lunes, 24 de julio de 2017

Gorda

XIV Edición 2017

Título: Gorda

Autor/a: Elisenda Hernández Janés

GORDA Por Eli

A través de la ventana del coche, la mirada de Eva vagaba por las calles de su ciudad.
Un sol triste caía con languidez sobre los transeúntes y los envolvía en una en soñada bruma de destellos dorados.

Qué hermosos se les veía así, tras los cristales, paseando risueños por ese otoño de tonos cobrizos. Qué bonito debía de ser andar por la vida como ellos, alejados de inseguridades y hospitales, con el palpitar de un corazón vigoroso y el brillo en sus miradas que enfocaban siempre al frente. Qué gráciles serían sus gestos al avanzar por bulliciosas avenidas, montar en bicicleta con las mejillas enrojecidas, sentarse a leer en los bancos de las plazas coronadas por fuentes de aguas frías. Qué felicidad adivinar tras cada esquina un puñado de posibilidades y dulces misterios. Cuánto habría deseado ser como ellos, y tatarear estribillos de amores primaverales, distraerse mirando al cielo en
cada semáforo y reconocer en los escaparates su reflejo sonriente.

Algún día, se dijo. Pronto, muy pronto.

Desvió su atención hacia el espejo retrovisor y la mirada de su madre la devolvió a su amarga realidad. Enterrados bajo las hinchadas sombras del cansancio, sus ojos hablaban en silencio. Contaban una triste historia: la de su hija enferma que la mataba a disgustos, la de las noches de insomnio sobre almohadas empapadas de lágrimas, la de los días perdidos en consultas de hombres vestidos de blanca frialdad.

Eran unos ojos extraños, marchitos, unos ojos vacíos y, a la vez, llenos de reproches. Unos ojos en los que no quedaba rastro de la mujer que había sido: esa madre alegre que le daba la mano en las calles de su infancia o la llevaba al cine los domingos por la tarde. Aquella mujer había dejado de existir y una anciana paranoica había ocupado su lugar. Una que jamás la ayudaría, una que jamás lograría entenderla.

Una nube de culpabilidad nubló los contornos y los colores hasta ofrecerle tan solo una imagen borrosa del día. Una culpabilidad ácida que nacía en su estómago y subía por su esófago hasta escocerle en la garganta. Murmuraba insinuaciones terribles que la apuntaban a ella como la única responsable de la muerte de aquella madre feliz que un día tuvo. Que la acusaban de haberla despojado de todas sus fuerzas hasta arrastrarla a aquella horrible realidad: la de los ojos marchitos, la de la baja laboral para cuidar de esa hija que le daba la espalda, la de las deudas a fin de mes para pagar terapias y tratamientos que de nada servían. Pero no, no iba a permitirlo, se dijo secándose las lágrimas con brusquedad. Se negaba a asumir semejante responsabilidad.

Al fin y al cabo era su cuerpo, era su vida, podía disponer de ellos como le viniera en gana. Al fin y al cabo, ella no tenía la culpa de que su madre fuera una histérica, y que aquel ejército de batas blancas por el que se dejaba manipular necesitara justificar su sueldo a base de mentiras.

Huyó de esa mirada inyectada en recriminaciones y se refugió de nuevo en la contemplación de la vida en la ciudad. Posó su atención en una pareja de jóvenes que andaban de la mano por la acera enfrascados en una alegre conversación. Ambos eran altos y esbeltos y vestían con una sencillez elegante. Avanzaban a paso tranquilo pero seguro, envueltos en una arrebatadora aura de salud y lozanía. Sus movimientos se fundían en una dulce cadencia, se sincronizaban unos con otros con armonía y perfilaban de manera espontánea una hermosa melodía de gestos y miradas.

Ella hablaba con jovial acaloramiento, él la escuchaba con una sonrisa cómplice.

¿De qué hablarían? Tal vez de viajes, libros, conciertos y cosas felices. Tal vez por las noches verían películas antiguas y dejarían vagar sus miradas por los cielos salpicados de estrellas, y se sentirían insignificantes pero también inmensos, y se maravillarían de poder compartir con el otro aquella sensación única y a la vez universal. Tal vez escucharían música y bailarían sus canciones favoritas y sus cuerpos se fundirían en un torbellino de pasos y risas que les haría invencibles. Sus sueños apuntarían a lo más alto, sus cabellos olerían a champú de frutas y a agua de colonia.
Algún día, se dijo. Pronto, muy pronto…

De repente, la pareja se echó a reír, y sus carcajadas serpentearon en el atardecer hasta abofetearle el rostro. Se trataba de una risa perversa que se burlaba de ella, que se regodeaba en su desgracia. Porque ella jamás podría reír así, con la despreocupación del que se siente bien con uno mismo y no le importa el qué dirán. Porque ella jamás encontraría a nadie que la mirara de esa manera, como si fuera algo único, hermoso y delicado. Porque estaba condenada a vivir en soledad, a cargar para siempre con ese cuerpo deforme incapaz de marcar el camino, sentenciado a tropezar una y otra vez en su particular infierno de miedos y sombras. Porque sus movimientos jamás serían gráciles, ni su figura estilizada, ni su paso firme como el de aquella pareja feliz.

Una lágrima ardió en sus mejillas. ¿Y por qué no podía ser como ellos?, bramó para sus adentros en un arrebato de rabia. Sí que podía, claro que sí.

También ella podía sonreír frente al espejo, pasear con alegres zancadas, respirar hondo y sentirse fuerte, joven e invencible. También ella podía enfundarse en un cuerpo que despertara admiraciones y cumplidos. También ella podía reír escandalosamente por las calles de la ciudad, y dejarse embriagar por un romanticismo exaltado y amar, amar con locura y ser correspondida con la misma enloquecida intensidad.

Estaba en su mano, dependía únicamente de ella.
Sólo tenía que perder los quilos que le sobraban.
Era tan sencillo como eso. No bastaba nada más.

Entonces, todo cambiaría. Resurgiría la confianza durante tanto tiempo enterrada bajo las capas de su flaccidez. Tomaría las riendas de su vida. Se despediría de médicos y loqueros que fingían ayudarla mientras conspiraban a sus espaldas. Recuperaría la capacidad de concentrarse y no tendría que repetir curso ni soportar la compasión de compañeros y profesores. Atrás quedaría la humillación, las ropas vulgares, el eterno apelmazamiento de sus gestos. Jordi se fijaría en ella y ella sería capaz de sostenerle la mirada sin sentirse avergonzada e insignificante. Se querrían y pasearían de la mano
como esa pareja, con todo un futuro por delante y las miradas llenas de sueños en común. Volvería a estar de buen humor, a escuchar el sonido de su risa, a silbar en un día de sol. Se acabaría la vergüenza y el dolor cada vez que el espejo le devolviera el reflejo de su imagen.

La llave de la felicidad estaba muy cerca, al alcance de su mano.
Bastaba con un último sacrificio final.

Perder otros quince kilos. Tal vez ni siquiera tantos. Diez kilos menos y su vida sería exactamente tal y como quería.

Alentada por ese pensamiento, sus labios dibujaron una frágil sonrisa. Aquella semana se había portado bien. Ya quedaba menos, ya tenía que quedar menos. Bajó la vista hacia los faldones de su camiseta y se los subió para contemplar su cuerpo una vez más. Su realidad la golpeó con brutalidad hasta dejarla encogida y temblorosa. Por unos momentos no fue ni capaz de moverse, inutilizada por el dolor, sintiéndose enferma de tristeza. Poco a poco recuperó su capacidad de reacción y tomó plena conciencia del asco, de la repugnancia que le inspiraba aquella visión. Ciega de rabia, se llevó las manos a la barriga y trató de arrancar con ellas la grasa como si su cuerpo fuera una figura de barro que pudiera modelar a su antojo. Tan solo consiguió hacerse daño y dejar un rastro de marcas rojas sobre su piel. Pero a quién quería engañar, se dijo, sintiendo el ardor de nuevas lágrimas abrirse paso por sus mejillas. Seguía gorda, seguía asquerosa.

De nada había servido el ayuno, ni los mareos, ni los vómitos, ni las mentiras.
De nada habían servido las excusas, ni los escondites, ni los laxantes, ni las promesas.

Todo había sido inútil. Seguía gorda, seguía asquerosa, como siempre, como nunca había dejado de estar.

Un ramalazo de odio empañó su mirada. Era una gorda, una débil, una inútil. Se odiaba, se aborrecía, no podía soportarse. Alzó de nuevo la vista hacia el retrovisor y los ojos muertos de su madre no despertaron resquicio alguno de compasión esta vez. La odiaba también, con todas sus fuerzas, la detestaba como no había detestado a nadie antes: por negarse a ayudarla, por impedirle cumplir su sueño, por condenarla a la deformidad, al esperpento, a la eterna desgracia.

Mareada con la intensidad de su rencor, tardó en reconocer tras su mirada ahogada en lágrimas el horror de ese familiar escenario. El coche se detuvo y su cuerpo se estremeció al sentir tan cercano su tormento. Una ráfaga de frío le recorrió el cuerpo hasta colarse entre los entresijos de su alma.
No por favor, imploró con voz queda. Otra vez no.

Entonces, toda la furia, toda la fuerza de su desbordante dolor fue sustituida por un profundo cansancio. Una fatiga extrema que la inutilizó por completo, que no le permitió hacer otra cosa que llorar y dejarse llevar.

Con la neblinosa impotencia con la que se vive un mal sueño, se vio a sí misma avanzando hacia el hospital del brazo de su madre. Su cuerpo se arrastraba contra su voluntad, tan débil que apenas podía sentirlo. Así, mutilada su capacidad de decisión, sumida en un angustioso estado de absoluta dependencia, no opuso resistencia cuando la sentaron en una silla de ruedas. Tampoco cuando la trasladaron hacia esa habitación que olía a enfermedad y a muerte, ni cuando la despojaron de sus ropas para posar su vergüenza sobre aquella báscula cruel.

Colocada allí encima sin más sostén que el de sus propias piernas, se tambaleó por un momento y tuvo miedo de desvanecerse, de no lograr soportar el peso de su propio cuerpo. Ni siquiera tuvo ánimos de comprobar qué marcaba. Era incapaz, por mucho que se esforzara, de concentrarse en nada más que en la certeza de su derrota.

Una bruma extraña nublaba su visión y su raciocinio. No veía con claridad, no pensaba con claridad. No se percató, pues, del terror en las miradas de sus verdugos al posarse sobre su desnudez, ni de la urgencia con que las enfermeras prepararon su tortura.

Como procedentes de un mundo remoto e irreal, llegaban a sus oídos retazos de la conversación que el médico mantenía con su madre:
─Esto es muy serio. Me sorprende que pueda mantenerse en pie. ¿Cuánto hace que no come?
─Ayer la obligué a cenar, pero probablemente lo vomitó todo…

Su voz se resquebrajó en el silencio de la habitación y resurgió, instantes después, en forma de sollozos entrecortados. Poco a poco su lamento fue ganando intensidad hasta fundirse con el zumbido que desde hacía un rato sonaba en sus oídos.

Cerró los ojos y dejó que aquella sinfonía de dolor meciera su creciente somnolencia. Se abrazó a ella con avidez, deseosa de huir antes tener conciencia de la vía penetrando en su brazo y llenando su cuerpo de calorías y desgracia. Cayó rendida en un sueño feliz del que jamás habría querido despertar. Soñó que alcanzaba su sueño, soñó que no tenía que soñar más. Que, enfundada en un vestido de talla imposible, su figura perfecta avanzaba con elegancia ante los ojos deslumbrados del mundo. Que conseguía, por fin, ser como las chicas de las revistas que llenaban las casas, los quioscos, las salas de espera de ese mismo hospital. Que paseaba con un cuerpo escultural como, en ese momento, lo hacían las mujeres que aparecían por la tele de la habitación de al lado, y la de más allá, y las del mundo entero, ante la atenta mirada de millones de adolescentes que soñaban con ser algún día como ellas.