martes, 18 de septiembre de 2018

Corazones de sapo


XV Edición 2018

Título:  Corazones de sapo

Autor/a:  Josefina Solano Maldonado


PREMIO NARRATIVA “CARMEN MARTÍN GAITE” 2018

CORAZONES DE SAPO

Amanece en Auschwitz.
Aquí la vida se ama como una tristeza, como una luz enferma que pasa despacio.
Hay un cielo de nubes bajas y densas que se mezclan con la lluvia de cenizas que expelen las chimeneas de los crematorios. Todas las componentes de la orquesta estamos preparadas en la entrada del campo para recibir a los que llegan, a los que se van a trabajar, a los que se mueren, a los que ya no creen en el futuro.
La directora, Alma Rosé, levanta la batuta: comienza a sonar la música de Schumann. Violines, flautas, chelos y acordeones vomitan sus notas sobre la tizne del aire. Las partituras están escritas sobre hojas de sal, nuestra música existe por detrás de ese silencio tristísimo que llena los vacíos, que cubre las ausencias. Tocamos para estas criaturas breves y anónimas que sólo escuchan los latidos de unos instrumentos con corazones de sapo.
Tocamos para los que salen en los comandos de trabajo con las manos descortezadas y el corazón en carne viva, tocamos para los que marchan a las fábricas convertidos en piezas del mecanismo que mueve el campo, tocamos para las mujeres del prostíbulo que se arrastran dentro de las sombras. Tocamos para los que se fueron, tocamos para los que llegan.
Arrancamos los valses de Strauss. Recibimos a los nuevos deportados de Varsovia, que acaban de bajar del tren. Hoy son mujeres y niños. Ellos, ignorantes, nos miran con sorpresa, y a nosotras nos doblega otro sentimiento, otra melodía construida de materia muerta. Las más ancianas miran las chimeneas del fondo, respiran un aire viscoso y sucio, se estrujan el alma y sacan frases de aliento para las que aún pueden sobrevivir. .Los niños nos miran y enseñan una sonrisa desbarajustada de dientes rotos, hablan bajo, sus voces son como voces de flores. Las madres los sostienen de la mano.
Una niña de pelo rojo mira a la orquesta femenina del campo y sonríe:
-Aquí deben haber preparado una fiesta con payasos, mamá. En Varsovia siempre sonaba una música como esta cuando iban a hacer una fiesta -dice entusiasmada. La madre, que tiene también el pelo rojo, la mira y no contesta. Sabe que lo que comentaban en el gueto era cierto, y al escuchar la música empieza a ajustar las cuentas con el mundo: allí son seres gregarios y sucios que valen menos
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que las ratas, allí se muestra la crueldad de la especie humana en dimensiones enfáticas, crónicas, vergonzosas. Le ha dado tiempo a contemplar a los deportados que caminan en fila de a cinco como una triste procesión de esqueletos, ha visto el humo de los crematorios, ha podido comprender que el olor acre que inunda el aire lleva escalofríos de tristeza, historias que se quedaron sin contar, sueños que se quebraron en voces que ahora son hilos de ceniza y silencio. La niña vuelve a tironear el brazo de la madre:
-Mamá, nos van a dar mantequilla y chocolate, y nos repartirán muñecas, me lo ha dicho Erika, que está ahí también con su madre. Ella quiere una muñeca con un vestidito rosa, a mí me gustan más las muñecas que tienen batitas de encajes blancos, una de esa es la que yo me voy a pedir, mamá.
Ha llegado María Mandel, acompañada del doctor Mengele. La jefa de las guardianas hace una seña con la mano y la orquesta para. El médico comienza la selección. Pone a un lado a las más ancianas, a otro a los niños, y se emplea en las muchachas. Les mira la boca, los ojos, les pregunta si están embarazadas.
-Tú, guapa, la pelirroja ¿estás embarazada? Da dos pasos al frente.
-Nein, nein, - dice la mujer obedeciendo la orden. Mengele le pide que se desnude. Ella se muestra reticente, la guardiana la golpea reiteradas veces con la fusta. Su hija sale del grupo de los niños y patea a Mandel, mordiéndole una mano.
-¡Una pequeña bribona! ¡Mandel, muerde con más rapidez que tus perros!-exclama el médico entre carcajadas.
La Ausfseherinnen monta en cólera y agarrando a la niña por el pelo le propina varias bofetadas. Su madre quiere defenderla pero Mengele le indica que cómo se acerque disparará. Se quita el vestido andrajoso que la cubre, y el médico comienza a estrujarle los senos con fuerza, le toca el vientre, le examina los dientes y las uñas, la trata como si fuera una pieza de ganado. Chasquea los dedos y Mandel la pone en la fila de las que son válidas. La mujer del pelo rojo vuelve a ponerse el vestido, y mira a su hija que está con el resto de los niños. Piensa que todo está perdido, no queda más que negar el tiempo, que negar el mundo, que negarse a sí
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misma cualquier atisbo de futuro. Si no puede estar con su hija en sus manos sólo crecerá la herrumbre y el miedo, ella será una rama seca consumiéndose en el fuego de los días, en el olvido que en algún momento llegará a ser definitivo.
Las que han sido consideradas válidas para el trabajo se dirigen a las duchas de desinfección. También un grupo de niños han sido seleccionados para participar en los experimentos de Mengele. El resto de los pequeños y las ancianas van a la cámara de gas. Mandel nos indica que comencemos de nuevo a tocar. Suena la marcha fúnebre de Chopin. Es el homenaje de despedida. A medida que caminan las reas se van quedando sin ese azul infinito que tiene el cielo cuando abriga la esperanza. Dos ancianas se quedan rezagadas en la plaza, comienzan a bailar nuestra música con una precisión y armonía maravillosas. Giran, se separan, vuelven a encontrarse en un diálogo sostenido por los movimientos, un diálogo que expresa rebeldía, locura, insubordinación. En algunos de estos seres que van a ser asesinados a veces estalla un desesperado placer, porque saben, oscuramente, que éste será el último acto de libertad que les está permitido.
-Bailemos, Doria, esta hermosa música.
-Bailemos, Elina.
Grita Doria mientras baila con su compañera:
-Bailamos para celebrar la vida que nos queda, nos puede la satisfacción de querernos en esta música hermosa. Bailamos para recordar otra vez las flores, el pan tierno, la ropa limpia, el fuego en el hogar, los pájaros, los árboles, las estrellas, todos los nombres… Bailemos para morir siendo libres. Bailemos, Elina, entremos juntas danzando en la eternidad…
María Mandel les ordena que caminen con las demás, pero ellas siguen bailando, como si no la escucharan. La guardiana saca la pistola y dispara en la cabeza a las dos mujeres. Alma Rosé señala la nueva partitura. No podemos dejar de tocar. Los condenados entran en la cámara, se aprietan dentro, se cierran las puertas y se vierte el
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Zyklon B. Hay que seguir tocando a Chopin hasta el final, son sólo cinco minutos, tenemos que acallar esos sollozos, tenemos que borrar con nuestros instrumentos los gritos, los estertores de las mujeres y niños que están ahogándose.
La niña del pelo rojo, que está en el escuadrón de infantes que Mengele convertirá en cobayas, ya no puede ver a su madre que ha entrado en uno de los barracones. No llora, e intenta recomponer ese otro mundo donde no hay fiestas, ni caramelos, ni payasos. Comienza a hablar en voz baja con Erika, de su misma edad:
-Nuestras madres volverán, no tengas miedo. A las abuelas y a los niños enfermos seguro que se los han llevado a un hospital. Mamá siempre dice que cuando piensas que algo va a salir bien siempre sale bien, tan sólo tenemos que acordarnos de momentos felices para que eso ocurra. Acuérdate de cuándo íbamos camino de la escuela y nos columpiábamos en la mecedora de la señora Lilia, o cuándo íbamos a coger ranas al río. Piensa en cosas bonitas, no llores, volveremos a casa muy pronto…
Las mujeres que han sido seleccionadas salen de las duchas de desinfección. Se muestran como tristes criaturas con los zuecos de madera y las batas de rayas. Ahora son, como todos los que estamos en el campo, objetos repetidos, seres sin identidad, que serán reemplazados por otros cuando no sirvan para mantener la productividad del campo. Y nosotras seguimos tocando a Dvorak y Tchaikovski. Tocamos en mitad de la náusea, tocamos dentro de esta amargura que nos encontramos cada día en Auschwitz.
Atardece en Auschwitz.
Regresan los escuadrones de trabajo. Estamos de nuevo preparadas. Alma Rosé levanta la batuta: suenan marchas militares para marcar el paso de los que vuelven. Hombres famélicos, mujeres hambrientas avanzan por las calles del campo hacia la fila donde están las marmitas con la cena.
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La mujer del pelo rojo, que llegó en el tren de esta mañana, busca a su hija entre la multitud. Logra escabullirse de la fila. Sigilosamente camina hacia el grupo de niños que está al lado de la orquesta. La guardiana que los custodia sale corriendo cuando oye las voces de un grupo de mujeres que pelea por la comida. Es el momento. Mira y encuentra a la niña que mordisquea unas galletas que le han hecho llegar las intérpretes. Se rompe una cuerda, y Alma Rosé indica a la violinista que vaya a la barraca para reponerlo. Baja la violinista, y en la puerta de la caseta de la orquesta está la madre con su hija y Erika. La mujer la convierte arriesgándolo todo en su confidente. Le pide que ayude a las dos niñas, se lo súplica sujetándole las manos. La violinista mira a las pequeñas magulladas, con los ojos muy abiertos. Por un momento piensa en todos esos niños que Mengele ha usado como si fueran ratas de laboratorio, matándolos al inyectarles el virus del tifus y la escarlatina. Por un momento la violinista piensa en los golpes que María Mandel propina a los más pequeños que no pueden caminar al ritmo del toque marcial de la orquesta. Sin dudarlo dice:
-Me las llevo, las voy a ocultar aquí, pero dígales usted que deben estar calladas, que no deben hacer ruido si quieren salir vivas del campo.
La madre les advierte que será cómo aquellas veces que se escondían en el armario de doble fondo que tenían en Varsovia, cuando hacían registros los alemanes. Les promete que cada noche, a la hora de la cena, se escapará para verlas. Entran las dos, cogidas de la mano, y la violinista las oculta en un pequeño tabuco que usan para guardar los instrumentos. Les da un poco de comida, les pide silencio, y vuelve de nuevo a la orquesta. En un interludio les cuenta a sus compañeras lo que ocurre. Nadie se opone, ni siquiera Alma Rosé, que propone hacer un plan de organización para proteger a las niñas.
Está acabando la jornada. Los prisioneros marchan a los barracones para dormir. Nosotras seguimos tocando para que llegue el día en que podamos levantar otra generación de nuestro propio derrumbamiento. Tocamos para que vengan seres que rompan las partituras de sal, y creen otras que digan cómo es la existencia cuando no existe el desasosiego, cuando se queda fuera de esa música tan triste que ahora suena en Auschwitz, que sonará mañana al amanecer, que sonará al atardecer, que seguirá
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sonando mientras el miedo continúe apretando fuertemente la garganta, y se sigan contando en voz baja las miles de historias que yacen tras estos muros. Seguimos tocando, tocando sin parar, aunque ya nuestra música sea una cantata triste que sueltan los corazones de sapo de nuestros instrumentos.