domingo, 24 de julio de 2016

Los hijos que nunca tuve

2016 XIII Edición

Tíulo:
Los hijos que nunca tuve

Autora:
Rocío Díaz Gómez

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada.
La frase salió de mi boca envuelta en una triste sonrisa. Era parte de un juego. Un juego entre amigas. Esa vez un juego de palabras. ¿Por qué nos gustarían ya tanto? Hacíamos malabarismos con cualquier palabra, la echábamos al aire, la hacíamos girar delante de nuestros risueños ojos, buscando que nos ofreciera sus distintos significados, sus múltiples posibilidades, antes de caer en la aplastante realidad que la obligaba a concretarse en uno solo de esos posibles significados.

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada.

La primera vez que dije esa frase lo cierto es que no fue exactamente así. Aquella primera vez en mi oración, la gramatical y la religiosa, era otro el sujeto y el número, otro el tiempo verbal y el significado. Aquella primera vez yo hablaba desde un rotundo y feliz singular. Como solo se puede hablar desde el púlpito de la adolescencia. Aún existía un futuro apasionante al alcance de los dedos, muy cerca, nada más torcer la esquina de aquella vida que estaba casi comenzando. “Los hijos que tendré nacerán de madrugada” dije en realidad cuando fue mi turno, anudando fuerte la frase a una sonrisa de satisfacción. De pronto mis amigas se quedaron calladas pensando ¿Por qué? Hasta que rápidamente cayeron en la cuenta: ¡Claro! Gritaron las dos al unísono mientras estiraban las palmas de sus manos para que las chocáramos en el aire.

Aquel día el juego consistía en terminar la frase “Los hijos que tendré…” relacionándola de alguna forma con nuestro nombre. Mi amiga Belén había sido la primera en jugar: “Los hijos que tendré nacerán en Navidad” había dicho sin pensar. Belén era rápida de mente y guapa, era juiciosa y sensata, la más seria y formal de las tres. La hija ejemplar, sin duda. Después llegó mi turno. De forma rotunda dije: “Los hijos que tendré nacerán de madrugada”. Porque si de algo yo estaba segura era de que tendría hijos sí o sí ¿cómo no los iba a tener? Y desde luego los tendría de madrugada, ¿¡cómo si no!? cuando mi nombre era Aurora. Quedaba por jugar mi amiga Celia. La verdad es que con aquel nombre lo tenía difícil la pobre. Pero Celia era ingeniosa y alegre; Celia, por más dificultades que la vida le presentara, sabría cómo buscarle las cosquillas. Era ese su modo de enfrentarse a la vida, doblegándola a risas. Y retándonos con sus enormes ojos lo soltó: “Los hijos que tendré serán celiacos”. Tres carcajadas salieron de nuestras bocas y chocaron en el aire antes de que lo lograran las palmas de nuestras manos. Mi querida Celia y sus pequeños celiacos.

Con el tiempo la vida se nos mostró incluso más juguetona que nosotras, que habíamos jugado tanto. 

Curso a curso nos fue sumando años y restándonos risas. Año tras año fue curvando el perfil de nuestro cuerpo y el de nuestro destino, mientras nos daba y quitaba hijos a su cruel antojo. Sin embargo siempre en algún recodo, en alguna de sus caleidoscópicas caras, terminó por darnos la razón.

“Los hijos que tendré nacerán en Navidad” había dicho Belén. Y la niña de mi amiga nació una Navidad, la única que recuerdo que nevara en nuestra ciudad. Año de nieves, año de bienes dijo su madre en aquella habitación donde acudimos a conocerla. Tanto en la vida como en los juegos, Belén siempre fue la primera. La hija ejemplar iba haciendo las cosas como las hicieron nuestras madres. 

Cómo nos habían enseñado qué se debía hacer. Un día conocerás un buen chico, te enamorarás, te ennoviarás, te casarás y estallarás en felicidad con el nacimiento de aquella niña que, no podía ser de otra forma, nacía en navidad. Si colocabas cada uno de esos ingredientes, en ese orden y en las cantidades oportunas, tendrás la receta de la felicidad. Belén parecía haberlo hecho bien. La hija ejemplar parecía ser la esposa ejemplar y estaba dispuesta a ser la madre ejemplar. Y es verdad que su hija fue un bebé rollizo y sonrosado que no dio una mala noche. También lo es que después se convertiría en una niña estudiosa, responsable y silenciosa. Tan ideal que Belén no quiso más hijos, porque sería difícil, casi imposible, que fueran a ser mejores que su niña perfecta.

“Los hijos que tendré nacerán de madrugada” había dicho yo aquel lejano día. “Los hijos que tendremos nacerán de madrugada” diría yo algunos años después a los ojos que me miraban desde el otro lado de mi almohada. Sin darme cuenta, la vida y yo misma íbamos cambiando mi frase, cambiaba el número y cambiaba el verbo, cambiaba el tiempo y el significado. Porque ya no lo decía desde un rotundo y feliz singular. Porque yo nunca fui la hija ejemplar. Yo no era sensata ni juiciosa. Yo pensaba poco y sentía mucho. Sentía mucho desde un “nosotros”. “Los hijos que tendremos nacerán de madrugada” musitaba yo con determinación a los ojos que me miraban desde el otro lado de mi almohada, mientras intentaba templar los fríos pies que acababan de llegar de la calle, que se acababan de descalzar, frotándolos entre los míos desnudos. “De madrugada” repetía yo, subrayando la segunda parte de aquella frase. La segunda parte. Esa que era mía y solo mía. De Aurora. “Di mi nombre” le pedía mientras pegaba mi caliente piel a la suya que aún estaba fresca, que aún olía a la madrugada lluviosa que acababa de mojarle. El dueño de los ojos que me miraban desde el otro lado de mi almohada tampoco pensaba, solo quería sentir, y pegaba sus labios a los míos, acallando mis palabras con sus besos, mientras se apretaba a mí buscando compartir un par de horas el calor que sabía, sabía de verbo conocer, sabía de sabor, bajo mis sabanas. Ese calor que no debía saber, no sé en cual de los dos significados, en su propia casa. Si yo no estaba siguiendo la receta de la felicidad en orden y paso a paso: “Un día conocerás un buen chico, te enamorarás, te ennoviarás, te casarás y…” ¿Cómo podía esperar ser feliz? Me preguntaría algún día.

“Los hijos que tendré serán celiacos” había dicho mi amiga Celia aquel día justo antes de que nuestras risas chocaran en el aire antes que las palmas de nuestras manos. Belén había seguido la receta de la felicidad a pies juntillas y yo me la estaba saltando con los ojos cerrados. En el término medio estaba Celia que, bien es cierto, lo intentó. Claro que lo intentó. Y conoció a un buen chico, y se enamoró, se ennovió, se casó y tuvo a su primer niño. “No veáis lo que ha pasado” nos dijo con cara de circunstancias a Belén y a mí una tarde. ¿Qué? Preguntamos las dos con un nudo de preocupación en el estómago de verla tan seria, ella siempre tan sonriente. ¿¡Qué!? La apremiamos dos minutos más tarde porque tragando saliva no nos contestaba. Nos miró despacio, muy seria, hasta que ya no pudo más y estalló en una carcajada ¡Que resulta que es celiaco! Gritó señalando al pequeño, su pequeño cómplice, que de ver a su madre tan alegre también rompió a reír. La vida juguetona, aunque solo fuera en eso, también le daba la razón.

“Los hijos que tendré nacerán en Navidad” había dicho Belén. Y la niña de mi amiga nació una Navidad, la única que recuerdo que nevara en nuestra ciudad. Año de nieves, año de bienes dijo su madre en aquella habitación donde acudimos a conocerla. Tanto en la vida como en los juegos, Belén siempre fue la primera. “Tú sacas” pareció soplarle la vida también cuando tocaron malas cartas. Su niña estudiosa y responsable, su niña silenciosa y perfecta también se fue en Navidad. La navidad de sus veinte años. Nunca nadie supo por qué aquella jovencita tan guapa como su madre, tan sensata, decidió que no quería vivir más. El por qué planificó todo con tanto detalle, en definitiva tan bien, como lo había hecho todo en su vida. Cuando la encontraron ya no se puedo hacer nada. Belén que había sido la madre perfecta no se explicaba cual había sido el ingrediente que faltaba, qué cantidad de qué, cuándo, dónde falló la maldita, maldita y maldita receta de la felicidad. Y quiso morir también.

“Los hijos que no tuvimos habrían nacido de madrugada” me dije entre lágrimas la primera noche que sus ojos me faltaron al otro lado de mi almohada. Nuestra gran historia de cortos momentos terminó el día que la hiedra de la pena comenzó a trepar por los muros de su casa. Cómo iba a dejar a su mujer rota de dolor para venir conmigo. Su mujer que parecía la esposa perfecta pero yo sabía que no lo era. Su mujer a quién su niña perfecta se le había matado. Su mujer, mi amiga Belén, siempre amiga. Fuimos cayendo cómo las fichas de un desgraciado dominó. Aquella absurda muerte también mató todo lo bueno que había entre nosotros: el contacto de nuestra piel, ese sabor, ese tacto, ese latido que palpitaba bajo el mundo, y crecía y arrasaba con tanta fuerza que conseguía que un par de horas valieran más que el resto del día. Esas sensaciones, esa forma de amar que no estaba encorsetada por ninguna receta mágica de felicidad. El musgo de la culpa colándose entre la pena, ese musgo húmedo y corrosivo fue creciendo y creciendo anegándolo todo.

“Los hijos que tendré serán celiacos” había dicho mi amiga Celia aquel día justo antes de que nuestras risas chocaran en el aire antes que las palmas de nuestras manos. Belén había seguido la receta de la felicidad a pies juntillas, paso a paso, cómo es debido. Yo me la había saltado con los ojos cerrados, los oídos tapados y el corazón desnudo. En el término medio estaba Celia, que la verdad es que lo intentó, claro que lo intentó. Y no una, sino varias veces. Porque fueron varias las veces que se enamoró, que se emparejó y se casó. Paso a paso. Pero también las mismas veces, maldita receta, fueron las que después se separó. Aunque eso sí, en cada una de esas estalló la felicidad, se selló la felicidad, con el nacimiento de un niño. Un cómplice risueño que siempre fue celiaco. Cómo no podía ser de otra manera.

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada.

La frase salió de mi boca, casi de forma automática, y envuelta en una sonrisa. Una de esas tristes sonrisas que te deja el paso el tiempo. Pero sonrisa sanadora al fin y al cabo. Allí estábamos las tres amigas. Amigas por encima de todo y de todos. Por encima de la vida y sus amores, por encima de las desgracias y las culpas. La vida le quitó a Belén lo que más quiso en el mundo, su niña. A mí me quitó, no al único amor de mi vida, pero sí al único con el que hubiera tenido hijos. Y a Celia, a mi querida Celia le quitó las ganas de volver a intentar la receta de la felicidad.

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada. La vida va cambiando el número y el verbo, el tiempo verbal y el significado de las frases. Pero siguen existiendo las amigas. Siguen existiendo las palabras. Y los juegos. Solo hay que esperar a que nos toque sacar y aprovechar nuestro turno hasta exprimirlo.