna.

Walter Mitty

martes, 28 de agosto de 2007

Justicia poética

2005
Pablo Rodriguez Medina
(La imagen recoge el momento en el que el ganador se dispone a dar lectura a su obra arropado por Ana Mª Martín Gaite y Antonio Calero de la Encarnación presidente de la Agrupación Cultural).


Panchita Rivaneira, mujer casi octogenaria, de algo loca la tacharían algunos, era una persona a la que el paso del tiempo y la soledad habían convertido en ancianita desvalida, huraña y de costumbres fijas: blanco apetitoso para estafadores sin escrúpulos.
A estas circunstancias que la hicieron víctima de tal canalla de gente, habría que añadir que no se le conocía familia, exceptuando un nieto que según contaban, estudiaba hace algún tiempo para actor y saltimbanqui y que se había desvanecido como si de un truco de magia se tratase, sin dejar rastro.
En el barrio donde vive Panchita Rivaneira, los vecinos aconsejan que si va con prisa nunca le saque este tema a la mujer porque de seguido sin apenas respirar le relata cómo lo crió de bien huerfanito, cómo lo echó a andar por el mundo y se descarrió metiéndose en ese oficio de menesterosos y mujerzuelas.
Por el suspiro con el que concluye sus frases podrán advertir en esa pausa, sin van sin prisa y se han quedado a escucharla, que en realidad Panchita Rivaneira echa de menos las trifulcas que sostenía con el truhán de su nieto.
Las discusiones entre ambos siempre partían del mismo origen. Una plebe de gatos tomaba la casa y el corredor; se colaban los mininos por el patio de luces y andaban sinuosos por el tejado, descomponiendo las tejas hasta punto tal que en la época de lluvias –o sea, todo el año- afloraban los lamparones de humedad que desconchaban la pintura del techo. No se quejaba el pobre nieto de los estropicios que causaban, ni del olor a meado –de tufo imborrable- que envolvía la casa por el verano: la causa nacía en la terrible alergia a su pelaje.
La piel del joven amanecía sembrada de sarpullidos, comida por las ronchas que se rascaba hasta tornarlas en costras; con los ojos inyectados en sangre y lágrimas, estornudando hasta la misma alma, maldecía la hospitalidad que la abuela brindaba a los gatos mientras repetía sentencias memorables de un Shakeaspeare que no podría interpretar.
Panchita Rivaneira, le ordenaba que, en su convalecencia, los atendiese.
-Son mis últimas voluntades, sacrílego- lo chantajeaba.
El pobre nieto, que parecía un fenómeno con aquella hinchazón, era incapaz de repasar los papeles para las pruebas de ingreso en las grandes compañías teatrales: un ataque de asma –provocado por su afección a los gatos- le había irritado las cuerdas vocales.
Ponerse bien la pobre Panchita y desaparecerle el nieto fue todo uno.
-Huyó el desgraciado,-explicaba Panchita a las vecinas que se acercaron con dulces de frutas, mosto y quina a visitarla después de que la vieja se sobrepuso a una pulmonía- malagradecido.
-No preocuparse, seña Panchita -le comentaba Ludivina, la portera que hacía de ama de llaves para ver si arramblaba con los excedentes de la fruta escarchada o la quina con que obsequiaban a Panchita-, no preocuparse, que verá usía qué prontico se lo trae de vuelta la jambre, que no es por ofender pero su gachó no valía, hay que serle sincera, no valía.
-No se crea -intercedía Panchita enseñando un retrato en blanco y negro que descansaba sobre el cenador- que en esta obra que hizo con las salesianas estuvo ni que pintado, ¡qué bien lo dijo todo! Y eso que hacía de gato en El gato con botas, ¡con la alergia que les tiene!, imagínese si es otra cosa que le agrade…
Después continuaba relatando cómo fue en aquella función cuando con las botas de siete leguas confundió un traspiés y se vino a la gradería desde el escenario quedándose mellado de por vida.
-De ahí se le conoce la alergia a los gatos…
-Pues recitar a Romeo desdentado, eso sí que tié mérito, seña…
Repuesta de la enfermedad, Panchita redobló los padrenuestros rezados por día. Habrá quien les afirme que acabó de enloquecer entonces, que no era normal aquel tufo a muerto que salía de su casa, que ni los gatos se acercaban por allá. Y les referirán entre asustados y de chanza, el síncope que a punto estuvo de darle a Ludivina, la portera, apodada “la observadora” por sus dotes, cuando llamó al piso envuelta en la toquilla y con su semblante serio: se le habían quejado los demás propietarios. O le permitía el acceso y la inspección cuarto a cuarto, o echaba mandado a la policía, y volvía con ellos y allá se las apañase.
A regañadientes la seña Panchita cerró la puerta y se sintieron cerrojos y cadenas que tiempo después saltarían de una patada aquellos estafadores sin escrúpulos que se aprovecharían de una anciana desvalida, consumida de rutina…
En el cuarto de secar la ropa encontró el hule encharcado de coágulos de sangre y en el tendedero de la ropa colgaban balanceándose con timidez los cuerpos pútridos de docena y media de gatos desollados a los que las moscas les habían devorado los ojos. Ludivina la observadora consumió dos semanas y casi cincuenta litros de quina en borrar de su memoria y de sus sentidos aquella turbadora sensación de asco. Se conoce que fue su manera de vengarse de ellos por arrebatarle al nieto.
-Dios mío, olía a muerto, pero quién se iba a pensar… ¡Qué masacre!
Enseguida se movilizaron los servicios sociales y le mandaron a la seña Panchita una moza casadera de nalgas duras a las que atacaba la vieja a pellizcos en cuanto se descuidaba jaleándola, qué carnes más prietas, zagala.
La criada protestaba, que después el novio en la intimidad, al ver tanto cardenal, pensaba malamente y no se creía que esa vieja fuese tan picarona. Enseguida la vieja le soltaba una sonrisa y le daba unas palmaditas…
-Perdona a esta vieja muchacha y ven que te dé unas refriegas de romero en el trasero, para aliviártelo de los moratones, verás que lindo se te queda, boccato di cardinale…
La muchacha prefería más quemar barritas de incienso y pasar con un paño húmedo el alcohol de romero por el papel de las habitaciones para erradicar el hedor insoportable a carne pútrida. Al cabo de varias semanas de dura entrega y de fricciones insistentes lo conseguiría.
Tanto aprecio le tuvo a esta chica que cuando se la intentaron retirar al comprobar lo excesivo de su paga (el marido había sido un mariscal condecorado incluso por batallas en las que no estuvo), ella se ofreció a pagarle una cantidad apreciable si venía tres días por semana a limpiar la casa.
Le traía las compras y le dejaba cocinada la comida, limpiando ante la mirada atenta y complacida de la seña Panchita que veía sus carnes bamboleándose a ritmo de bolero mientras fregaba.
Pasaba el plumero a las figuras y a las baldas repletas de libros y tratados literarios heredados del nieto exiliado. La seña Ludivina, apodada la observadora, cada cierto tiempo se dejaba caer por la casa a hacer la visita y le proponía vender los libros a un trapero con el que había apalabrado un buen precio.
La seña Panchita se mostraba reacia. Se apegaba a aquellos libros con mucho afecto. Era lo único que le quedaba del nieto; pero Ludivina, siempre tan observadora, precisaba que para qué diantres los quería si ni siquiera los leía. Para contradecirla, la señora Panchita comenzó leer los libros de la estantería y a gastar los quevedos que se hizo graduar de nuevo porque con las últimas fiebres se le habían descompuesto las dioptrías.
Con la ventana abierta y contra la reverberación de la tarde, abría los libros que a cada poco posaba para mirar, con mirada reflexiva, los tejados plagados de antenas que se extendían por la urbe.
Ludivina la observadora se enojaba porque sabía que nada más lo hacía para chinchar, que a menudo cambiaba de volumen y de título, ella, la señora Panchita, que apenas deletreaba las facturas de la luz.
-Por lo menos con la comisión me hubiera resarcío de lo del tufo, ¡Jesús!-y como era costumbre en ella, tocaba la pata de conejo que llevaba disecada en el llavero y se santiguaba.- ¡Lagarto, lagarto!
La señora Panchita experimentó una mejoría visible. Ella lo atribuía a los caldos que la nena –así llamaba a la criada- le preparaba. No obstante, eran pocas las ocasiones en las que se dejaba ver. En una de estas, embebida en la rutina que la haría víctima de los timadores, consistía en la visita al banco a primeros de mes para que le reintegrasen la paga entera del mariscal condecorado. Tomaba los billetes, hacía un hato con ellos poniéndoles una goma y volvía a la casa con el fardo en el bolsillo abultado.
-Como para fiarse de los bancos -solía decir.
Fue entonces cuando los dos timadores, un hombre espigado, con el pelo engominado y la perilla recortada al milímetro, y una mujer maquillada y bien vestida se presentaron a su puerta ataviados con una carpeta de cuero y un semblante de pocos amigos. Como a no tardar se nos ajunta la casualidad a la fatalidad, quiso el azar que aquel día la señora Ludivina la observadora hubiese salido a cumplir visita para quejarse a una amiga de lo mal que la trataba la vida. Nadie los vio tomar el nombre del buzón y subir tras Panchita Rivaneira, ni llamar con decisión a su puerta.
-Con doña Francisca Rivaneira…
Panchita se descompuso. Un temblor se apresó de ella y le impidió mostrarse seria y recia. Cuando dijeron que venían de la inspección del ayuntamiento pensó que no había solución posible. Estaba perdida.
El hombre la echó a un lado y entró en la casa: era necesaria una revisión de no sé qué parte por no sé qué cuentos del catastro le murmuraba la mujer mientras el hombre, con sigilo, desconectaba el cable del teléfono y la mujer cerraba la puerta y echaba las llaves. Siguió aturdida, sin comprender la señora Panchita Rivaneira de qué demonios se trataba hasta que ya el hombre se desenmascaró y registrándolo todo sin encontrar el fardo le espetó maldita vieja dígame dónde ha escondido su dinero mientras le llevaba una navaja al cuello.
Panchita Rivaneira, que acabó por comprender la verdadera naturaleza del embrollo, se sacó del sostén el fajo y lo dejó caer en el suelo. Atisbó las miradas ávidas y golosas de los dos compinches que se abalanzaron sobre el fajo para contarlo, sin reparar en la peluca desprendida o en los senos fláccidos que echaron a rodar como calcetines rellenos de algodón y arena.
El hombre había abandonado la navaja sobre la mesita del teléfono, al lado del pesado cenicero de cristal. Una sombra se cernió sobre ellos: Panchita Rivaneira descalabró al hombre con un golpe secó en la nuca y a la mujer la hirió de muerte con una puñalada en el cuello.
Al contrario de lo que sería probable en una persona de su edad, no se puso nerviosa: tomó la peluca, el sostén y los pechos fláccidos y fue al baño para componerse nuevamente mientras se soliviantaba del susto orinando de pie. Después llamó a la policía que acudió armando un revuelo de órdago en el barrio. La señora Ludivina la observadora se lamentaba de que los mejores sucesos acaecían hallándose ella en el extrarradio.
Una pelea entre camaradas, dictaminaron los expertos. Al ver tanto dinero la codicia los pudo y quién sabe quién fue primero, se atacaron uno al otro y el otro al uno hasta quedarse fiambres.
-Ha tenido usted mucha suerte, señora –felicitaba el comisario a la señora Panchita- esos dos maleantes podrían haberle infringido mucho daño o dejarla pelada, cuando menos. Un golpe de suerte, sin duda.
La señora Panchita Rivaneira asentía santiguándose y prometiendo a sus convecinos que redoblaría los padrenuestros rezados en el día.
A la noche, ya calmada la tempestad, a la luz tenue de un candil se dibuja su mejor interpretación: el moño, la toquilla, la corvada figura de vieja leyendo uno de los tratados extraídos de las librerías que tapan la pared donde yace el cadáver de su abuela, fenecida tras una larga convalecencia y emparedada para poder seguir cobrando, suplantándola, la paga de viudedad.
El nieto de Panchita Rivaneira lleva un vaso de orujo con miel a los labios para felicitarse por tan excelsa actuación. Durante unos segundos, con aquellos individuos trajeados en la puerta, había creído que su pantomima había sido descubierta y que le reclamarían las pagas, que lo condenarían.
De ahí su sorpresa y su reacción cuando los identificó como estafadores de poca monta dedicados a amedrentar a las ancianas desvalidas y octogenarias. “Cazador cazado”, pensó mientras cerraba los párpados para paladear mejor la bebida, imaginando lo cariñosa y propicia a las carantoñas que estaría al día siguiente Feliciana, la chica que limpiaba la casa. Continuó con la lectura de aquel volumen que reposaba en sus manos: un tratado sobre la justicia poética.

Tengo que vivir

2004
Tomás Macho de Quevedo López
(El ganador Junto a Ana Mª Martín Gaite y A. Calero presidente de la Agrupación Cultural).

I

...Mi madre, mi padre y mi hermano, están en la habitación de al lado…

La psicóloga que me trata, me ha mandado a otra de las cinco habitaciones iguales que hay en esta zona del hospital. Tengo un poco de frío. Me abrazo como intentado no perder el poco calor que me queda dentro y atravieso un pequeño pasillo con cinco puertas, por supuesto blancas, a pasos exageradamente cortos y rápidos: supongo que me lo ha generado el escalofrío que me acaba de dar y del que no he podido evitar dar unos respingos. En una mesa grande que casi ocupa la habitación hay dispuestos, a ambos extremos, un montón aparente de folios y un cubilete de color verde, donde hay alojados un buen puñado de lápices de colores. Un sin número de sillas alrededor de la mesa componen todo el mobiliario de la habitación. Sale aire cálido por algún sitio que atempera mi cuerpo y lo agradezco. Me encuentro cómoda y pienso que de aquí tiene que salir algo bueno para la psicóloga. Me siento, cojo unos folios y elijo el lápiz de color rojo para empezar a escribir. Pienso…Cómo expresarlo…Golpeo el lápiz repetidamente contra la mesa buscando la palabra clave para empezar y lo que consigo es romper su punta. Eva, la Psicóloga, está en todo y al lado del cubilete hay un sacapuntas al efecto. Empiezo a afilar lentamente. La vista se me queda fija en las virutas que van cayendo al papel. Demasiado evocador pienso y con el dorso de la mano trato de quitarlas manchando de rojo el papel y mi mano, y mis ojos se llenan de rojo y me afloran lágrimas inconsolables, como aquél día, todo rojo, todo gritos, todo desesperación. Eva quiere que procuremos expresar todo lo que sintamos sobre lo sucedido. Eso es lo que nos ha dicho a los cuatro que tenemos que hacer, cuando nos haga pasar de uno en uno a la habitación. Todo lo que se nos venga a la cabeza sin ambages, sin dudas, sin esperar que tenga sentido o no lo que ponemos. No es necesaria una buena redacción con léxico rico –nos explica sonriendo- con giros idiomáticos y con cierto nivel de vocabulario. No es ningún examen. Solo quiero que me contéis cosas, aunque os parezcan carentes de sentido e inconexas. Yo sabré sacar las conclusiones. Os repito que es importante cualquier detalle, por muy tonto que os parezca. Pensad por un momento que estáis en vuestra casa y queréis mandar una carta a un buen amigo porque necesitáis abrir vuestro corazón. Es un juego en el que la mente a veces no quiere seleccionar y pone lo que verdaderamente se siente sin raciocinio. Eso es precisamente lo que a mí me interesa. Sencillamente que la imaginación escape, se libere y se exprese. Tomáoslo como un juego. Se trata tan solo de expulsar. Os voy a dar todo el tiempo que necesitéis. Haced un esfuerzo. Sé que no es fácil pero puede ser muy enriquecedor. Haced lo que podáis. La psicóloga, en estos meses de trato parecía tomarse su trabajo o nuestros problemas muy en serio. Supongo que tendría una cierta responsabilidad añadida por lo dramático del acontecimiento y el eco mundial que según me llegaba, eso sí, con mucho cuidado y con cuenta gotas, había adquirido el hecho. Bueno y también por cariño.

...Mi madre, mi padre y mi hermano, están en la habitación de al lado. No se cómo empezar mi relato. Tal vez diciéndome en voz alta ¡Tengo que vivir! A veces dudo querer recordar algo más de lo que recuerdo sobre lo sucedido. Ahora mismo no deseo volver a contar otra vez, después de haberlo hecho una y mil veces, la misma historia: frente a mi familia, frente a mis amigos, sin hablar de ti Eva; psicóloga de oficio que se me asignó en el hospital cuando parecía que empezaba a recuperarme y que a veces, te siento más Eva que psicóloga y otras veces, me pareces tan distante y tan fría, que eres más psicóloga que Eva y eso me desasosiega. Amén de periódicos, revistas, radios y un largo etcétera. Eso sí, nunca de la misma manera porque voy añadiendo cada vez más detalles. A veces dudo si ocurrió como lo cuento o es producto de la mezcla entre realidad y ficción que va haciendo mi mente, una mezcla en el que aparecen verdades y mentiras en la misma proporción. Eva dice que lo normal es que cada vez me vaya acordando de más cosas. Y eso me horroriza. Tengo miedo a recordarlo todo. Que de pronto me levante un día y me vengan, como un vómito incontrolado de sangre, todas las imágenes que debo tener guardadas en algún lugar oculto de mi cerebro y que desde aquí le ordeno que las mantenga ocultas para siempre. No quiero pasar por lo mismo una y otra vez. Me vendrá bien, siempre según Eva, cualquier tipo de expresión para volcar todo lo negativo que todavía llevo dentro y que me puede aliviar. A veces me lo dice de una manera más técnica y con más empaque en la voz, no sé si para buscar mi susto y mi consentimiento o su autoridad por la importancia que en realidad tiene para mi recuperación total, pero vamos, viene a ser lo mismo. Empiezo a dudar de las curas rápidas. Estoy empezando a darme cuenta que el tiempo es el mayor y más eficaz cauterizador de heridas. El mejor aliado y además inexorable. No se para nunca. Yo confío más en él, que en cualquier otra cosa. Sin ir más lejos ahora las heridas no me duelen tanto como cuando me las hicieron y eso me lo ha curado el tiempo.

II

...Debería expresar mi alegría y mi agradecimiento después de tanto horror pasado…

He terminado. Ahora le toca pasar a mi madre. ¿Qué pondrá? Me gustaría tanto saberlo pero sé lo que me va a decir la psicóloga, que son secretos profesionales y que sin duda acabaremos sabiendo lo que ha puesto uno y cada uno de nosotros pero todo a su debido tiempo. Estoy un poco nerviosa y asustada. No quiero que mi familia sufra tanto por culpa de la miseria humana. Mamá tiene una expresión en los ojos que me hace mucho daño.

… Debería expresar mi alegría y mi agradecimiento después de tanto horror pasado. Debería estar exultante de alegría al poder ver a mi hija viva y con ganas de vivir que es lo más importante. Pero tengo el miedo metido en el cuerpo y el alma herida y eso no me deja disfrutar de mi suerte, del renacimiento de mi hija, el renacimiento de este momento. Me da miedo la vida. Tengo horror de volver a pasar por lo mismo. Que salga uno de los míos de casa me espanta, aunque procuro que no se me note demasiado. Yo de todas formas he sido siempre muy cobarde y muy exagerada con las horas de salida y de llegada. ¡Valiente estupidez por mi parte! y ¡valiente estúpida! Ocurrió, todo ocurrió a las ocho y media de la mañana y yo estaba tranquila porque a esas horas es difícil que pasen cosas, porque es de día, porque hay mucha gente en la calle, porque todo el que no va a trabajar, va camino de su Instituto o de su Universidad y porque a mi me han enseñado que las peores cosas ocurren cuando llega la noche y nunca al revés, que si pasa algo es más leve o lo suaviza la luz del día. Mi niña, mi adorada niña victima del terror, victima inocente de tanta maldad canalla, de tanta maldad callada. Debería expresar mi alegría, pero no puedo. Tantas víctimas del barrio, tantas familias mutiladas, muertas, masacradas. Tanta sin razón en un microcentímetro cuadrado del cosmos. Mi desolación se compensa con mi consuelo por tenerla en casa. El otro día me dijo que ahora más que nunca tenía que vivir, que tenía la responsabilidad de tantas vidas como habían sido arrebatadas y que esa responsabilidad quería asumirla. Y yo pensé que de repente había madurado, que de repente había vivido la vida tan rápidamente que había cerrado todos los ciclos posibles y que empezaba nuevas vidas a cada respiración, a cada amanecer. Estoy muy asustada, a veces no me parece ella. Otras veces me coge de la mano y me aprieta muy fuerte. Entonces se pone a sudar y temblorosa me dice que han querido acabar con su vida y que no sabe muy bien cuál es la razón y que a pesar de los esfuerzos que está haciendo por vivir se nota que solo lo está consiguiendo a medias porque siente que tenía que estar con todas las personas que no tuvieron opción. Que se siente desplazada, desubicada, fuera del mundo. Y yo no puedo más y me echo a llorar a su lado. Y bien que lo siento por ella, pero mis fuerzas me fallan y no sé que decir excepto que la quiero que la quiero conmigo siempre y que me tiene a su lado. Y sobre todo, le suplico entre sollozos, que no le fallen las fuerzas y que siga teniendo el coraje suficiente como para salir a delante. Menos mal que su novio sigue con ella al pie del cañón. Me está demostrando que es un gran chico y que quiere de verdad a mi hija y eso me llena de alegría. Mi hija no lo ha perdido todo.



III
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¡Por favor mi madre sale con los ojos llenos de lágrimas! Que no llore más, basta mamá, te lo suplico. No soporto verte llorar con esa desolación. Me pregunto si sabrá Eva lo que está haciendo. ¡Dios mío! Cada vez me vienen con más fuerza y nitidez las imágenes de lo sucedido. Entra mi hermano Víctor que está un poco desencajado al ver aparecer a mamá. El pobre no se habrá visto en una como esta nunca. Había escuchado a mucha gente decir que después de un acontecimiento importante en sus vidas, había habido un antes y un después. Entiendo que ahora todo haya cambiado y que tarde en llegar la razón, en mi cuerpo por la amputación de mi ojo, en mi entorno por la ruptura de la tranquilidad y quiero suponer que en la sociedad por el fin de la lógica que hace que el río guarde su curso que los coches vayan por la carretera y que los trenes lleguen a su destino. Se acabó la armonía. Llegó la locura. Tal vez mi aspecto físico es el cambio que más se nota, el más espectacular de todos los cambios, pero no ha sido el mayor de ellos. Tengo entendido que la gente va callada, que no hay tanto bullicio, que la gente mira a todos los lados buscando no se sabe qué y que hay tristeza y temor. Que el color de la piel delata, que a los distintos se les mira con temor. Que los extraños son aún más extraños que nunca. Pero sobre todo tengo miedo que ellos, los míos, también hayan cambiado en su interior. Que su cabeza se haya visto dañada de una manera especial. Supongo que Víctor no sabrá qué decir y se pondrá nervioso y acabará dibujando lo que le está rondando en su cabeza y seguro que se expresa mejor que yo con las letras, y que mamá, y seguro que también gana a papá. Aunque esto no sea una competición ganará a papá. Siempre se le ha dado muy bien el dibujo. Espero que esto sea un paso más para curar la herida, que sigue sangrando, a pesar de los meses transcurridos…Estoy convencida que pintará algo alegórico, abstracto, y con mucho colorido. ¡Pero a la vez tan real!. Porque nadie como un artista, como lo es mi hermano, para que toda esa sensibilidad la plasme en un papel o en un lienzo, con un trozo de barro o con un alambre. Le veo dibujar. Ha cogido uno de los botes de lapiceros. Sin duda que por las manos de Eva pasan también dibujos y sabrá darle sentido. Traza largas líneas de color rojo intenso y sobre ese rojo vuelve a grabar más fuerte otro rojo y hace lo mismo cuando coge el lápiz negro y pinta una y otra vez la misma raya-vía, para que se haga grande, para que se haga más negra. Y otra vez el rojo para que las rayas-vías sean lo más rojas posibles. ¿De qué color es el mundo cuando de repente suena un golpe seco, un golpe estremecedor? Yo lo sé, negro y rojo, tal y como lo está pintando Víctor. Pintará el sonido, el golpe mortal, los gritos de los menos heridos, los gemidos de los más perjudicados y pintará el silencio de los muertos. Lo siente su alma de artista. Y el ojo que lo miraba todo con aviesa curiosidad, ¿dónde está? no lo siento. Ya no puede ver porque se ha roto, me lo han roto, me lo han robado como el alma al resto…Cualquier objeto brillante o abrillantado, metálico o espejado me produce pavor ¡con lo que me gustaba mirarme al espejo y verme guapa! Y ahora no soporto los grifos, los pomos de las puertas, las gafas, los llaveros, las pantallas de los móviles, las televisiones apagadas, las tapas de los microondas, los cubiertos, todo me espanta porque no estoy preparada para verme tal y como soy ahora. Tal y como me han dejado. No puedo mirar la sequedad en mi oquedad. El hueco en mi ojo muerto. Eva aconseja tranquilidad y tiempo. En el espejo del cuarto de baño del hospital, la primera vez que me dejaron entrar para orinar, no me importó verme la oreja casi desprendida o el labio pegado a la barbilla, llevando una venda a modo de parche en el desaparecido ojo. No, nada es tan impresionante como verte reflejado a traición, Por vez primera, sin pretenderlo, por un descuido de lo cotidiano, en una ventana. La contra natura hecha por ese fuerte golpe que todavía sienten mis sienes, en un solo instante, junto a los hierros retorcidos, junto a gritos de dolor junto a vidas eternas. Qué color tiene la muerte entre tanta vida robada. Qué sabor tiene la vida herida por un fuerte golpe en un solo instante




IV

…Si solo dijera que les quiero, sencillamente expresaría un porcentaje ínfimo de lo que verdaderamente siento por ellos…

Por fin le toca a papá. Me mira se levanta y cuando pasa por mi lado me acaricia como si fuera a condenarme y quisiera pedirme perdón. Se cruza con mi hermano en el pasillo y se sonríen amargamente. Son momentos malos. Se recuerdan demasiadas cosas pasadas en un solo instante. Papá siempre me ha querido mucho: A veces le decía que demasiado pegajoso con los besos y los achuchones. Ahora no me los da tanto y juro que es cuando más los necesito. Pero supongo que no tendrá tantas ganas. Tal vez tenga miedo de hacerme daño ¡Hemos sufrido tanto en tan poco tiempo!… Papá se ha vuelto más gris. Le noto odio en los ojos cuando mira. Y sé que ha llorado y sé que sigue llorando. Se va al cuarto de baño para estar solo y poder desahogarse, pero yo oigo sus gemidos desconsolados. Le oigo cómo a veces da puñetazos en los azulejos. No fuertes pero secos. No rápidos pero tristes. Se nota desolación, se nota flojedad. A veces creo que hace trampas poniéndose una toalla en los puños para amortiguar el ruido y así golpear con todas las fuerzas de las que es capaz. Pero le oigo, le siento a pesar de sus subterfugios; los tres grifos abiertos a tope y la cadena del inodoro funcionando y sus manos vendadas. Ruido para amortiguar su ruido. Ruido para ahogar su desesperación. Ruido para apaciguar su alma. Yo muchas veces le he dicho, que no me ha perdido, que sigo aquí con él, que nos podría haber pasado como a tantas familias. Pero que él ha tenido suerte. Que todos hemos tenido suerte de perder un ojo entre tanta pérdida: tan solo un ojo en nuestra familia y eso papá lo he perdido solamente yo, y solamente yo, tengo que vivir con ello hasta el resto de mi vida, pero esto último no se lo quiero decir…
…Si solo dijera que les quiero, sencillamente expresaría un porcentaje ínfimo de lo que verdaderamente siento por ellos. Si dijera que es un cocktail de amor, cariño y ternura sin duda ese cocktail lo bebería sin que me hiciera el menor daño, de un solo trago, largo y exquisito. Sin respirar. Sin asfixiarme. Tan solo hace unos meses estuve a punto de perderme en el dolor. Tan solo hace unos meses estuve a punto de enloquecer. Era tan intenso el dolor infligido por la locura de unos, adueñándose de la vida de decenas de personas y de otros adueñándose del dolor ajeno, cubriendo sus propias miserias después de descubiertas sus vergüenzas, que hubiera sido razonablemente lógico sumirse en mi locura particular, transitoria o no, ante semejante salvajada. Tengo el dolor de una herida en cualquier parte del cuerpo y no tengo el menor rasguño a la vista, pero me duele tanto, como al amputado su falta. Hija te quiero decir tantas cosas que no me salen más que un cúmulo de palabras sin sentido. Qué decirte cuando te veo que te tengo, qué decirte cuando te tengo un poco menos. Qué decirte cuando lo poco que te ha pasado me llena de dolor como si te hubiera perdido y siento vergüenza ante los demás por tenerte. Qué decirte si te hubiera perdido. Qué decir a los vecinos que nos llenan la escalera todas las noches en busca de las buenas noticias de tu recuperación cuando ellos han perdido a los suyos y no obstante se les ve contentos de tu mejoría: como si de ti dependiera la vida de todos ellos o su consuelo. Qué decirles cuando te abordan por la calle y solo te tienden una mano sin decir ni media palabra pero sintiendo la presión, la fuerza de sus manos como un aliento, como un soplo de aire para seguir andando. Y piensas lo extremadamente fino que es el hilo que nos sostiene en este mundo y que cualquier loco puede romper violentamente ese hilo. Y yo me pregunto si es necesaria tanta violencia y tanto sin sentido para salir adelante con tus ideas; para cambiar el mundo si es lo que quieres hacer, o para vivir simplemente con tus miserias; con tus lunes y tus domingos, con tus alegrías y con tus tristezas cotidianas. ¿No será suficiente? Tenemos que resignarnos a la violencia sin respuesta, que no es lo que el corazón te pide, y hacer caso a la cabeza que es la fuente de la razón, de la sabiduría y hoy por hoy afortunadamente resistente a la enajenación incontrolada de los malvados.

Viaje a Patagonia

2003
Carmen Carreño Mallo
(Momento en el que Ana Mª Martín Gaite entrega el premio a la ganadora).

Me casé -para irme de viaje a Patagonia en marzo-. Decidimos ir a Chile, cuando llevábamos 3 años viviendo juntos y el alcohólico de mi jefe trataba de echarme del trabajo.
Vivíamos en Las Rozas con una existencia “políticamente correcta”, trabajo estable de 9 a 6, pisito con terraza, dos coches... aunque yo echaba de menos Madrid, sus ruidos, sus gentes, sus olores.

Nos casamos, pero no fuimos a Patagonia. Cambié de trabajo y la boda se retrasó, la aplazamos para mayo y entonces ya era tarde para ir al Sur.

Madrid volvió a llenar nuestras vidas, nos cambiamos a un piso en el centro de la ciudad, encontré al jefe perfecto. Todo se situaba, se posicionaba en perfecta armonía para no tener otras distracciones.
Sonó el teléfono: - Hola, somos del servicio médico de la empresa, ¿está Paula?, preguntó una voz. - Sí soy yo, contesté. - Paula, soy la doctora Herranz, llamaba para ver qué te habían dicho de lo que vimos ¿te lo has mirado?. - Sí, si, fui a hacerme las pruebas hace un mes y precisamente hoy me dan los resultados. – Ah, muy bien, dime algo ¿vale?. - Por supuesto y muchas gracias por llamar.
Se me había olvidado. Salí de la oficina corriendo y llegué a la consulta del doctor, ¿cómo se llamaba?, sí, Cope Enri. Segunda planta.

- ¡Paula Beltrán!. ¿Está Paula Beltrán?. -Sí, sí soy yo. -Pasa, por favor. Me miró de mala gana y me indicó que me sentara y lo hice. El médico no levantó la cabeza. -Tarjeta, me pidió la enfermera. -Viene a por los resultados de una punción, le indicó al doctor y le pasó el informe. No me miraban.
Durante los siguientes minutos mi corazón se fue calmando de la carrera y el médico se dedicó a escribir algo en un papel. Finalmente, levantó la vista y durante 5 minutos leyó el informe. – Perdone, doctor, pero no me enterado de nada. Extrañamente, mi corazón se aceleró. Volvió a leerlo tal cual y volví a no entenderlo. Pregunté -¿tienen que operarme necesariamente o con un tratamiento vale?, ya me han operado otras veces y no quiero pasar por quirófano otra vez. Mi corazón iba a 100 sin razón lógica. El médico con gesto adusto, me indica que hay que operar. -Perdone, pero no entiendo bien qué me pasa. Tengo una educación media, pero de términos médicos no sé nada, me está diciendo que... (buscaba oír la palabra). La enfermera afirmó.

No recuerdo mucho más. Me despedí dando las gracias al médico, gracias ¿por qué?, a veces ser educado y digno va contra las normas más elementales de humanidad. Me dejó salir de la consulta sin información, tratándome como si fuera un vegetal o una estúpida. Le tendría que haber dicho: yo estaré enferma, pero usted es una mierda, ¡cabrón!. Pero no, dije gracias y buenas tardes.

Era junio y hacía calor. No lloraba, quería hacerlo, porque se supone que cuando a uno le dan una noticia de estas tiene que llorar, pero no lo conseguía. Vagaba por la calle y quería decirle a todo e mundo: “hola, soy Paula tengo 27 años, estoy enferma, en 2 ó 3 años palmo”.
Sentía la misma rebeldía de la juventud, que rechaza lo, supuestamente, evidente, con el cinismo del que se cree invencible por miedo a saberse vulnerable.
Llegué a Goya donde había quedado con Daniel y le llamé. No lo cogió. Llamé a Pilar, no lo cogió. Llamé a mi madre. - ¡Hola nena! - ¡Hola mami!, he estado en el médico. - ¿Qué te ha dicho, hija?. – Nada, que el bulto que tengo es cáncer.

Me casé, pero no fui a Patagonia. Patagonia vino a mí. La Tierra de Fuego, el fin del mundo llegó sin coger ningún vuelo, en un viaje compartido pero en solitario. Tardó en llegar. Estaba tan lejos... nadie conocido había ido antes ¿por qué yo?. Siempre había planteado mis viajes como descubrimientos de nuevas tierras, nuevas sensaciones. Ahora, me obligaban a viajar a un lugar que no quería visitar, al interior de mi misma. Debía ser un error.

Me resistí durante 3 meses a emprender camino. No sabía qué meter en la maleta, a fin de cuentas uno siempre puede elegir no salir. No lloraba, estaba tranquila y me encantaba frivolizar y hacer bromas siniestras, mostrarme por encima de todo, llenarme la boca con la palabra cáncer. Todos alababan mi entereza y mi fortaleza. Les oía compadecerme y hablar cuando creían que no les oía.

Me resistí entonces y aún hoy me parece que todo fue un fallo, una maldita equivocación que me ha dejado marcada para siempre. Tres meses guardé mi furia, mi impotencia y mi terror. La incomprensión de un hecho que no tiene explicación racional. Buscas otras, observas y vuelven antiguos resentimientos ya olvidados y presientes que esto venga de ellos. Culpas a los que más quieres, a los que están cerca, en un diálogo sordo que nadie quiere tener, porque en el fondo sabes que esto, sólo va contigo.
Finalmente emprendí el vuelo, había comprado billete de ida y vuelta.

Despegué en quirófano, un 23 de septiembre y durante 6 horas crucé el Atlántico. Fue un vuelo sin complicaciones donde los 11 miembros de la tripulación aligeraron esa parte de mi equipaje sobrante. Aterricé oyendo mi corazón, con una máscara de oxígeno y una manta. Era como llegar a Santiago de Chile, populoso, al menos al principio. Me esperaban todos mis allegados. Luego como en todas las grandes ciudades, te quedas solo, en tu habitación con el silencio. Enfrentándote a tu diálogo interior. Había dolor, pero no físico. Me sentí despojada de algo que te ha pertenecido, incompleta por un órgano que nunca más hará su función, robada, mancillada, violada por la vida y la suerte.

La tripulación comentó que el salto había ido bien, pero yo sin saber de latitudes, sabía que no había llegado a destino. Así, tres días después, volví a volar y no de regreso. Esta vez no recuerdo el número de médicos, ni qué hicieron en este trayecto. Crucé la Pampa, desierto, sol y espejismos. No sabes bien qué has vivido, las horas pasan como si fueran segundos y olvidas que estás ahí.
Cuando vuelves a aterrizar te encuentras en el aeropuerto ya sólo a unos pocos conocidos, a los más fuertes, esta vez desencajados. Sus caras sonrientes, no escondían las marcas de angustia y su aliento de horas de café y tabaco . Debí volar alto, pero no preguntas, no vaya ser que contesten o quizás no tengan ni respuesta.
Los días pasan y vas haciendo pequeños viajes a pie o en barco. Con la quimioterapia llegué a los glaciares del sur, necesarios para reestablecer el equilibrio de la tierra, pero a la vez fríos, agrestes, duros y silenciosos. Quemaban mi piel, mis entrañas y mi alma, en una batalla de sumisión ante la grandeza del espectáculo y la impotencia y vulnerabilidad de mi persona. De alguna manera con el desgaste de mis defensas, me derrumbaba, iba hincando la rodilla al suelo y sucumbiendo al sino.
Va llegando la comprensión sin información, el perdón sin agresor, las formas se suavizan para dar paso a un ser más humano.

El comandante-cirujano dió la orden de volver a casa. Había retorno y el avión era seguro. Estaba curada.
Por fin, lloré.
Grité.
Me desgañité hasta la afonía. Me agredí y arañé por todo el cuerpo. Expulsé casi toda esa rabia y miedo que había ocultado durante tantos meses y me dejé abrazar. Ahora sí.

Como todo viaje concluirá. Sí, en futuro. Regresas y deshaces las maletas, pero has traído recuerdos y vivencias que esta vez no dejarás sobre la estantería del salón.
Viajar significa descubrir otros mundos, otras culturas, pero el mayor hallazgo se encuentra en la sorpresa y el conocimiento de nosotros mismos. Es siempre un viaje al interior.

Patagonia fue un viaje como otros, pero diferente. Hay quien vive estos viajes como una catarsis. Yo no. Continuo resentida con mi suerte, desposeída e incompleta, sin entender el porque. Mi batalla perdida y a la vez ganada es el conocimiento y la aceptación del miedo como humano. El pavor como motor de disfrute diario, o de una existencia que se antoja, al menos, efímera.
Se vive con recelo y con la rabia de que en cualquier momento puedes volver a viajar porque, afortunadamente, no has visto todo. Es un destino que sorprende en su elección y no pregunta ni contesta.
No se vuelve a nacer, pero se está muy cerca del Fin del Mundo.

Paula Beltrán

El Encuentro

2002
Angel J. Pérez Gómez
(En la imagen el ganador recogiendo el premio de manos de Ana Mª Martín Gaite:

Hoy, nada más encontrarme contigo, con sólo mirarte a los ojos, he sabido que, a menudo, en ocasiones demasiado a menudo, la vida te resulta complicada. ¿Me creerías si te dijera que, con frecuencia, a veces con demasiada frecuencia, tampoco a mí se me hace fácil vivir la mía? Tal vez por eso, casi inmediatamente, he pensado que quizás tú... Y he decidido seguirte.

Esta mañana, el enfado ya había dejado paso a la decepción, la decepción al desengaño, y el desengaño a una profunda tristeza. Tú sabías que la de ayer no había sido como otras, una discusión sin más. Y por eso has salido a la calle, sin un rumbo fijado, al azar, pero con un propósito firme, definido: alejarte de casa, alejarte de todo, quizá para así poder ver a distancia, más serena y con más claridad, el difícil camino por el que iba discurriendo tu vida. No es sencillo, ni cómodo, ni fácil, tomar esa urgente decisión que desde hace algún tiempo te ronda la cabeza, esa cruel decisión que te atormenta y a la que, por principios, no religiosos, ni morales tampoco, sino tus propios principios, te resistes; quizá, después de todo, ésta sea la única razón de que lo vuestro haya durado tanto tiempo. Recuerda cuántas veces te lo advirtió tu madre, hija, ese chico no es para ti, tú te mereces algo mejor, algo más... no sé cómo decirte... más como tú, como nosotras, vaya. Y cuántas veces, cuántas, te lo han recriminado tus amigas, chica, no sé cómo le aguantas, cualquiera en tu lugar, yo por lo menos, ya le hubiera plantado hace mucho. Pero tú, por principios, esos principios tuyos, propios, te resistías a admitirlo ni siquiera: nunca te gustó mucho reconocer tus errores (¿y, en el fondo, a quién le gusta?), y menos todavía tener que dar la razón a tu hermana mayor, que, con su continuo, inagotable, inaguantable aire de superioridad, te recordaría, si estaba cantado, niña, no dirás que no te lo advertí cuando me contaste lo de que, al poco tiempo de casaros, el muy torpe ya había perdido la alianza, y que en vuestro último aniversario se olvidó de felicitarte; conoces la teoría de los actos fallidos, ¿no?; pues ya sabes, niña: no tendría mucho interés. A pesar de que es cierto que tú preferirías no ser quien diera el paso, que a ti te costaría más que a él, porque, después de todo, son cinco años juntos y es difícil echarlos por la borda, y porque, qué demonios, aún sientes que algo te une a él, empiezas a no encontrar otro camino que ése... ése en el que no quieres ni pensar, pero que no consigues apartar de tu cabeza ni un momento. Porque, de otra manera, ¿qué clase de vida te espera a su lado? ¿Cuánto tiempo más estarás dispuesta a seguir soportando esta situación?

La mañana de hoy ha comenzado igual que comenzaron casi todas las mañanas de los últimos veinte años, con la misma sensación de sinsentido, de historia repetida, de existencia monótona, de vida rutinaria... con esa misma sensación de tedio que, a fuerza de habitual, de cotidiana, ya llega a resultarme familiar. Como cada mañana, hoy he salido a visitar clientas (aunque sé que debería decir “clientes”, para agrupar en un solo término a los dos géneros, yo prefiero hablar de “clientas” porque la verdad es que la inmensa mayoría de las mercerías están atendidas por mujeres... o por hombres desviados). He salido a la calle, dispuesto a hacer mi ruta nuevamente, dispuesto a disfrutar de este envidiable y apasionante trabajo que consiste en seducir a cualquier potencial compradora, convenciéndola de las excelencias de los géneros de labor fabricados por Hijos de Bastida i Montanyet, Sabadell (Barcelona): las madejas de lana para tejer; los ovillos de perlé para ganchillo; las bovinas de hilo de algodón para hilvanar, coser o bordar; los cordoncillos, las cintas de raso y los elásticos para ceñir; los falsos encajes y las galoneras para rematar... Ironías aparte, he de admitir que, gracias a mi aburrida ocupación, y pese a lo tedioso que resulta, no me faltaron aventuras que me lo hicieran más ameno. Ni oportunidades de, como decía mi madre, que en paz esté descansando, sentar la cabeza de una vez por todas, Armando, hijo, con una mujer como Dios manda, que ni siquiera el gusto de irme tranquila al otro mundo me vas a dar. Pero con ninguna de ellas (y tampoco de ellos, pues, no sé si por probar fortuna o simplemente buscando variedad, también llegué a intentarlo con alguno) fui capaz de encontrar cierta estabilidad emocional. Cualquier intento mío por compartir la vida con alguna persona siempre me resultó decepcionante: jamás pude hallar a ninguna que, ni remotamente, fuera como mamá. Y así, aunque para aquellos que me tratan soy algo semejante a un donjuán sinvergüenza que durante los últimos veinte años ha venido enlazando conquista tras conquista, en verdad no soy más que un desgraciado, que lo que he ido enlazando, guardando buen cuidado de que nadie supiera la verdad, no ha sido sino fracaso tras fracaso, pues cada una de ellas siempre obtuvo de mí lo que buscaba y sin embargo yo con ninguna encontré aquello que en verdad necesitaba. No desesperes, hijo, solía decir mi madre, que era quien mejor me conocía; en algún lugar debe de estar tu pareja ideal, la mujer con cuyo genio encaje perfectamente este carácter tuyo; ya aparecerá en tu vida, puede que antes de lo que esperas, y quizá sin que la busques. Pero aquella pareja ideal no llegaba. No ha llegado todavía. Y tampoco confío en que vaya ya a llegar. Y si en algún momento estuve cerca de ella, no la reconocí, no fui capaz de verla como tal. O no quise arriesgarme a equivocarme de nuevo. O tal vez, simplemente, preferí no sacrificar mi independencia, esa supuesta voluntad de independencia que, debatiéndose en conflicto encarnizado con mi secreto deseo de equilibrio emocional, había conseguido mantener yo casi intacta a lo largo de aquella mitad de mi vida.

Es verdad que, en seguida, al poco de conocerle, y desde luego mucho antes de casaros, la relación entre vosotros dos dejó de ser como era al principio: se perdió la ilusión, si es que la hubo alguna vez; se enfrió la pasión, si así podían considerarse aquellos ocasionales desahogos suyos; se murió vuestro amor, si es que, en definitiva, fue amor eso que había entre vosotros. Pero tú, tenaz, firme, testaruda, estabas empeñada en seguir adelante: ibas a demostrarle así a tu madre que no tenía razón cuando vaticinaba hija, con ese genio tuyo nunca encontrarás un novio que te aguante más de un mes, y te quedarás como tu tía, para cuidar sobrinos; y además probarías a todos que no habías errado en la elección. Sin embargo, tú sabes perfectamente que era por eso por lo que no llegaban los hijos, y no por aquella vaga excusa de tu esterilidad, que terminasteis poniendo para que dejaran de preguntar, los muy indiscretos, bueno, ¿y los niños para cuándo vienen?. Y él siempre fuera de casa, como si tú no le importaras ya, como si vuestra vida compartida nada significara para él, como si las únicas cosas que dieran sentido a su marchita existencia fueran su trabajo (su refugio), el fútbol (su evasión) y su familia (la de sangre, no tú). Y tú sola, siempre sola.

Cuando uno pasa el ecuador de su existencia, y conforme se adentra en esa década que va de los cuarenta a los cincuenta, siente que lo que queda por vivir empieza a ser menos que lo vivido ya; que más que andar, desanda; que retrocede, en vez de avanzar, y que, en definitiva, ha comenzado la inexorable cuenta atrás. Y entonces se suceden largas, interminables, eternas noches de insomnio, en las que a uno le da por recordar, por repasar la vida, y en lugar de volver a disfrutar de los buenos momentos: los afectos compartidos, los juegos de la infancia, los amigos sinceros, las conversaciones sin final, los libros releídos, los viajes emprendidos... parece complacerse en sufrir, mortificarse, en traer obsesivamente a la memoria viejas deudas pendientes, heridas mal curadas: los afectos que nadie quiso darnos y que nunca aprendimos a expresar, los propósitos que alguien nos impidió realizar, las palabras espontáneas que una mirada acalló, los parientes que murieron sin nuestra compañía, los proyectos inconclusos que el destino torció, los libros imprescindibles que nadie nos regaló, los lugares a los que nunca llegamos a viajar... y a uno le asaltan dudas acerca de su propia existencia, y se cuestiona el sentido de la confusa mitad que ya ha vivido y se pregunta sobre la orientación de la incierta mitad que le resta por vivir. Y siente la imperiosa necesidad de hallar una explicación a todo lo sucedido, de dar siquiera un sentido a aquello que ni lo tuvo entonces ni quizá puede tenerlo ya... pero sobre todo trata de buscar urgente, desesperadamente un asidero de salvación, un rayo de luz, un poco de fe, una pizca de autoestima, una muestra de cariño, un brote de ilusión... Y yo, en esas eternas noches blancas, siento cómo un irracional, pero real, terrible e irresistible miedo se apodera de mí. Y no quiero estar solo. Casi toda una vida llevo solo, y sin embargo ahora me doy cuenta de cuánto puedo odiar la soledad. Y aunque es verdad que en otros tiempos la he buscado, hoy prefiero no tener que pasar solo el tiempo que me quede en este mundo. Casi siempre acepto mi destino, y me dejo ir, cansado, allá adonde mi suerte me conduzca. Pero otras veces no me resigno: ¿no he de encontrar yo a ese otro yo incompleto, que también necesite de otro yo, y con el que por fin me complemente? ¿No he de vivir más vida que esta mía? ¿No he de alcanzar a conocer el esencial significado de la palabra compartir? ¿No he de llegar a sentir ese amor, sin interés, sin igual, que dicen que sólo los hijos proporcionan? Quizás esta soledad que hoy tanto me atormenta no sea sino el fruto de ese continuo egoísmo mío: la vida me concede al fin, multiplicada, aquella independencia que yo siempre busqué. Ahora, cuando es tarde, cuando ya no la quiero.

Al cruzarme contigo, te he mirado a los ojos, apenas un momento, y entonces he sabido que, igual que me sucede a mí, con frecuencia, a veces con demasiada frecuencia, tampoco para ti vivir resulta fácil. Y en seguida he pensado que quizás fueras tú. En ese instante has hecho un movimiento con la mano que no he sabido cómo interpretar: podía ser un gesto involuntario, pero también podía tratarse de un saludo, o incluso de un ven conmigo, así que no he podido resistirme al impulso de abandonar mi ruta tras de ti, para saber quién eras y adónde ibas. Ignoro ya durante cuánto tiempo he seguido tus pasos, a prudente distancia, por las calles. En algunas ocasiones pensaba que tenías claro el camino, incluso que llevabas prisa por llegar a algún lugar; pero en otras parecías dudar, como si no supieras adónde dirigirte. Lo más desconcertante era que unas veces me daba la impresión de que intentabas perderme, y otras de que me incitabas a seguirte hasta el final. Y yo siempre detrás, repitiéndome quizás... quizás... quizás... Pero, de pronto, has entrado en un portal, seguramente el tuyo, porque llevabas llave, y entonces yo, confuso, triste, decepcionado en el fondo por mi falta de decisión para entrar tras de ti, he continuado adelante, despacio, por la acera, y he regresado a mi ruta. No, esta vez no, me he dicho. Puede que en otra ocasión, tal vez incluso sin que recordemos este encuentro, nuestros caminos coincidan nuevamente. Quizás entonces todo sea diferente.
A. Peretti

Hamed de la sierra

2001
Rafael A. Font Díaz-Carballo
(En la imagen El ganador leyendo su obra tras recibir el diploma y el premio en metálico de manos de Ana Mª Martín Gaite.

Un aleteo constante, un día tras otro, interrumpido por sendos descansos nocturnos, la traían del otro lado del estrecho. Sin brújula, sin mapa alguno, guiada únicamente por su natural instinto, con el sol como único punto de referencia. Había vuelto a sortear los innumerables peligros que supone tan arriesgada travesía aérea, no en vano era la vigésima ocasión en que la realizaba, y el cansancio se acumulaba de tal forma en sus alas que parecía inminente el final del viaje...
Rabda arribó exhausta a la pequeña buhardilla que hacía las veces de palomar; portaba, asido en su pata derecha, un rollito de esperanza, la evidencia de la nostalgia. Entre sus curtidas manos, Hamed tomó al ave, la acercó hacia sí y, acariciando su plumaje con los pulgares, descargó un sincero beso de agradecimiento en el pico. Lloró, lloró como sólo podrían entenderlo aquellos que han tenido que abandonar tierra y seres queridos para sobrevivir.
Diez años llevaba Hamed sin ver a los suyos, ciento veinte meses en los que, religiosamente, había estado enviando la mitad de su salario para que su mujer y sus dos hijos pudieran salir adelante. Los esporádicos contactos telefónicos con su familia y las duras condiciones de trabajo habían hecho de aquel tiempo una ingrata eternidad. Rabda, la paloma mensajera, y otras ocho hermanas aladas como ella, habían sido el único vínculo emocional entre ellos.
¡Cuánta alegría sintió recorriendo sus venas! ¡Cuánta sed de amor destilaban sus lágrimas! Sentado a la mesa camilla del escueto salón, fija la mirada en el mensaje que descansaba ya del largo viaje sobre el hule, no pudo evitar que su mente hiciera un somero repaso a lo que había sido el periplo que le había llevado hasta aquel pueblecito serrano...
Recordó el día de la marcha. ¡Por Alá! ¿A quién de sus amigos de la infancia se le había ocurrido cruzar el estrecho en aquella vieja barquichuela de pesca para escapar del hambre y de la miseria que asolaba su tierra madre? ¡Cuántas vidas ha costado después tan descabellada idea!
Fue una noche de agosto, la luz de una inmensa luna llena bañaba la playa, antaño exenta de la férrea vigilancia nocturna a la que ahora es sometida. Un grupo de nueve hombres empujó la barca hacia la orilla y se hizo a la mar sin otro equipaje que un litro de agua y una prenda de abrigo por barba, los bolsillos llenos de algunos cientos de miles de sobadas pesetas de papel y un inmenso zurrón de esperanza.
Sentía todo lo que ocurrió aquella noche como si fuera un sueño, no era plenamente consciente de haberlo vivido, pero el rugir de las olas y los descontrolados bandazos de la embarcación venían a su cabeza con un extraño halo de realidad. Volvió a ver cómo caían al agua algunos de sus compañeros, podía percibir la fuerza con la que sus manos se aferraron a la madera de la proa y sus oídos escucharon de nuevo los aterrados gritos de los que achicaban agua para mantener el bote a flote. Luego, no supo qué más ocurrió, tan sólo que una paloma empapada, sorprendida también por la tormenta, llegó volando a duras penas y se acurrucó junto a él.
Amaneció tendido entre los restos de la barca, inmóvil, tieso como las mojamas secas que había comido desde niño, cubierto de una fina capa de salitre que quemaba su piel en alianza con los primeros rayos solares del día. ¡Estaba en tierra firme, en la tierra que tantas cosas le prometía! Pero, ¿y sus amigos? ¿Qué habría sido de ellos?

Un sutil gorjeo le despertó de tan desorientado letargo y pudo ver un ave que se desperezaba entre sus piernas, sacudiendo sus alas con la intención de secarlas y alzando el vuelo. Hizo lo mismo, se incorporó y se bañó vestido en el mar, ahora tranquilo. Y entonces sucedió... Mientras sacudía el agua de su acartonado vestuario, aquella inconfundible paloma, testigo de su pesadilla, vino a posarse en su hombro derecho, mirándole a los ojos, como invitándole a volar junto a ella. La siguió con la vista con mayor precisión que con sus pies, que apenas soportaban el peso de su agotado cuerpo, hasta que llegó a las puertas de una pequeña aldea, donde se desvaneció.
La gente ha sido buena conmigo, pensaba mientras sostenía el mensaje, aún enrollado, entre sus manos, y siguió haciendo memoria...
Un nuevo amanecer le sorprendió en una agradable estancia, tendido en una antigua y sonora cama; el cabecero de hierro repintado delataba su solera y el chirrido que emitía el somier de muelles al más leve movimiento de su cuerpo era escandaloso. Un periódico local que reposaba en la mesilla le golpeo la vista. En la fotografía de portada, tres de sus compañeros de viaje yacían muertos en una playa.
El parco español aprendido como guía turístico le permitió conocer los detalles de la tragedia. Durante la inesperada tempestad vivida la noche anterior en aguas del estrecho, el naufragio de una patera se había saldado con la muerte de ocho pescadores del país vecino; todo apuntaba a que el exceso de peso y la furia repentina del mar les había sorprendido mientras faenaban. ¡Había perdido de golpe a los cuatro amigos y cuatro primos con los que inició su desesperada aventura!
El rostro afable de una anciana apareció en el quicio de la puerta seguido de la arrugada mano que sostenía una espesa, olorosa y apetecible sopa roja. Desde entonces, siempre recordaría aquel gazpacho, cualquier gazpacho, como el símbolo de todas las manos tendidas que encontró en su camino hacia el centro de la península, que no fueron pocas, y que le permitieron llegar hasta el que sería su nuevo hogar.
Tras innumerables trabajos aquí y allá, se había internado en aquel desconocido mar de costumbres, acentos, rostros, gestos y alimentos, donde no faltaron vejaciones y maltratos por su condición de inmigrante, pero que permanecían en el olvido. Así, en su singladura tierra adentro, arribó a un pequeño pueblo de la serranía central, donde echó el ancla para siempre.
Recién llegado, se topó con todas las impresiones que cualquier forastero encuentra en una pequeña población, aparentemente encerrada en sí misma: caras inexpresivas, movimientos monótonos y las palabras justas para contestar sus preguntas. Recorrió la calle principal bajo la apabullante sensación de ser el blanco de todas las miradas; ya en la plaza, el reloj de la alcaldía se le antojo el inmenso ojo de todo el pueblo, un Polifemo desconfiado.
Lavó sus manos en la fuente de granito, refrescó el rostro cansado y se sentó a fumar un cigarrillo. Levantando la vista al dar la primera calada, descubrió el majestuoso decorado que se erguía tras los tejados de las casas y el pitillo se consumió entre sus dedos durante los inexorables minutos que duró aquella boquiabierta hipnosis. Era sobrecogedor, una mole irregular de granito que irradiaba el reflejo del sol decadente de media tarde, las paredes de una bella cordillera que, en protector abrazo, detenían el tiempo. ¡Cómo se parecía aquel paisaje a las estribaciones de su Atlas!
Sólo una mano sobre el hombro detuvo su ensimismamiento. Un fornido hombre entrado en años inició el fugaz interrogatorio que cambió su vida para siempre: Sí, se llamaba Hamed y buscaba trabajo. Tomás, aquel afable y juvenil anciano le ofreció cena y cama con la firme promesa de que faena no le iba a faltar. Durmió como un niño y amaneció convencido de que aquel iba a ser su hogar, el final de un arduo camino que duraba más de un año.

Durante los dos meses siguientes, entre ambos, construyeron artesanalmente un muro de piedra que circundaba la finca de un adinerado veraneante. Disfrutó aprendiendo, sobre la marcha, la labor, ya que implicaba la destreza en el corte y colocación de los meños, además de la fuerza para trasladarlos y levantarlos hasta su última ubicación. Le fascinó cada golpe de maceta que daba su maestro para ir dando forma a las piedras, las cuales encajaban unas con otras como si, tras aquel predeterminado repaso, hubieran sido concebidas para tal fin. Levantaban alrededor de dos metros de muro por jornada matinal y dedicaban la tarde a subir al monte, donde su inesperado anfitrión recogía hierbas medicinales, aromáticas e incluso exquisiteces vegetales que, aliñadas o cocinadas al dictado de antiguas recetas, hacían las delicias de los paladares más sibaritas. Todos en el pueblo se peleaban por probar la ensalada de corujas y las tortillas de lupios que preparaba Tomás.
También aprendió a lanzar zaborros, termino con el que los lugareños denominaban a unos cantos de granito del tamaño de una mano, pero de considerable peso. Con felina rapidez, debían desandarse dos pasos y volver a andarlos a la vez que el brazo en el que se portaba el zaborro se balanceaba en las mismas direcciones. En el momento justo de culminar el último movimiento, la mano debía dar un brusco giro de muñeca. Tal movimiento atlético proporcionaba un potente impulso al zaborro que era desplazado a cientos de metros con aparente facilidad, porque él no había conseguido enviar uno a más de cincuenta metros. Al parecer, esta técnica era una herencia de las familias ganaderas del lugar. El lanzamiento de zaborros permitía a los pastores mantener al rebaño unido en las laderas de las montañas cercanas, donde solían pastar las vacas al llegar el verano, cuando los pastos escaseaban en el valle.
Y así, con el tiempo, fue fraguándose una gran amistad entre los dos. Él aprendió todo lo que aquel hombre sabía, un cúmulo de conocimientos y secretos coleccionados a lo largo de una vida entregada al aprovechamiento de todo lo que la naturaleza nos ofrece; su amigo y maestro recibió a cambio la inestimable compañía de alguien que, sabiendo escuchar, supo agradecer con lealtad todo lo que se estaba haciendo por él.
Así las cosas, un buen día, Tomás le ofreció la vieja buhardilla de su casa para vivir, porque, según explicó, había estado durmiendo en la habitación que, antaño, era el muladar. No podía permitir que las malas lenguas del lugar siguieran murmurando que le trataba como una auténtica basura. El basurero, ese era el fin con el que había sido pensada dicha estancia en las antiguas construcciones de la aldea.
Uno detrás de otro, subieron juntos por la desvencijada escalera de madera, envueltos en un húmedo olor que delataba la falta de ventilación a que había sido sometido aquel desván durante años. El tenue hilo de luz que se deslizaba por la única rendija de la amplia ventana le permitió contemplar un carcomido aparador de amarmolada repisa y un extraño objeto de madera provisto de espejo que sostenía una ovalada piedra blanca, lo que resultó ser el antiguo lavabo de la casa. Ambas piezas aparecían unidas por una densa red de telarañas. Abiertas ya las contraventanas, observó una pequeña puerta al fondo de la amplia habitación.
Según le explicó Tomás, era el palomar en el que su abuelo había criado todo un ejército de palomas mensajeras, las cuales, tras años de devota dedicación, le habían convertido en un avezado colombófilo. La apertura de la puerta dio paso a una inesperada sorpresa para Hamed... Sobre el palo que atravesaba el estrecho habitáculo, limpiaba serena sus alas una bella paloma, la misma que le había guiado hacia la aldea sureña que pisó tras el naufragio dos años atrás. Procuró que su sorpresa no fuera tan evidente y guardó para sí la irrealidad de aquel misterio.

Aquella ave fue el inicio de una pasión, la cría de mensajeras. Con el tiempo, logró una amplia familia de palomas que, sin querer saber cómo ni por qué, ­mantuvieron viva la comunicación con su mujer. Cada una de ellas llevó el nombre de uno de sus amigos muertos en el estrecho y el de sus añorados familiares, salvo el de su mujer­, el cual reservó para la paloma que más se pareciera a la que había amanecido en aquella playa junto a él.
Mientras desenrollaba el mensaje que Rabda acababa de traer, pensó que habían pasado muchos años y que la mano amiga de Tomás le había permitido ser considerado como uno más del pueblo. A su vera, incluso había llegado a ganar el campeonato anual de mus del bar de la plaza. ¡Cuánto agradecimiento había en su corazón hacia el maestro! Le debía todo cuanto poseía en su nueva vida. La casa que le había legado en su testamento era lo de menos, honraría su memoria el resto de sus días...

Hamed, este es el último mensaje; cuando recibas mi nota,
habremos emprendido el camino para estar siempre junto a ti.
Es hora de recuperar el tiempo perdido, si es que puede decirse
que lo perdimos. No te preocupes, sabré vivir en cualquier lugar,
en aquel en el que tú estés. ¡Que Alá nos guíe en esta nueva vida!
Rabda

Así versaba el mensaje de la mujer del primer superviviente de una alocada diáspora en patera que se prolongaría durante años y que acabó enriqueciendo humana y culturalmente a aquel país, el de las grandes oportunidades...

“A todos aquellos que vivieron y viven la nostalgia
de dejar atrás su tierra y a sus seres queridos,
porque todos somos iguales”

Retama Mácula

lunes, 27 de agosto de 2007

2007
Bienvenidos a la biblioteca del Certamen Literario de Narrativa Corta "Carmen Martín Gaite".

Con esta iniciativa pretendemos dar a conocer las obras que desde que se celebró el primer concurso en año 2001 pensado para una participación a nivel local hasta hoy, ampliada su cobertura a nivel internacional.
El desarrollo del Certamen nos obliga poner a disposición de los participantes, simpatizantes y público en general las obras que lo han hecho posible.
Esperamos que disfruteis de su lectura.
(Agrupación Cultural "Carmen Martín Gaite")