domingo, 16 de diciembre de 2012

Marcapáginas

2012 XII Edición
Primer premio

Obra:
Marcapáginas
Autor/a:
Jon Arza Pérez

Soy Néstor Cepeda, tengo treinta y siete años y, actualmente, estoy en el paro, después de trabajar como relaciones públicas en una discoteca durante una temporada que terminó en despido. Se dieron cuenta de que bebía más de lo que servía; era su mejor cliente, sólo que, en lugar de pagar por beber, yo cobraba. También jugaba bastante. Mala combinación. Como ganaba bien, me podía permitir el lujo de gastarme una parte en el casino, o en las máquinas, apuestas, carreras de caballos, timbas de cartas… Le pegaba a todo. Menos a la gente, a todo. Pero lo mío eran las máquinas y las cartas. Al quedarme sin trabajo pensé que las cartas me darían dinero para beber, para vivir y para seguir gastando en las cartas. ¿Esta quemadura que tengo en la mano? De una timba. Fue en un piso donde se organizaban partidas clandestinas entre gente de mucha pasta. Perdí más dinero del que tenía. A uno de los que estaba allí, se le ocurrió que lo mejor para ayudarme a reunir ese dinero y saldar cuentas sería que me cogiesen entre dos matones, me llevasen hasta la cocina y me metiesen la mano en la tostadora. Si después de esto no pagaba, me pondrían la cara sobre la placa del horno. Y si todavía no lo tenía claro, me meterían en pelotas toda una noche en la cámara frigorífica de una conservera. Me daban una semana para reunir el dinero. Era demasiada cantidad para tan pocos días. En más tiempo, a lo mejor conseguía juntarlo todo, pero no en una semana.

Mi padre era un tío de mucha pasta. Tenía una franquicia de tiendas de bricolaje. Mucha pasta, pero no para mí. El muy cabrón me tenía cruzado. Se estaba muriendo y le quedaba muy poco. Sufría del corazón. Llevaba años con marcapasos y había tenido varios infartos, y hasta una trombosis que le dejó una mano inutilizada y medio lado de la cara paralizado. Hablaba como si siempre tuviese la boca llena. Y aun así, con lo jodido que estaba, todavía le salían insultos. Mal genio y figura. Sin embargo, lo que me hizo no tiene nombre. O sí: el suyo. Yo sabía que si le pedía el dinero me iba a mandar a silbar a la vía. Pero también sabía que, al estar muriéndose, podría pedirle por anticipado mi parte correspondiente de la herencia, si es que estaba incluido en el testamento. Era viudo, no tenía hermanos y sólo dos hijos: mi hermana pequeña y yo. De modo que algo me dejaría, aunque fuese por lástima. Mi relación con mi hermana no se puede decir que fuese buena, pero sí lo suficientemente civilizada como para pedirle por favor que le reclamase a mi padre la parte de mi herencia. A ella le haría más caso porque la adoraba. Había conseguido ser todo lo que a él más le interesaba en la vida. Culta, buena estudiante, trabajadora y con aptitudes artísticas. Es profesora de danza clásica. Mi padre amaba el arte con una pasión que nunca le dedicó a su mujer. Prefería escuchar una ópera antes que mantener una conversación. Pero dentro del arte, lo que más le gustaba era la literatura. Era un chalado de los libros. Sólo su biblioteca ya valdría una fortuna. Se pasaba el día leyendo, por eso cuando miraba a la gente a la cara, lo que hacía era leerla como si fuese un puto libro. Era listo. Y eso era lo que más respetaba en los demás. Sólo respetaba lo que admiraba, y por encima de todo admiraba la inteligencia, rasgo que nunca descubrió en mí las pocas veces que me leyó la cara. Por eso no me admiraba. Por eso no me respetaba.

El caso es que al final, por medio de mi hermana, conseguí un anticipo para poder salir de mi hoyo. Pagué antes del plazo todo lo que debía y me libré de hacer noche en el congelador. Me olvidé de las timbas, demasiado peligro. El sentido del humor de aquella gente no coincidía con el mío. De lo que no me olvidé es del juego. A los pocos meses mi viejo palmó y me llegó una carta escrita por él pero fechada dos días después de su muerte. Se pondría de acuerdo con alguien para que me la enviase. Hablaba de sí mismo en presente, como si la hubiese redactado después de muerto. Le gustaban mucho esas paradojas temporales. Chorradas. Yo lo que quería era el dinero, no un listado con sus preferencias literarias. Pero la carta no iba por ahí. Me decía que después de haber triunfado en la vida, de haber conseguido reunir una fortuna y haberse convertido en un empresario importante y respetado, se había dado cuenta, casi al final, de que había fracasado. Y no os lo perdáis; ¿sabéis por qué pensaba que había fracasado? Porque no logró contagiarme ninguna de sus pasiones. No consiguió que me gustase la música, ni la pintura, ni el cine, ni el teatro, ni la lectura. Esto último era lo que más le jodía; que leer era para mí sólo una forma muy refinada de perder el tiempo.

Luego me pedía perdón por haberme traído al mundo y permitir que yo solito me convirtiese en un pobre infeliz, sin cultura, vacío de ideas, sin ningún talento visible u oculto, sin planes de futuro. Un tipo vulgar, tanto como toda esa gente que él veía por la calle, pero de la que no se sentía responsable, pues no era padre de ninguno de ellos. Conmigo, sin embargo, era distinto. Pese a la indeferencia que sentía por mí, le quedaba todavía una pizca de vergüenza hacia lo que yo representaba para él. No alcanzaba a comprender cómo de alguien tan brillante como él había salido algo tan mate como yo.

Al final de la carta me decía que como compensación al acto irresponsable de traerme al mundo, me dejaba un cheque con una elevada suma de dinero. Me acuerdo de este final porque lo he leído muchas veces. Decía algo así: «A tu hermana ya le he dado lo suyo, pero lo tuyo está en un cheque que, al igual que el plazo concedido por esa gente para que les pagues, perderá su validez dentro de una semana a partir del día que yo muera. Como podrás comprobar cuando lo encuentres, es bastante dinero. Lo suficiente para vivir el resto de tu vida sin hacer lo que menos te gusta: trabajar. Si tuvieses cabeza, lo administrarías con sabiduría o lo invertirías en un negocio próspero que te aumente el capital. Si tuvieses cabeza. Con lo que tienes en su lugar, te las ingeniarás para dilapidar todo ese dinero en poco tiempo, jugando a las cartas o a las máquinas, bebiendo y haciendo el idiota con cualquiera de esos amigos que sólo te abrazan cuando te notan el bolsillo abultado. Es cosa tuya, haz lo que más te plazca. Eso sí, para acceder a ese cheque tendrás antes que encontrarlo, y para ello lo tendrás que buscar entre los miles de ejemplares que componen mi biblioteca. El cheque hace las veces de marcapáginas de uno de esos libros. Ya que con mi escaso poder de convicción no he conseguido nunca que leas, sí al menos conseguiré que por afán lucrativo pasen por tus manos aunque
sólo sea uno de mis libros, si tienes la suerte de encontrar el cheque a la primera. Para que luego digas que los libros no tienen ningún valor. Dispones de una semana, ya lo sabes. Si tardas un día más, te quedas sin nada y con la rabia de haber perdido tanto tiempo entre lo que tú más detestas y yo más estimo. ¡Buen provecho y a leer, que son siete días!».

Hace falta ser retorcido. En fin, que el viejo palmó y yo me tuve que poner a pasar páginas. Al principio, cogía el libro por las tapas y lo sacudía boca abajo para ver si caía algo sin tener que buscarlo entre las hojas. Después de muchos intentos, me propuse mirar cada libro con más esmero, otra vez desde el principio. Un tipo tan taimado como mi padre no podía ser tan gilipollas de dejar suelto el cheque entre las hojas. Era capaz de pegarlo, para que sólo pudiese encontrarlo página a página.

Ni Aristóteles, ni Tolstoi, ni Borges, ni Chejov, ni Stevenson, ni Rabelais, ni Milton, ni Spinoza, ni Góngora, ni Unamuno, ni Rubén Darío, ni la puta madre que los parió a todos juntos. Hasta me he aprendido los nombres. Ninguno de estos cabrones tenía mi dinero. Seguí con el interrogatorio. Le pregunté a Baroja si tenía mi cheque. No. A Homero. Tampoco. A Dante. Ni hablar. A Nabokov. Menos. A Mallarmé. A mí que me registren. A Blake. Yo no sé nada. A Balzac. A ti te lo voy a decir. A Malcom Lowry. Si lo encuentro antes, para mí. Así hasta ventilarme toda la biblioteca. Nadie tenía mi cheque. Y sólo me quedaba día y medio. ¿Dónde podría estar? Pensé que me había tomado el pelo. Que no había ningún cheque esperándome entre las páginas de un libro. Hablé con mi hermana por si sabía algo. A lo mejor en su casa había algún libro de mi padre donde todavía no había mirado. Me dijo que no, que todos los libros de nuestro padre estaban en su propia casa. Vivías con él, tú sabrás dónde los guardaba. Me pasé horas pensando dónde podría tener más libros escondidos. Había mirado todos los que tenía en casa y no encontré nada. Hasta que caí en la cuenta de que los pocos libros que había en mi habitación más que míos eran suyos, porque fue él quien me los compró con la esperanza de que me los leyese. Miré uno, otro, y otro, hasta que por fin di con él. Entre la página treinta y la treinta y uno, que eran los años que tenía yo entonces y los que iba a cumplir, estaba el cheque a mi nombre, con la cifra que me iba a solucionar la vida y que no voy a mencionar por la vergüenza que me da reconocer el hecho descabellado de haberme gastado tanto en tan poco tiempo. El retorcido de él había metido el cheque entre uno de mis libros. Tenía sentido. Algo que iba a ser para mí, debía estar escondido entre lo que era mío. ¿Y qué libro era? El jugador, de Dostoievski. Junto al cheque venía una nota que me decía: «Me debatí entre este libro y otro del mismo autor que también tiene mucho que ver contigo: El idiota.» Qué maricón el viejo. Tenía razón cuando me decía en la carta que al menos de ese libro no me olvidaría nunca, aunque no me lo leyese. Ni me he olvidado de ése, ni de muchos otros que, por supuesto, no he leído. Pero ése si lo leí. Y me gustó, aunque no he vuelto a leer ningún otro. No he tenido nunca la necesidad. Mis necesidades han sido siempre otras.

lunes, 5 de noviembre de 2012

El violinista que ascendió a las alturas

2012 XII Edición
2º premio

Obra:
El violinista que ascendió a las alturas
Autor/a:
Marina Infante Rodríguez


Cuando llego a la boca del metro comienzo a bajar las primeras escaleras. Continúo después caminando unos metros más mientras saco mi móvil del bolsillo y miro la hora como todas las mañanas. No sé ni para qué la miro, por suerte, no pasa nada si llego algo tarde al trabajo. Aprovecho para leer los titulares de las primeras noticias del día a través de la pantalla y, de repente, mis pies me alertan de que las escaleras mecánicas no se están moviendo. Y ahí estoy yo, sola, viendo como el resto de gente sí se ha percatado del cartel rojo que prohíbe el paso.

Noto cómo me hierve la sangre por dentro. Siempre pasa igual. No hay un día que funcionen bien todas las escaleras mecánicas por las que paso a lo largo del día, que son, exactamente dieciséis. Y ahí está la segunda de todas, dándome lo buenos días y señalándome a su hermana gemela: la escalera tradicional, la de toda la vida.

Me dispongo a bajar y en el segundo escalón alcanzo a una chica con unos taconazos de diez centímetros. Debe estar jurando en hebreo por no haber elegido ponerse unas bailarinas esta mañana. Se nota que lo está pasando fatal. Me compadezco de ella y casi inconscientemente aminoro el ritmo para ir a la par. Al quinto escalón me aburro de ir tan lenta y le adelanto. Comienzo a bajar los escalones con buen ritmo y noto como mi cuerpo empieza a activarse por dentro. Y entonces me acuerdo del último anuncio de Bezoya, ese que anima a quedarte con lo bueno de las cosas, en el que sale una tal Raquel que, cuando ve que el ascensor no funciona, dice “será porque necesito hacer un poco de ejercicio”. Pues será eso, me digo para mis adentros.

El siguiente tramo de escaleras es más agradable, funciona a la perfección. Ya he tenido suficiente ejercicio por el momento así que decido dejarme llevar y descender suavemente. Hasta que de repente oigo el ruido del metro. Dudo durante una centésima de segundo qué hacer. Seguro que es el mío, pienso. Empiezo a bajar las escaleras corriendo, el ruido aumenta más y más por lo que no me queda otra que bajar las
escaleras de dos en dos, dando grandes zancadas. Tengo el bolso colgando, el móvil en la mano, el jersey colgado del antebrazo y la bolsa del tupper en la otra mano. Los cubiertos empiezan a chocar contra el tupper de cristal y hacen un ruido espantoso. ¡Lo pierdo, lo pierdo!

Decido hacer un salto mortal con voltereta y saltar de golpe los tres últimos escalones.
Al hacerlo, me impulso con los brazos hacia atrás con tan mala suerte que el tenedor sale disparado de la bolsa del tupper. Llego a suelo firme antes que el dichoso tenedor, que se ha quedado en uno de los escalones. Mientras baja oigo los pitidos que avisan cuando las puertas del metro están a punto de cerrarse. Alargo el brazo y consigo agarrarlo con los dedos. Corro tres metros y giro. Veo el metro con las puertas ya
cerradas y arrancando. Pero no era el de mi andén, era el de enfrente. Maldigo en alto levantando la mano y arrepentida por haberme pegado semejante carrera en balde. Veo que un chico me mira risueño a mi lado. Me doy cuenta de que estoy empuñando el tenedor. Me ruborizo un poco y lo vuelvo a guardar en la bolsa del tupper.- De aquí no te mueves hasta las dos de la tarde- le digo al cubierto.

Mientras espero a que venga el metro, veo en frente de mis narices el último anuncio que hemos hecho en la agencia. Aquel que hace sólo tres días estábamos entregando a todos los medios. Lo miro y me repugna. Como estoy aburrida sigo mirándolo un poco más y observo un pequeño fallo tipográfico en el legal. Lo comentaré luego en la agencia por si acaso, pienso. Aunque, en realidad…¿a quién demonios le importa el
maldito texto legal? Si los únicos que se lo leen son los del departamento de marketing…

Una especie de vocecilla de alarma suena en mi cabeza advirtiéndome de los quince minutos que aún me quedan para empezar mi jornada laboral, así que dejo de pensar en publicidad. En ese instante, el tren en el que me tengo que subir entra a toda velocidad en el andén, totalmente camuflado por un anuncio de Trident fresh. Socorro.

Una vez en el vagón, observo las caras mañaneras de la gente. No me da tiempo ni a imaginarme cómo será la vida de la mujer que tengo enfrente porque me toca bajarme en la siguiente parada. Me adentro en la jungla. Y es que, empieza el transbordo. Miles de personas van aceleradas como si llegaran tarde al trabajo. Sin darse cuenta de que, cuando lleguen, se van a ir diez minutos a tomarse el café y a perder un poco el tiempo.
Me estresa el ritmo frenético de esta gran ciudad. Al fin llego al centro del pasadizo y entonces le veo otra vez allí. Y vuelve a pasar. Lo peor y a la vez, lo mejor de mi rutina.
El violinista levanta su mirada del violín y me mira directamente a los ojos. Hoy está tocando una canción preciosa. Me suena mucho, pero no sé cuál es. Intento memorizar la melodía con todas mis fuerzas. Siempre está aquí, lleva tocando meses, cada mañana.
Nunca falla. Es muy alto y delgado, debe estar rozando los cuarenta y, aunque siempre lleva la misma ropa, algo desaliñada, se le ve muy elegante, con buen porte. Tiene los ojos muy azules y el pelo oscuro y  totalmente revuelto. Me siento fatal. Ojalá pudiera darle más dinero. El mundo es tan, tan injusto. ¿Por qué tendrá que estar él ahí? ¿Pensará cuando me mira que yo soy una ejecutiva y que gano miles de euros únicamente por ir arreglada a trabajar a las ocho de la mañana? Jamás se imaginará que soy becaria y que gano trescientos euros trabajando diez horas al día en una multinacional. Juro que si me contratan le daré algo más de dinero. Me dan ganas de decírselo, que si pudiera le ayudaría más. Miro el estuche negro de su violín, abierto en el suelo bajo sus pies, con sólo un par de monedas brillantes. Echo la moneda que tengo ya guardada en el bolsillo derecho de mi falda. Es menos de un euro, no me atrevo ni a mirarle de la vergüenza. Reanudo el paso y la canción empieza a sonar cada vez más fuerte. Hasta que se para. Se para de golpe y ya no se escucha nada. Me giro y veo a un señor con un elegante traje color azabache. Está hablando con el violinista y le está extendiendo un pequeño trozo de papel. Quiero saber qué pasa. Sigo mirando hacia atrás pero una estampida humana de gente con prisa me golpea a su paso y no me queda otra que dejarme llevar por la corriente y seguir el curso del camino hacia delante en dirección a la línea 6.

Durante lo que queda de trayecto, en mi cabeza empiezan a borbotear pensamientos que van y vienen y barajan todo tipo de posibilidades de lo que puede estar ocurriendo entre el violinista y el hombre trajeado. ¿Será un secreta diciéndole que no está permitido tocar en el metro? No, no creo. Será un simple viajero, quizás italiano, que le está dando su tarjeta para que le llame? ¡Eso es! ¡Seguro que se ha quedado hipnotizado por la destreza del violinista y lo va a sacar de ahí! ¡Claro que sí! ¿Estará tocando en el Auditorio de la capital la próxima vez? ¡Ojalá…! Y entonces, detengo mis pensamientos. Seguro que por haberlo pensado ya no ocurre. Sería mucha casualidad que el hombre trajeado le estuviera ofreciendo trabajo.

Llego a la agencia y busco en mi ordenador las canciones de música clásica más famosas de la historia. Y escucho un tema tras otro hasta que uno de ellos, coincide con la melodía de mi cabeza. Es el Canon de Pachelbel. Esa era la canción que el violinista había tocado esta mañana. Se me eriza la piel, es preciosa. El resto del día transcurre con normalidad hasta que recibo una buenísima noticia. Por fin me van a contratar.
Estoy exaltada y emocionada. No me lo puedo creer. Pienso en todas las cosas que siempre he querido hacer con mi primer sueldo. Y pienso, también, en la promesa que tengo que cumplir.

Al día siguiente, para variar, el tercer tramo de escaleras mecánicas está estropeado, bajo por las normales y me subo al metro de la línea azul. Hago exactamente lo mismo que llevo haciendo durante meses aunque hoy me siento mucho más feliz. Comienzo a realizar el transbordo, pero cuando llego al centro me quedo totalmente paralizada. No le veo. No está. No puede ser. Es la primera vez que él no está en seis meses. ¿Dónde estás violinista? Me pregunto para mis adentros mientras mi mano aprieta fuerte el billete que llevo en el bolsillo de mi falda.

Siento que mis piernas flojean, para mí, significaba mucho darle aquel billete. Aunque él no supiera lo que había conseguido, quería poder darle más que una mísera moneda.

Siento el extraño presentimiento de que nunca más va a volver a ocupar aquel lugar.

Intento ponerme en el mejor de los casos. ¿Habremos tenido suerte los dos? ¿Pudo ser ayer nuestro gran día? ¿De verdad gracias a aquel hombre trajeado podría estar el violinista tocando para el gran público? No sé si lo volveré a ver. Saco mi billete y me lo guardo en un pequeño compartimento de la cartera. Ya sé lo que voy a hacer con él.

Y como si creyera que lo fuera a encontrar allí, subido en un gran un escenario, decido ir a un concierto, necesito volver a escuchar una vez más el Canon de Pachelbel.
Mawin