sábado, 20 de septiembre de 2008

La marcha fúnebre

2008
Primer premio
María del Mar Sancho Sanz
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Mª del Mar Sancho dirigiendo unas palabras durante el acto de clausura

Somos pocos los que recordamos aquel tiempo en que los muertos habían de pagar entierro en cada uno de los pueblos que atravesase su fúnebre comitiva. Teófilo Ferón era un pobre músico y un músico pobre. Lo éramos todos los maestros de la orquestina que amenizaba las tardes de invierno en el café Delicias y las de verano en la pérgola del parque San Martín. Quizás por ello interpretábamos tan sólo melodías en tonalidad mayor, partituras alegres que nos empaparan de júbilo a nosotros y a aquellos que, sin pretenderlo, sorbían nuestra música mientras tomaban café, coñac o refrescos. El domingo anterior a que Teófilo muriera sin razón alguna para hacerlo, habíamos ido todos al Apolo a ver una película de Jorge Negrete. Aquellas canciones en dos por cuatro eran también joviales, aunque la letra historiase sinsabores. Al salir había anochecido y el aire segregaba una humedad melancólica. Nos quedamos callados, como si ya nos lo hubiésemos dicho todo y, a partir de entonces, sólo aquello trascendente mereciera ser pronunciado. Teófilo, que no era de los que tararean y prefería extirpar melodías de su contrabajo, comenzó a cantar recio. “Si muero lejos de ti, que digaaaan que estoy dormido, y que me traigan aquí, que digaaaan que estoy dormido, y que me traigan aquí, México lindo y querido, si muero leeeejos de tí.” Algunas cosas carecen de significado en el momento en que acontecen y, sin embargo, más tarde cobran un sentido crucial e inquebrantable. De ese modo, cuando Teófilo murió entendimos que no podíamos dejarlo en la capital, sepultado en tierra ajena, sino que su anhelo coincidía con el de Jorge Negrete. Nos había hablado de Moraleja del Conejar en las suficientes ocasiones como para que conociéramos su ubicación, su gentilicio, la fecha de la fiesta, los nombres del alcalde y del cura y otros tantos detalles que, antes intrascendentes, cobraban ahora trascendencia. Sus padres eran labradores de un minifundio que ni siquiera les pertenecía. No era difícil percatarse de que no podían costear el regreso del hijo muerto a casa y tampoco viajar ellos hasta la capital para asistir al entierro. Tras examinar detenidamente un mapa y computar que eran veintisiete los pueblos a atravesar y, por lo tanto, veintisiete las costas de entierro a satisfacer, decidimos realizar una colecta entre los componentes de la orquestina. Sobraban voluntades pero ninguno de nosotros era pudiente y el total recaudado alcanzaba apenas para pagar lo correspondiente a tres poblaciones. Hubiéramos podido tocar extraordinariamente en algún bautizo, boda, verbena o acompañar con marchas fúnebres algún entierro para recabar los fondos precisos, pero la situación no podía demorarse ni un día solo y todas las soluciones prestas que supimos idear fueron un tanto heterodoxas. Entre ellas triunfó la propuesta de Benedicto López, violonchelo segundo, que tenía un primo conductor de ambulancias quien, a cambio del montante de la colecta, estaría sin dudarlo dispuesto a transportar a Teófilo hasta Moraleja del Conejar como si solamente estuviese enfermo. Rebuscamos en su armario y, como no logramos encontrar otro porque acaso no lo tenía, lo amortajamos con el traje blanco de los conciertos. Antes de que partiera risueñamente tendido en la ambulancia, le interpretamos un rondó rápido a modo de despedida. Nos habíamos ofrecido voluntarios para acompañarlo Benedicto, por compartir conversación con su primo, y yo porque, sin haber sido más próximo a Teófilo de lo que fueron los demás, creía fervoroso en la letra de las canciones de Jorge Negrete. Al terminarse la ciudad la carretera bifurcaba campos resecos, tiznados por la tristeza ocre de principios del otoño. Aún hacía calor y el silencio se iba haciendo denso en el asiento delantero de la ambulancia donde viajábamos los tres abstenidos de hablar por no quebrantar tan respetuosa calma. Habíamos atravesado ya varios valles y seis pueblos cuando el primo de Benedicto rompió el luto con una blasfemia. Un hilo fino de humo escapaba por la rendija del capó y ascendía alborozado. Detuvo la ambulancia y se precipitó al exterior donde, al abrir la cubierta del motor, una nube vaporosa ensombreció la feliz consecución de nuestro propósito. Todos los intentos de reparación fueron en vano, desde los iniciales del primo que aparentaba cierta pericia hasta los desesperados de Benedicto y míos que tan sólo éramos capaces de recomponer las cuerdas rotas de nuestros instrumentos. Avanzaba hacia nosotros, aún pequeño por la distancia, un pastor seguido de su rebaño de ovejas con el propósito aparente de mitigar su tedio con nuestro humeante incidente. El primo, que era un hombre prudente y por ello propicio para el encargo, nos apremió a subir a la ambulancia y arrancó con el capó entreabierto dejando, a escasísima velocidad, un fastuoso rastro de humo y al pastor sorprendido. Esforzadamente logramos alcanzar el siguiente pueblo y allí la herrería, que era lo más afín a un taller mecánico con que contaba el lugar. Transportar a un hombre gravemente enfermo fue motivo suficiente para que el herrero y otros tantos aldeanos se emplearan afanosos en la recomposición del vehículo y, cuando se evidenció que no había remedio posible, muchos de ellos ofrecieron sus carros y caballerías para acarrear al enfermo hasta la cabeza de comarca donde existía un hospital. Estábamos empeñados en negativas cada vez más temblorosas cuando se personó el farmacéutico con el cometido de asistir al enfermo y, sin que fuésemos capaces de impedirlo, el gentío que se había ido congregando desde nuestra llegada, abrió el portón haciendo que la luz entrase violenta en el interior de la ambulancia. Teófilo se quedó inmóvil, riguroso, lívido, observado por aquellas gentes que no lo conocían pero aún así diagnosticaron al instante que había muerto. Nada pudimos hacer para evitar que lo condujeran al depósito de cadáveres, improvisaran un velatorio y principiaran a organizar todo aquello preciso para darle al día siguiente cristiana sepultura. Si había carecido de sentido enterrar a Teófilo Ferón en la capital, más insensato aún resultaba dejarlo en aquel pueblo del que él no habría conocido posiblemente ni el nombre. Benedicto y yo estuvimos de acuerdo. Su primo podía quedarse hasta que solucionara la avería de la ambulancia pero nosotros compraríamos un carretón y esa noche sacaríamos a Teófilo del depósito. Nos acomodamos en la fonda y, cuando faltaba poco para amanecer, llevándonos una sábana tomamos el camino del cementerio. El sepulturero era un hombre plácido, de aspecto ingenuo, que velaba en solitario a Teófilo en una pequeña sala adyacente a la que era su morada en la entrada al camposanto. Me cubrí con la sábana y comencé a dar alaridos hasta que el hombre, extrañado, salió a averiguar qué sucedía. Armonicé entonces los gritos con una danza espeluznante que logró atemorizarle hasta el punto de llevarlo a refugiarse en su casa y echar los cerrojos. Cuando complacido por mi interpretación, en buena parte musical, alcancé el carretón, Benedicto ya había recostado a Teófilo sobre la paja y me aguardaba en el pescante dispuesto a partir. El trayecto hasta la población principal de la que nos habían hablado fue lento pero apacible. Junto al hospital habían mencionado la existencia de una estación de tren que nos ofrecía la ocasión, más expuesta pero veloz, de llegar hasta las proximidades de Moraleja del Conejar en apenas unas horas. Compramos tres billetes y unas gafas oscuras de ciego que procurasen justificar la torpeza en los movimientos de nuestro compañero músico. El ascenso al vagón resultó dificultoso pero, una vez acomodados en el compartimento, el viaje se tornó tan placentero que hasta me pareció percibir una tenue sonrisa en el rostro de Teófilo. La percusión monótona del ferrocarril insinuaba melodías que habitualmente interpretábamos, a veces entusiasmados, a veces desidiosos, en las tardes de café. El paisaje fugaz, la perseverancia de las catenarias, el cielo idéntico y los desasosiegos nos hicieron caer dormidos. Abrí los ojos ante la insistencia desatendida del revisor, que zarandeaba un brazo a Teófilo en la intención de despertarle para ver nuestros billetes. Se los proporcioné y, sin malicia alguna, me advirtió que mi amigo estaba pálido, casi cadavérico, posiblemente mareado por el traqueteo del tren. Resté importancia a su opinión revelándole que aquel señor tenía tan deplorable aspecto no por el mareo, sino por la embriaguez y añadí que, en contra de su voluntad y obligado por razones de honor, regresaba a su pueblo para casarse con la muchacha menos agraciada de los contornos. Le divirtió la explicación y con una risa gutural prosiguió su trabajo por el resto del vagón. Desde entonces el recorrido fue sosegado, tan sólo la tentativa de conversación por parte de una mujer vestida de alivio de luto empeñada en que el rostro de Teófilo le era familiar y la impertinencia de un perro olisqueando el cuerpo del contrabajista perturbaron nuestro propósito de pasar desapercibidos. Al arribar al fin a la estación, el revisor se prestó solícito a ayudarnos para descender a nuestro desdichado amigo y, una vez en el andén, le propició unas palmadas de ánimo en la espalda y nos deseó que, al menos, disfrutásemos de la boda. Moraleja del Conejar era el siguiente pueblo. El dinero de la colecta estaba ya en los bolsillos del primo de Benedicto y habíamos agotado nuestros escuálidos ahorros entre la fonda, el carretón y los billetes para el tren. No habíamos comido en todo el día ni atisbábamos la posibilidad de hacerlo. Menos aún podíamos costear un transporte por humilde que fuera hasta la población vecina y, conscientes de ello, alzamos a Teófilo uno por cada lado y comenzamos a caminar por la carretera. Habríamos avanzado apenas un kilómetro cuando nos alcanzó una camioneta con un melón toscamente dibujado en su portón de atrás. El vehículo se detuvo y el melonero, un hombre orondo de camiseta sucia, nos incitó a subir sin preguntar hacia dónde íbamos. No se extrañó del estado de Teófilo y, una vez acomodados los tres entre los melones, nos dijo que se dirigía a Moraleja y, si no nos complacía el lugar, recorrería después otros cinco pueblos más. Agradecimos su benevolencia y, mientras nos maullaban los estómagos estimulados por el olor dulzón de la fruta, la camioneta conquistaba nuevas tierras más resecas cada vez. Frenó bruscamente, haciendo rodar delirantes todos los melones, y a través de la diminuta ventanilla distinguimos a dos hombres con los rostros cubiertos y las manos armadas. Nos hicieron descender y, maldiciendo la falta de destreza de Teófilo, dispararon a uno de los melones que se había deslizado hasta el suelo. El fruto saltó en pedazos jugosos y su vientre de pepitas se esparció sobre todos nosotros. Cuando partieron con la camioneta y su melosa carga dejándonos a un costado de la carretera, el melonero rompió a llorar inconsolablemente como lo hacen los niños. Alzamos a Teófilo y reanudamos la caminata acompañados del gimiente vendedor que detuvo su congoja para preguntarnos qué le sucedía al amigo ciego. Una vez que le hubimos aclarado que había muerto y por ello regresaba a su casa, reanudó el llanto adornado con agudos hipos hasta que, cierto tiempo después, divisó a lo lejos un carromato que avanzaba en nuestra dirección. Tenía un aspecto marchito, repintado de azulón y con unas cortinas rosas rematadas por puntillas en todas sus ventanas. Lo guiaban dos bueyes cansinos azuzados por un hombre anguloso de cabellos abrillantados y, cuando estuvo prudentemente cerca, el melonero partió corriendo a su encuentro. No le fue difícil convencer al cíngaro para que nos permitiese unirnos a la nutrida comitiva que viajaba en el carromato. Una vez en su colorido interior, la mujer de mayor edad, desde cuyo pañuelo pendían pequeñas monedas sobre su frente, colocó unos cojines abigarrados bajo la cabeza de Teófilo en la argumentación de que la muerte debiera ser más cómoda que la vida. Recorrían la región proyectando cine y exhibiendo en el intermedio de las películas leves números malabares. Apuntando los enormes rollos recostados en un rincón, uno de los muchachos demasiado joven para lucir tan retocado bigote, nos relató, por si estuviésemos interesados en asistir a la función, que esos días echaban un filme de Jorge Negrete. Benedicto y yo nos miramos presumiendo que tal coincidencia garantizaba el logro de nuestro cometido y dos horas después entramos triunfantes en Moraleja del Conejar. El carromato se adentró hasta la plaza mayor donde descendimos con los cuerpos anquilosados y las almas dichosas. Recostamos a Teófilo junto a una fuente cuyas aguas manaban a través de numerosos caños canturreando una melodía prodigiosa. Dos ancianos que se hallaban sentados en una poyata de piedra frente al último sol, tras murmurar conjeturando, se levantaron llegándose hasta nosotros para indagar por qué Teófilo, el hijo de la señora Felipa, yacía junto a la fuente tan elegantemente ataviado. Argumentamos la historia una vez más y les rogamos que nos indicasen como llegar hasta la casa de esa señora Felipa. Se hallaba en la parte alta del pueblo, aledaña a la iglesia, y, en el transitar esforzado sustentando al muerto con nuestros desnutridos brazos, fueron sumándosenos numerosos lugareños hasta formar una peculiar procesión. El trayecto era lo suficientemente largo o nosotros lo recorríamos tan reverentemente lentos como para que se unieran a la comitiva varias plañideras y el cura párroco quien, ejerciendo de anunciador de la noticia, fue el primero en expresar su pésame a los sorprendidos padres. Contribuimos en todos aquellos menesteres que la ocasión requería y, al caer la noche, mientras la madre teñía de negro en una olla el traje de Teófilo, nos sirvió unas lentejas que nos produjeron un contento inapropiado. No teniendo donde dormir decidimos ir al cine y, a la mañana siguiente, ojerosos y satisfechos por haber cumplido nuestro propósito y, con él, la última voluntad de Teófilo, resolvimos emprender el viaje de retorno. Antes de partir, con un violonchelo descascarillado y un violín de tres cuerdas prestados por los cíngaros, interpretamos varias melodías desusadamente alegres durante el funeral. A su fin el bobo del pueblo aplaudió con entusiasmo y el cortejo partió presto, como si el viaje no hubiese finalizado aún, por el amarillento camino que llevaba al cementerio.

La bella Ponce

2008
2º premio
Francisca Muñoz Sastre

Rosa La Bella Ponce era la alegría de la calle Obispo. Cada mañana, cuando la gente ya había olvidado el calorcito de la almohada, Rosa La Bella Ponce salía al balcón de su pisito para regar los geranios, y aunque el cielo de su Habana Vieja amenazara con sacudir la ciudad, ella nunca faltaba a su ritual.

-¿Cómo se encuentra hoy mi Comandante? – le decía a su tomeguín de pelaje rojo y pico amarillo, cuyo color se encendía más al notar cercana a la jaula la mano de su ama.

Después canturreaba algún ritmo salsero y movía su cuerpo al mismo son, mirando de reojo al quiosquero de enfrente, que le había robado el corazoncito. Le veía cada mañana salir del portal de la iglesia para abrir su puesto solo unos metros más allá. No sabía a ciencia cierta cuando empezó a interesarse por Sabino Lima, aunque debía haber sucedido hacía algunas semanas, pues pese a que el invierno ya tocaba a la puerta, Rosa La Bella Ponce salía al balconcito ligerita de ropa para captar la atención de aquel cubano escondido tras un diario.
Una vez estuvo a punto de gritarle algo para que la mirara, pero a penas si tuvo tiempo de echarse atrás, no fuera que aquel hombre de la guayabera color marfil se asustara. Algún día incluso se aventuraba a pararse frente al quiosco, y ante la anodina mirada de Sabino Lima tras unas lentes que debieron de pertenecer a algún familiar lejano, se servía dos o tres diarios, hasta el Granma Internacional, porque no quería ni imaginar que la tomara por una cualquiera.
Cuando se despedía de él y cruzaba la calle hacia su portal, se giraba después de dar varios pasos y le sorprendía mirando por encima de las gafas el contoneo de sus espléndidas caderas.

De tantas preguntas que hizo por el barrio supo que la melancolía que embargaba a aquel hombre era causada por la muerte de su esposa al dar a luz a su único hijo. Pero su bebito sólo aguantó seis días más. Sabino Lima, que había gastado de tanto besarla la medallita de la Virgen de la Caridad del Cobre, había caído en una depresión. Y, doliéndole cómo le dolía la muerte de su esposa, se lamentaba aún más de que la madre y el bebito ni siquiera estuvieran juntos, porque sin haber tenido tiempo de bautizar al crío, le había dado pasaporte directo para el limbo.
La Bella Ponce estuvo tentada un día que se había levantado con cara de mala noche, a seguir sus pasos cuando se adentró en la iglesia, pero se contuvo como si la fuerza de los orishas la hubieran hecho retroceder.

Una mañana, después del consabido repaso a los geranios y al tomeguín, Rosa La Bella Ponce decidió echar el resto y, ataviada con una bata de dibujos chinos, bajó al quiosco provista del desayuno para aquel hombre desganado.

-Sabino, deje el periódico a un lado y coma un poco – le dijo. Acercó un taburete para sentarse junto a él y le puso sobre las rodillas el plato con las rodajas de pan para que las mojara en el café con leche – los diarios nunca nos dicen lo que pasa y además, en esa guayabera ya caben dos Sabinos de lado.

Y Sabino Lima sonreía mientras sorbía el café con leche. Ella pensaba que su cara se sonrojaba por la calentura del café, pero en realidad lo que no imaginaba era el calambrazo que sentía aquel hombre cada vez que ella le rozaba con sus rodillas desnudas.

No pasaban más de dos días seguidos sin que Rosa La Bella Ponce bajara para hacer compañía a Sabino Lima. Sentaditos en el portal del quiosco, hablaban de cosas banales, o simplemente evitaban sus miradas, dirigiendo la vista hacia el tomeguín que cantaba alegre en el balcón. Ajena a los rumores que circulaban entre las paredes de la calle Obispo, ella decidió tomar la iniciativa.

-Sabino, ¿sabe usted que lo que más me alegra el alma es bailar?-lo había dicho como quien no quiere la cosa

El no decía nada, solo sonreía.

-Este sábado toca un grupo nuevo en el Salón Rosado de la Tropical – Le había salido de sopetón, esperando lo peor
-Si, lo vi anunciado en el Cuba Free Press – dijo Sabino
-No me lo perdería por nada del mundo

Y después de casi una hora de diálogo, ella le convenció.

Aquel sábado pasaron una velada muy agradable, aunque sin moverse de la silla, y pese a que Sabino Lima decía que todavía guardaba luto, la vista se le iba cada vez que algún cubanito sacaba a bailar a Rosa La Bella Ponce, y se quedaba hipnotizado mirando los dibujos chinos del vestido de aquella mulata.

Tras el tercer daiquiri le contó su obsesión por el limbo, y lo triste que se sentía porque ni siquiera podría reencontrarse con su hijo al morir.

-Eso del limbo debería ser una guardería en el Cielo, con su horario de visitas

Y a pesar de lo serio de la conversación, el cubano de la guayabera no podía reprimir una sonrisa al escuchar las ocurrencias de aquella mujer.
De regreso a su Habana Vieja, Sabino casi le robó un beso, pero se echó atrás en el último momento. Rosa La Bella Ponce lo entendió, aunque sólo le hubiera faltado un daiquiri más para meterse en la guayabera de aquel hombre y hacerle tocar el cielo en la oscuridad del portal.

Tan absorta había estado Rosa La Bella Ponce con los últimos acontecimientos, que no se dio cuenta de que el invierno ya se había instalado en una esquina de su salón, pillándole tan baja de defensas que agarró tal catarro que la tuvo en cama más tiempo del que podía recordar.

Sabino Lima se reencontró con su depresión al contemplar desde el quiosco los geranios mustios y que el Comandante ya no era tan rojo como antes, incluso había dejado de cantar.
Llegó a pensar lo peor, y dando por sentado que hubiera sido demasiado perfecto que aquel monumento se hubiera fijado en él, decidió cerrar el quiosco y marcharse por la puerta de atrás.

La calle Obispo vivió aletargada hasta que Rosa La Bella Ponce, aunque con una sensible pérdida de peso, apareció un día en el portal.
Se quedó de una pieza de pie frente al quiosco cerrado, con su vestido de dibujos chinos meciéndose por la suave brisa que atravesaba toda la calle. Y sintió mucho frío, más del que hacía aquella mañana.
En el suelo, el paquete de periódicos del día anterior atados con un cordel morado. La noticia de la portada arrancó una sonrisa a Rosa La Bella Ponce. ¡Maldita sea la gracia! pensó.
El Papa había decidido echar el cerrojo al limbo y confiar a todos sus moradores a la misericordia de Dios.