lunes, 1 de octubre de 2007

Milagro en la alberca

2007 (Segundo premio)

Miguel A. Carcelén Gandía
Miguel A. Carcelén recogiendo el premio y diploma como segundo clasificado en la VII Edición. ----------------------

- ¿Y qué le vamos a hacer, marido? Bien que nos lo advirtió el cura antes de casarnos, que aun con dispensa de Roma y todo los casamientos entre primos traen hijos tontos. Y tú, que nada, que eso eran cosas del siglo pasado. Pues ahí lo tienes. Tantas prisas y ahora no hay día que no se te caiga de la boca la monserga del crío a medio hacer.
Y Nico, en su cortedad de luces, espiando la conversación entre sus padres entendía que como no estaba hecho del todo, aún tendría su brazo izquierdo posibilidad de crecer e igualarse con el derecho.
- ¿Dónde está el trozo de brazo que te falta, Nico?, ¿lo ha echado tu madre al puchero?
Nico se reía. Porque Nico tenía una sonrisa encantadora -apenas bobalicona-, quince años, pelo ralo, dientes grandes, una cicatriz rencorosa en la rodilla, dos pares de pantalones idénticos, una novia impedida y una bondad natural que ya la hubiese querido para sí cualquier santo agrio de los que adornaban el retablo del templo del pueblo.
Nico también tenía un padre amargado y una madre cuyo único deseo consistía en morir después que su hijo para poder cuidar de él hasta el final, y antes que el marido para gozar en el cielo de, al menos, un tiempo sin sus palizas. Suponía la buena mujer que en el cielo le sería igual de difícil sisarle al esposo unas pesetejas con las que conseguir algo de sustancia que alegrase el guiso soso de todos los días.
A Nico le gustaba hacer reír, le encantaba confundir su risa franca con la alegría de la gente. Era un modo de ir expulsando de su cerebro los gritos del padre y el llanto de la madre. No le apetecía recordar los golpes que se oían en la habitación contigua después de que su madre, invariablemente con cara de resignación, le dijera: “Anda, cielo, vete a echar la siesta”. No le gustaba dormir la siesta a las once de la mañana o a las ocho de la tarde, cuando dictase la borrachera de su padre. Tampoco le gustaba la sopa de pan con que se despachaban todos los santos de los días debido a lo mal que andaban las cosas en el campo, según su padre, y a lo mucho que costaba el aguardiente, según su madre. Ni la sopa de pan ni el chusco pétreo que la acompañaba.
- Vengo a por el tabaco de mi padre, Antón. ¿Hay por ahí tirillas de tabaco? –preguntaba con su lengua de trapo.
- Al fondo del mostrador te he guardado unas cuantas, criatura –malamente vocalizaba el tabernero.- ¿Cuántas tienes ya?
- Un montón, Antón, pero me falta otro montón, Antón –y sonreía de lo bien que sonaba lo que acababa de decir.
El estanquero le había hablado de una promoción en la que al reunir un kilo de tirillas de tabaco regalaban una silla de ruedas. “Pero, Nico –le advirtió-, un kilo de tirillas son muchos montones de tirillas, tenlo presente.”
Él las prensaba y las escondía en la funda del colchón, y se alegraba al comprobar cada cierto tiempo cómo aumentaba su grosor o, al menos, en esa ilusión se mantenía.
- Toma, criatura, cómete estas aceitunas, que más que un guacho pareces la fotocopia de una lagartija de lo esmirriado que estás.
- Pues yo quiero ser una lagartija, Antón, una lagartija. A las lagartijas les crece la cola si se la cortan y yo quiero que me crezca el brazo.
Y los abuelos, entonces, ya no se reían con la ocurrencia del chiquillo. Más bien amagaban un gesto de pena.
A Zulema también se lo había confesado: “De mayor quiero ser una lagartija, para que se me igualen los brazos.” (Para sus adentros pensaba que preferiría que a la niña le crecieran las piernas antes que a él el brazo). Y Zulema, que a todos los efectos ejercía de novia oficial de Nico, se sonreía. Sus doce años daban para entender que un niño, cuando se hacía mayor, se convertía en un ser con más futuro que pasado, nunca en una lagartija. “Pues a mí me gustaría ser una rana, para poder dar grandes zancadas”, decía ella mirándose las piernas raquíticas, inservibles.
El chiquillo soñaba con el día en el que pudiera llevarla en su flamante silla de ruedas a la orilla de la charca de la huerta de su padre. Allí, de atardecida, las ranas componían mediocres serenatas que a Nico se le antojaban hermosísimas. Cada vez faltaba menos para el gran momento, el colchón iba engordando.
- Nico, le estás quitando el trabajo a los barrenderos –se burlaban de él, sin mucha malicia, los desocupados de la plaza al verlo afanarse en la recogida de cintas de tabaco.
Nico era parte del paisaje municipal, como las cigüeñas de la torre, el reloj del ayuntamiento o el depósito de agua. “Es que no hay pueblo sin tonto ni estación de tren sin monja”, sentenciaba el alcalde siempre que se cruzaba con el chaval para dar salida a la antipatía que sentía por su padre, sólo porque se le había adelantado como pretendiente de María. Nico se reía, y eso exasperaba todavía más al munícipe principal. “Y pensar que podría ser yo el padre de ese retrasado, ¡válgame el cielo! Si es que Dios sabe hacer bien las cosas...”
- Mañana toca cavar cepas, así que que se acueste pronto el crío y deje de entretener a la tullida del vecino, que tendrá que madrugar –casi escupía el padre a su mujer.
Si Nico nunca llegó a aprovechar las facilidades que le dieron para que estudiase en la capital en un centro de disminuidos se debió más al interés del padre en sacar partido a la fortaleza de sus brazos en las labores del campo que a la desidia de los servicios sociales del ayuntamiento. El mal viaje de una azada dejaba constancia en la rodilla de Nico de lo muy temprano que había sido su bautizo en la viña.
La mala suerte quiso que al día siguiente el aprendiz de agricultor se entretuviese en la plaza recogiendo tirillas y llegase al majuelo cuando el padre ya había desgranado cuantas letanías de maldiciones se sabía. Esa tarde se emborrachó como en las grandes ocasiones y Nico durmió la siesta durante muchas horas. Como castigo a su tardanza se le prohibió visitar a Zulema. Probó entonces el muchacho por primera vez en su vida el sabor salobre de las lágrimas, y la madre se maravillaba al verlo llorar y reír a un tiempo, ya que la sonrisa en él había pasado a ser naturaleza y ni la tristeza más profunda conseguía desdibujársela.
Dicen que fue en el tiempo de las cerezas primeras y los vencejos tardíos cuando vieron pasearse a Nico por los alrededores de la plaza con gesto cabizbajo. Fue novedad; y hasta el alcalde se compadeció de él. Antón tuvo que abandonar su refugio del mostrador para acercarle al tonto del pueblo no un plato, sino una buena bolsa de aceitunas que Nico ni probó. Cuando se la entregó intacta a su madre ésta supo ver flotando en el agua verdosa pedacitos del alma del muchacho. Al tercer día de ver a Nico en tal estado de postración, que ni el pan blando del día –sisado muy a escondidas al padre- comió, se saltó la prohibición del marido y ella misma, de la mano, llevó a su hijo a ver a Zulema.
Nico y la niña hablaron largamente, como dos viejos conocidos reencontrados tras una larga separación; fue como redescubrir un barbecho reinventado tras la lluvia. Hablaron ajenos a los golpes que unos cuantos tabiques más allá se dejaban apenas oír. Nico no pudo ver la cara amoratada de su madre cuando, a escondidas, se acercó a la casa a recoger las tirillas del tabaco. Sí la vio, en cambio, al regresar del estanco. No lloró porque había agotado todas las lágrimas. El reguero salado que unía su casa con el estanco tardó varias jornadas en secarse. “Lo siento, Nico, ¡quién iba a pensarse que...! Si lo de las tirillas caducó hace lo menos dos años... Creo que te dije que era casi imposible reunir un kilo...”. Esas palabras del estanquero dolían como alfileres clavados en su cerebro. Sería empresa demasiado complicada ir expulsándolos, igual que hacía con los golpes que se le colaban por los oídos durante las aborrecidas siestas. Cuatro años para nada. “Mama, cuatro años, ¿sabes?, cuatro años y el escondite del colchón no ha servido para nada”. Caricias de la madre, besuqueos, intentos de sacar ánimos de donde sólo quedaba desesperanza. “Anda, cielo, vete a echar la siesta”, decía asumiendo que aún habitando el fondo a uno lo podían hundir todavía más.
Nico nació falto, y su vecina impedida. Otros tuvieron más suerte y nacieron con pecas en el rostro o naricillas de ratón.
Dicen que lo vieron por última vez llevando en brazos a Zulema, sonriente, en dirección a la huerta y que era tal su determinación que nadie osó cuestionar su camino; dicen también que fue la pena por la muerte de Nico y no la brutal paliza del marido lo que mató a la madre. Se dijeron tantas cosas que es muy difícil espigar la verdad. Lo único incontestable es que los cuerpos de Zulema y Nico aparecieron flotando en la alberca a la mañana siguiente; soplaba vulturno y se oían a lo lejos las campanas sumergidas del pantano. Ninguno de los dos sabía nadar, no fue necesaria autopsia, de haberse realizado difícilmente se podría haber explicado por qué el brazo izquierdo del muchacho tenía igual longitud que el derecho y por qué los músculos de las piernas de la chiquilla gozaban de la consistencia que nunca habían disfrutado. El cura, en la homilía del entierro, evitó hablar de milagro: prefirió centrarse en la existencia del limbo, lugar en el que desembocaría Nico por ser un espíritu cándido.
Dicen que fue en el tiempo de las cerezas primeras, en la época de los nimbos algodonosos y los vencejos tardíos cuando sucedió todo esto. Algunos, los más fantasiosos, aseguran que el padre perdió el juicio y que aun sin estar bajo los efectos del aguardiente hablaba de dispensas papales para primos hermanos y del prodigio de una rana y una lagartija que jugueteaban juntas a todas horas en la orilla de su alberca.

Ángeles negros

2007 (Primer premio)
Raúl Galache García

Raúl Galache en el momento de recoger el premio y diploma que le acredita como primer clasificado en la VII Edición.
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Cuando llegó la comitiva de coches negros que encabezaba orgulloso el alcalde, se encontró con que la plaza del pueblo estaba tan sólo ocupada por el sol rabioso de las dos de la tarde. Ni una pancarta agradecimiento, ni vítores, ni coro de niños, ni el cura con el hisopo bien cargado. El regidor, que había ido a la capital dos semanas antes y que había recorrido el resto de la comarca con aquellos peces cada vez más gordos de cabrito y lechón, había estado presumiendo ante sus colegas, a lo largo de los quince días, del recibimiento que les tenían preparado, que iba a dejar en cosa de paletos los alardes de los demás pueblos. Así que, ahora, ante el silencio de lo que parecía una siesta fantasmal, sólo supo tragar saliva y quedarse mirando el polvo que del suelo habían levantado los coches, como si esperara que de él fueran a brotar los bien aleccionados vecinos. “Os traeré a los del gobierno de la capital”, les había dicho. “Vienen a celebrar que ya tenemos teléfono. Haced algo grande, más grande que todas las fiestas del santo juntas”. Pero eso suponía más gasto que cuando vino el obispo, encima por el teléfono, habían mascullado los vecinos. Y es que nunca les gustó don Basilio, su alcalde. Seguro que le habían puesto a él porque tenía contactos en la capital y, además, nadie olvidaba sus delaciones que habían terminado con buena gente sabe Dios dónde por conspiradores. A la única que le gustó lo del teléfono fue a La Mili. Milagros había cumplido entonces los dieciséis. Para ella, el mundo que veía era poco más que los difusos perfiles y los desvaídos colores que distinguía a cuatro o cinco pasos, pues, más allá, no había sino las tinieblas de la imaginación. Había ensanchado los límites de la realidad más confusa y lentamente que los demás niños, por lo que en el pueblo siempre la tuvieron por torpe, incluidos sus padres, que, cuando supieron que la niña era poco menos que ciega, se miraron con la culpa en los ojos. Aceptaron el embarazo y la boda con la resignación de quien sabe que se merece un castigo, pues la pequeña era el fruto de un atardecer de verano, de los ardores del alma y de la desmesura juvenil. En la escuela aprendió poco más que a escuchar historias que en su imaginación eran trastocadas por el vuelo de una fantasía vibrante y fecunda. Así, cuando instalaron el teléfono y pensaron en quién podría hacerse cargo de la centralita, en seguida salió su nombre. Los vecinos entendían que era una forma de quitar a sus padres una carga —“el Estado mantiene a la telefonista”—, darle un futuro a la pobre chicha —“quién va a quererla para mujer”— y, de paso, matar recién nacida la idea del alcalde —“ya veremos lo que le dura el invento”. Don Basilio no tuvo otra que aceptar, pues a ninguna otra moza habría logrado convencer. Además, los de la Compañía le aseguraron que hasta un tonto sabría manejar el aparato y ése era el caso. Pensó que por probar nada se perdía y que a alguien necesitaba para cuando vinieran los del gobierno. Cogió a la joven del brazo y le habló despacito y muy alto: “hija, tú haz lo que estos señores te enseñen”. Le pusieron unos auriculares y le dijeron que con ellos lo oiría todo. A la chica se le iluminó el rostro como si se le hubiese aclarado la vista, pues toda su vida se asentaba sobre sonidos. Le explicaron dónde tenía que meter los pinchos y se sentó con sus auriculares abiertos al mundo entero.
Ahora don Basilio se arrepiente de haber concedido a la pobre tonta el puesto. Ya sabía yo, piensa, que eso era mucho para ella. Maldice a la idiota en silencio mientras los hombres de corbata le miran de reojo con sus pupilas afiladas y sus estómagos rugientes. Si casi no sabe ni hablar, sigue pensando. Pero la verdad es que, en estos quince días de la nueva era, Milagros ha soltado la lengua para admiración de todos. Acaso por compasión, acaso por curiosidad, todos le preguntan qué se oye por el teléfono, ya que sólo el alcalde, su secretario don Braulio, don Antonio el ganadero y algún que otro con posibles tienen el aparato. Don Antonio mandó a su hijo a estudiar muy lejos y ahora puede hablar con él a menudo. El chico le cuenta que se esfuerza mucho y que apenas tiene tiempo para otra cosa que no sean los libros. “Aquí son todos muy listos, padre”, “sí, sí como, madre”, “hay coches por todas partes y camiones y camionetas”, “claro, porque me llamarían paleto”, “los profesores son muy serios y muy sabios”, “muy limpias las mozas, sí, sí”, “pues me invitaron a merendar a su casa y no veas qué cosas, que todo era enorme menos las tazas y los bollos, y gracias pacá y por favor pallá”, “hombre, una criada con su uniforme”. Y cuando a Milagros le preguntan las mujeres, cuenta lo que ha escuchado y lo que su imaginación ha completado: “pues el chico del Antonio se ha echado una moza de la ciudad y tiene una criada que le hace bollos grandes como casas y dice que en la ciudad todos van muy limpios y son muy serios y tienen bigote”. A los vecinos poco les importa si lo que Milagros dice es verdad o es mentira. Lo que les interesa es que el mayor de don Antonio anda todo el día de farra comiendo bollos, montado en coche y persiguiendo criadas. Y que en la ciudad la gente nunca anda porque van en coches que huelen muy bien. Entre unas historias y otras, Milagros se ha ido convirtiendo en una suerte de juglaresa del pueblo, a la que buscan a hurtadillas las vecinas. Incluso, de Milagros, ha pasado a ser La Mili, la Mil Historias. Es verdad que todo esto interesa más a las mujeres que a los hombres, que aparentan desdén ante lo que parecen asuntos banales. Malo sería mostrar interés por cuestión tan poco masculina; ya bastante tienen con lo suyo como para andar con esos líos. Ellas guardan, transmiten y crean ese almacén de historias que en apenas dos semanas se ha ido enriqueciendo como el río con las lluvias de otoño. “Pues me ha dicho La Mili que por ahí lejos hay una guerra de las gordas y que las bombas podrían llegar hasta aquí”. Ni siquiera a esa noticia atendieron estos hombres de espaldas duras de tierra y sol. “Mira, Milagros, estate bien atenta a lo de las bombas”. “Pues he oído que se están quedando sin soldados, que de tantos como mueren no mandan a las casas ni los restos, tan pocos pedazos quedan”.
El sol del mediodía parece espesar los segundos en la calva del alcalde. Piensa en si no será culpa del patán de su secretario. Desde luego, le llamó hace dos días y le dijo bien claramente que llegaban hoy y a esta hora. Pero este hombre es medio bobo y de él poco se puede esperar. Otro tendría que haber sido su ayudante, pero nadie hay tan sumiso en este pueblo de mala muerte.
Sin embargo, don Braulio atendió y entendió las órdenes de su jefe. La Mili escuchó la llamada. “Llegamos a las dos. Quiero a todos los hombres preparados para que los vean bien. Que se sepa lo que valen. Y que no me hagan un feo, que a gente tan importante no van a conocer.” Y la Mili se encargó de hacer correr la noticia. “Vienen los del gobierno a ver a nuestros hombres”. Rápidamente voló entre las mujeres la voz de “se nos llevan a los maridos y a los hijos”. “Qué vamos a hacer sin ellos”. “Y dicen que todos mueren”. “Y dicen que acaban despedazados”. “Y qué nos importa aquí la guerra esa del alcalde y sus amigotes”. “Pues ni hablar”, “ni por pienso”, “ni que lo pida el papa”. “Y vienen pasado mañana”. “¿Y quién sabe esto?”. “Don Braulio el secretario es el que lo sabe”. “Ése es un bicho”.
Al fin ve movimiento el alcalde al otro lado de una de las ventanas de la plaza. Las cortinas se corren y un rostro se asoma. Era imposible que al menos no hubieran oído el ruido de los coches. De la ventana se asoma una mujer con un pañuelo negro en la cabeza. Abre los cristales y mira fijamente a don Basilio. Los recién llegados vuelven la mirada hacia la ventana. La mujer alza el brazo, parece que fuera a saludar. Pero tiene el puño cerrado y algo guarda en él. Antes de que los visitantes se planteen qué está ocurriendo, un huevo se estampa en la bien planchada camisa del alcalde.
“Llegarán mañana a las dos”, esta vez La Mili no trastocó el contenido del mensaje. La información pasó de mujer a mujer con el mimo de los secretos y los tesoros ocultos. Ningún hombre supo nada, ni mucho menos don Braulio, que, una mañana, cuando caminaba hacia la casa consistorial, se topó con diez mozas bien recias. Todo había sido organizado entre murmullos y miradas certeras, pero sin dejar escapar detalle alguno. Las diez jóvenes que cerraron el paso al secretario eran las más fuertes y habían probado su valía levantando alpacas. Visten de negro y cubren sus cabellos con un pañuelo del mismo color. Sus rostros se muestran tan secos y hieráticos, que a don Braulio le viene a la mente la imagen de la muerte del retablo de la iglesia. “¿Dónde va usted esta mañana, don Braulio”, “pues, mirad, a colgar un bando de una cosa muy importante y a anunciarlo en la plaza”, dice con la voz y las carnes trémulas. Aún con la última palabra colgando del labio, se ve agarrado por innumerables manos. “Usted se viene hoy con nosotras”. Conoce esas caras, pero le parecen otras, como trastocadas por una pesadilla. Calla y mira con sus ojos redondos como los de las vacas. “Y se va a estar calladito hasta mañana”. El hombre nada entiende y aun durante todo el día y la noche que pasa encerrado en el pajar de la Ambrosia sigue sin saber qué está pasando. No osa preguntárselo a esos ángeles negros que llevan horca en vez de guadaña y que se turnan para vigilar su rostro de cera derretida.
Todavía está don Basilio con la cáscara de huevo en la mano y la yema en la camisa, cuando empieza a oír a sus espaldas las mal silenciadas risas de sus acompañantes. Le suenan a crujir de huesos. Quisiera dejarse derretir por el sol o filtrarse como agua en los surcos. Entonces, al otro lado de la plaza, aparece una joven vestida de negro. Conforme se acerca a él, reconoce enseguida los andares titubeantes de Milagros. Aún a cierta distancia, se detiene y le habla a su alcalde alto y despacio: “tengo un recado para usted:”. Lo que faltaba, si la culpa es mía por fiarme de ti, qué se puede esperar de semejante calamidad, piensa don Basilio, antes de escuchar el resto de la frase: “los hombres se quedan”. Antes de que el edil se plantee el significado de estas palabras, antes de que los demás de la comitiva crucen miradas de incomprensión, antes de que el viento vuelva a levantar polvo amarillo, surgen desde todas las calles que dan a la plaza ángeles negros con sus cabellos tapados. No gritan, no cantan, no lanzan vítores, sólo avanzan. Alguien ya echa un paso atrás buscando la puerta del coche, otro busca hueco en las espaldas de los más grandes, hay quien deja caer su cigarrillo de la boca. Pero todos salen huyendo cuando una lluvia de piedras empieza a bombardearlos con el filo de los puñales. Retumban las chapas abolladas de los autos, estallan aristas de cristales, un hueso se rompe en un quejido ahogado. Todos se atropellan, se empujan y pisan buscando el refugio de los coches. El aire se arremolina endiablado. Los ángeles negros parecen legión. Se diría que no tienen rostro. O que todos tienen el mismo. Nada detiene su paso. Al fin empiezan a sonar los motores, las puertas se cierran y una ola de polvo se abalanza sobre las mujeres cuando ven cómo los coches se alejan.
Entonces, don Basilio, acurrucado en un coche, tembloroso como un ternero recién parido, ciego de vergüenza, oye a lo lejos los vítores y vivas con que había soñado durante los últimos días. Alertados por los ruidos, los hombres del pueblo han llegado, pero solamente ven a sus propias mujeres que regresan a sus tareas con el paso de siempre. Entre ellas, La Mili, que parece caminar más decidida que nunca. Poco después, en la plaza, el polvo vuelve a posarse con la calma de las cosas sencillas.

Beatus ille