Primer premio
Obra:
Marcapáginas
Autor/a:
Jon Arza Pérez
Soy Néstor Cepeda, tengo treinta y siete años y, actualmente, estoy en el paro, después de trabajar como relaciones públicas en una discoteca durante una temporada que terminó en despido. Se dieron cuenta de que bebía más de lo que servía; era su mejor cliente, sólo que, en lugar de pagar por beber, yo cobraba. También jugaba bastante. Mala combinación. Como ganaba bien, me podía permitir el lujo de gastarme una parte en el casino, o en las máquinas, apuestas, carreras de caballos, timbas de cartas… Le pegaba a todo. Menos a la gente, a todo. Pero lo mío eran las máquinas y las cartas. Al quedarme sin trabajo pensé que las cartas me darían dinero para beber, para vivir y para seguir gastando en las cartas. ¿Esta quemadura que tengo en la mano? De una timba. Fue en un piso donde se organizaban partidas clandestinas entre gente de mucha pasta. Perdí más dinero del que tenía. A uno de los que estaba allí, se le ocurrió que lo mejor para ayudarme a reunir ese dinero y saldar cuentas sería que me cogiesen entre dos matones, me llevasen hasta la cocina y me metiesen la mano en la tostadora. Si después de esto no pagaba, me pondrían la cara sobre la placa del horno. Y si todavía no lo tenía claro, me meterían en pelotas toda una noche en la cámara frigorífica de una conservera. Me daban una semana para reunir el dinero. Era demasiada cantidad para tan pocos días. En más tiempo, a lo mejor conseguía juntarlo todo, pero no en una semana.
Mi padre era un tío de mucha pasta. Tenía una franquicia de tiendas de bricolaje. Mucha pasta, pero no para mí. El muy cabrón me tenía cruzado. Se estaba muriendo y le quedaba muy poco. Sufría del corazón. Llevaba años con marcapasos y había tenido varios infartos, y hasta una trombosis que le dejó una mano inutilizada y medio lado de la cara paralizado. Hablaba como si siempre tuviese la boca llena. Y aun así, con lo jodido que estaba, todavía le salían insultos. Mal genio y figura. Sin embargo, lo que me hizo no tiene nombre. O sí: el suyo. Yo sabía que si le pedía el dinero me iba a mandar a silbar a la vía. Pero también sabía que, al estar muriéndose, podría pedirle por anticipado mi parte correspondiente de la herencia, si es que estaba incluido en el testamento. Era viudo, no tenía hermanos y sólo dos hijos: mi hermana pequeña y yo. De modo que algo me dejaría, aunque fuese por lástima. Mi relación con mi hermana no se puede decir que fuese buena, pero sí lo suficientemente civilizada como para pedirle por favor que le reclamase a mi padre la parte de mi herencia. A ella le haría más caso porque la adoraba. Había conseguido ser todo lo que a él más le interesaba en la vida. Culta, buena estudiante, trabajadora y con aptitudes artísticas. Es profesora de danza clásica. Mi padre amaba el arte con una pasión que nunca le dedicó a su mujer. Prefería escuchar una ópera antes que mantener una conversación. Pero dentro del arte, lo que más le gustaba era la literatura. Era un chalado de los libros. Sólo su biblioteca ya valdría una fortuna. Se pasaba el día leyendo, por eso cuando miraba a la gente a la cara, lo que hacía era leerla como si fuese un puto libro. Era listo. Y eso era lo que más respetaba en los demás. Sólo respetaba lo que admiraba, y por encima de todo admiraba la inteligencia, rasgo que nunca descubrió en mí las pocas veces que me leyó la cara. Por eso no me admiraba. Por eso no me respetaba.
El caso es que al final, por medio de mi hermana, conseguí un anticipo para poder salir de mi hoyo. Pagué antes del plazo todo lo que debía y me libré de hacer noche en el congelador. Me olvidé de las timbas, demasiado peligro. El sentido del humor de aquella gente no coincidía con el mío. De lo que no me olvidé es del juego. A los pocos meses mi viejo palmó y me llegó una carta escrita por él pero fechada dos días después de su muerte. Se pondría de acuerdo con alguien para que me la enviase. Hablaba de sí mismo en presente, como si la hubiese redactado después de muerto. Le gustaban mucho esas paradojas temporales. Chorradas. Yo lo que quería era el dinero, no un listado con sus preferencias literarias. Pero la carta no iba por ahí. Me decía que después de haber triunfado en la vida, de haber conseguido reunir una fortuna y haberse convertido en un empresario importante y respetado, se había dado cuenta, casi al final, de que había fracasado. Y no os lo perdáis; ¿sabéis por qué pensaba que había fracasado? Porque no logró contagiarme ninguna de sus pasiones. No consiguió que me gustase la música, ni la pintura, ni el cine, ni el teatro, ni la lectura. Esto último era lo que más le jodía; que leer era para mí sólo una forma muy refinada de perder el tiempo.
Luego me pedía perdón por haberme traído al mundo y permitir que yo solito me convirtiese en un pobre infeliz, sin cultura, vacío de ideas, sin ningún talento visible u oculto, sin planes de futuro. Un tipo vulgar, tanto como toda esa gente que él veía por la calle, pero de la que no se sentía responsable, pues no era padre de ninguno de ellos. Conmigo, sin embargo, era distinto. Pese a la indeferencia que sentía por mí, le quedaba todavía una pizca de vergüenza hacia lo que yo representaba para él. No alcanzaba a comprender cómo de alguien tan brillante como él había salido algo tan mate como yo.
Al final de la carta me decía que como compensación al acto irresponsable de traerme al mundo, me dejaba un cheque con una elevada suma de dinero. Me acuerdo de este final porque lo he leído muchas veces. Decía algo así: «A tu hermana ya le he dado lo suyo, pero lo tuyo está en un cheque que, al igual que el plazo concedido por esa gente para que les pagues, perderá su validez dentro de una semana a partir del día que yo muera. Como podrás comprobar cuando lo encuentres, es bastante dinero. Lo suficiente para vivir el resto de tu vida sin hacer lo que menos te gusta: trabajar. Si tuvieses cabeza, lo administrarías con sabiduría o lo invertirías en un negocio próspero que te aumente el capital. Si tuvieses cabeza. Con lo que tienes en su lugar, te las ingeniarás para dilapidar todo ese dinero en poco tiempo, jugando a las cartas o a las máquinas, bebiendo y haciendo el idiota con cualquiera de esos amigos que sólo te abrazan cuando te notan el bolsillo abultado. Es cosa tuya, haz lo que más te plazca. Eso sí, para acceder a ese cheque tendrás antes que encontrarlo, y para ello lo tendrás que buscar entre los miles de ejemplares que componen mi biblioteca. El cheque hace las veces de marcapáginas de uno de esos libros. Ya que con mi escaso poder de convicción no he conseguido nunca que leas, sí al menos conseguiré que por afán lucrativo pasen por tus manos aunque
sólo sea uno de mis libros, si tienes la suerte de encontrar el cheque a la primera. Para que luego digas que los libros no tienen ningún valor. Dispones de una semana, ya lo sabes. Si tardas un día más, te quedas sin nada y con la rabia de haber perdido tanto tiempo entre lo que tú más detestas y yo más estimo. ¡Buen provecho y a leer, que son siete días!».
Hace falta ser retorcido. En fin, que el viejo palmó y yo me tuve que poner a pasar páginas. Al principio, cogía el libro por las tapas y lo sacudía boca abajo para ver si caía algo sin tener que buscarlo entre las hojas. Después de muchos intentos, me propuse mirar cada libro con más esmero, otra vez desde el principio. Un tipo tan taimado como mi padre no podía ser tan gilipollas de dejar suelto el cheque entre las hojas. Era capaz de pegarlo, para que sólo pudiese encontrarlo página a página.
Ni Aristóteles, ni Tolstoi, ni Borges, ni Chejov, ni Stevenson, ni Rabelais, ni Milton, ni Spinoza, ni Góngora, ni Unamuno, ni Rubén Darío, ni la puta madre que los parió a todos juntos. Hasta me he aprendido los nombres. Ninguno de estos cabrones tenía mi dinero. Seguí con el interrogatorio. Le pregunté a Baroja si tenía mi cheque. No. A Homero. Tampoco. A Dante. Ni hablar. A Nabokov. Menos. A Mallarmé. A mí que me registren. A Blake. Yo no sé nada. A Balzac. A ti te lo voy a decir. A Malcom Lowry. Si lo encuentro antes, para mí. Así hasta ventilarme toda la biblioteca. Nadie tenía mi cheque. Y sólo me quedaba día y medio. ¿Dónde podría estar? Pensé que me había tomado el pelo. Que no había ningún cheque esperándome entre las páginas de un libro. Hablé con mi hermana por si sabía algo. A lo mejor en su casa había algún libro de mi padre donde todavía no había mirado. Me dijo que no, que todos los libros de nuestro padre estaban en su propia casa. Vivías con él, tú sabrás dónde los guardaba. Me pasé horas pensando dónde podría tener más libros escondidos. Había mirado todos los que tenía en casa y no encontré nada. Hasta que caí en la cuenta de que los pocos libros que había en mi habitación más que míos eran suyos, porque fue él quien me los compró con la esperanza de que me los leyese. Miré uno, otro, y otro, hasta que por fin di con él. Entre la página treinta y la treinta y uno, que eran los años que tenía yo entonces y los que iba a cumplir, estaba el cheque a mi nombre, con la cifra que me iba a solucionar la vida y que no voy a mencionar por la vergüenza que me da reconocer el hecho descabellado de haberme gastado tanto en tan poco tiempo. El retorcido de él había metido el cheque entre uno de mis libros. Tenía sentido. Algo que iba a ser para mí, debía estar escondido entre lo que era mío. ¿Y qué libro era? El jugador, de Dostoievski. Junto al cheque venía una nota que me decía: «Me debatí entre este libro y otro del mismo autor que también tiene mucho que ver contigo: El idiota.» Qué maricón el viejo. Tenía razón cuando me decía en la carta que al menos de ese libro no me olvidaría nunca, aunque no me lo leyese. Ni me he olvidado de ése, ni de muchos otros que, por supuesto, no he leído. Pero ése si lo leí. Y me gustó, aunque no he vuelto a leer ningún otro. No he tenido nunca la necesidad. Mis necesidades han sido siempre otras.