domingo, 17 de octubre de 2010

Un romance equivocado

2010



Accésit Marítimo Portuario




Nélida Leal Rodríguez




 Escuchaba su voz como si de un mantra se tratara, hasta llegar a sentirme arrullada por la cadencia rítmica, imperturbable, de sus palabras:

- El atraque es el Hotel 4. Repito: Hotel 4. Está protegido de las rocas, pero aun así le enviaré un marinero para que le ayude a atracar.

- Adelante por la bocana.

- Le recibo alto y claro. Cambio.

Nunca me preocupé de su aspecto… su aspecto era lo que menos podía importarme, lo que le hacía inalcanzable, lo que convertía en un imposible la certeza que yo sentía, sin tener derecho a sentirla, dentro del pecho…yo, simplemente, vivía para la contemplación eterna y devota de aquel cubículo de hormigón, acero y cristal donde él gastaba siete horas diarias, de lunes a domingo, con un día de descanso en verano y dos en invierno. Lo imaginaba regresando cada noche a su hogar, a un lugar blanco y desordenado, salpicado de libros náuticos y cuadros de nudos marineros enmarcados en oro. Lo imaginaba incapaz de encontrar a la mujer de su vida porque ninguna de las que escogiera sabría calmar la inquietud persistente que anclaba en su pecho, aquella necesidad de un romance inolvidable que oliera a algas y a agua salada, a cielo azul y a puesta de sol…un romance que sólo podría vivir conmigo, porque sólo yo podía darle lo que él buscaba aunque él jamás fuera siquiera consciente…aunque aquel amor que le daba sentido a mi vida sólo fuera real en un universo paralelo. Me conformaba con eso. Ya sí. A fin de cuentas había dejado todo por él, había consagrado mi existencia a los chispazos de felicidad que me proporcionaba escuchar, de cuando en cuando, su voz a través de la banda marina, y mi sacrificio debía tener algún sentido, no podía destrozarlo al tener que admitir que eso sería, por y para siempre, todo lo que tendría. Prefería pensar que siempre lo supe y aún así me entregué por completo a aquel amor insensato, decidida, a pesar de mi supuesta incapacidad, a defender hasta la muerte aquel amor nacido de la locura, sustentado en el absurdo y destinado a la nada.

Me había enamorado de él sin pretenderlo, sin comprenderlo, sintiéndome caminar hacia la destrucción pero incapaz de sustraerme del hechizo embriagador que cada nuevo amanecer me llevaba a la misma roca, junto al pantalán de la gasolinera del puerto, esquivando las miradas de los marineros encargados de repostar y escondiéndome a la velocidad de la luz cuando se acercaba alguna embarcación con el tanque vacío. No es que temiera que me hicieran nada, pero no me sentía segura… ya no me sentía una más, un ser inofensivo y vulgar, incapaz de provocar la más mínima curiosidad, una más entre tantas… me sentía… sí, ya sé que era un delirio más entre aquellos que me consumían, pero me sentía una mujer, una mujer hermosa de andares sugerentes que se contoneara con el magnetismo irresistible de una hechicera y que apenas posara en él sus ojos almendrados, se hiciera con su voluntad.

Siempre he sido demasiado imaginativa. Mucho más de lo que aconsejaban las circunstancias, la vida, mi propio ser. Pero… ¿acaso puede lucharse contra lo irremediable? ¿Acaso tiene algún sentido buscar lógica en el amor? Yo lo intenté, traté de ser más fuerte que aquel sentimiento insospechado, loco, pero no pude hacerlo. He aceptado que éste es mi destino… aunque al principio no fuera capaz de resignarme.

Y es que, al principio, quería alejarme de él, olvidarlo y comenzar una vida distinta, la mía, en realidad, aquella que había dejado atrás sin remordimientos la primera vez que, distraída en mis asuntos, justo detrás de la oficina del puerto deportivo, escuché su voz. Hasta aquel día que cambió mi destino, siempre había oído con indiferencia las docenas de voces acostumbradas, pero ahora otra voz, desconocida, alertó mis sentidos y se llevó por delante todo lo que hasta entonces había sido mi vida. Hablaba por la emisora.

- ¿Puede indicarme la eslora de la embarcación?

Mi corazón dejó de latir al menos un segundo, estoy convencida de ello. Aquella voz… enardecida, acosada por primera vez en mi vida por un sordo aturdimiento, tropecé y casi acabé bajo las ruedas de un coche en marcha que salía del aparcamiento. Jamás había sentido nada parecido al oír una voz masculina. Jamás. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Por qué era aquel hombre diferente a todos esos otros que yo había visto durante toda mi existencia sin sentirme siquiera intimidada por su presunto poder? No lo comprendía, no acertaba a explicarme por qué todo mi ser se sentía hipnotizado por aquella voz irrepetible:

- De acuerdo. Diríjase al Pantalán de Espera y traiga la documentación a la oficina para asignarle atraque.

Recuerdo que me inundé de un fingido atrevimiento y comencé a rodear, temerosa, solitaria, el cubículo del que procedía su voz… no sé qué esperaba realmente, no sé cuáles eran mis pretensiones… estuve a punto de subir los escalones que me hubieran permitido verlo, antes de que alguien me echara de allí, cuando él volvió a hablar, y mi coraje se deshizo como humo al escuchar sus palabras.

No. No dijo nada especial. No se trataba del mensaje de sus palabras, ni siquiera las palabras mismas. No había empleado la emisora y su voz, desprovista de aquel barniz exótico que le confería la banda marina, me pareció tan inofensiva como la de cualquier otro. Con un súbito arranque de cordura, desanduve mis pasos y salí de allí volando, escapando de aquel insólito peso en el pecho, creyendo, ingenua de mí, que había sido un breve acceso de locura, que había perdido el Norte un mero instante, que mañana volvería a ser la de siempre.

Pero me equivoqué.

A la mañana siguiente no tuve valor de acercarme a la oficina de control de acceso del puerto, pero un desconcertante bulle-bulle, el mismo que había poblado la noche de pesadillas antes inconcebibles, me impedía por completo dedicarme a mis quehaceres de aquella hora temprana del día. Ni soportaba la presencia de nadie junto a mí, estaba desquiciada, no sentía hambre ni sueño, no hacía más que rememorar en mi aparentemente poco sofisticado cerebro la cadencia hechizante de la voz de aquel hombre sin rostro. Desistí de lograr continuar mi acostumbrada rutina sin darle un nombre a aquella desazón que nunca había conocido, que nunca había soñado siquiera experimentar, y que sin embargo estaba desgastando a pasos agigantados mi nunca demasiado elevada inteligencia. Me aposté, como una centinela inesperada, a un lado de la barrera de entrada, observando con ojos fijos aquel escenario que tan acostumbrada estaba a ver y que sin embargo ahora se me antojaba un paraje inhóspito y desolado, desprovisto de la calidez que la presencia del dueño de la voz irrepetible le había concedido. Esperé su llegada, decidida a arrojarlo del pedestal donde yo misma lo había subido sin vacilar. Pronto llegaría, yo le pondría rostro a aquel tormento insoportable y podría recuperar mi fiable y segura monotonía de cada día, porque, al menos esa certeza me consolaba, mi extravagante chifladura no podría sobrevivir a comprobar, cara a cara, que aquel hombre no tenía nada de especial, que era igual que todos los demás, que sólo su voz en la emisora o en el canal interno, su voz en las ondas, era capaz de despertar en mí un secreto instinto que me superaba sin remedio. El encantamiento se quebraría entonces, yo me liberaría y jamás volvería a sentirme perdida cuando volviera a escucharle.

La barrera se elevó. Un vehículo, conducido por personal portuario ya que tenía el mando del control de acceso, recorría el sinuoso camino de entrada. Aterrorizada, me giré y vi llegar al propietario de la voz que me había hecho renunciar casi por completo a mi vida pasada, a todo lo que daba sentido a mi propia identidad. Era el momento. Ahora o nunca. Dejaba atrás mi ilógica pasión, confiriéndole un rostro humano, desprovisto de significado, a aquella voz que me conmovía, o dejaba atrás todo lo demás, lo que siempre había sido, lo que me convertiría, al abandonarlo, en esclava de una historia imposible, inverosímil.

Fue en ese preciso instante cuando comprendí que estaba perdida. Había aguardado aquel momento con ansiedad desde el mismo momento en que noté el efecto perturbador de aquel hombre sobre mi primitiva naturaleza, había puesto mis esperanzas en que, cuando le pusiera rostro a aquella voz poderosa, el embrujo se rompería y yo podría regresar a mi nómada existencia, dispuesta a conformarme, como antes había hecho por puro instinto y sin un segundo pensamiento, con la vida que me estaba destinada. Y en el breve espacio de tiempo en que mis ojos observaron esa sombra, aún imprecisa, tras la luna del coche rojo, cuando me sentí azotar por una congoja inexplicable y nueva que me dejó completamente indefensa, me di cuenta de que de alguna sorprendente y misteriosa forma, había ocurrido lo inexplicable, lo inadmisible, lo que me condenaba sin remedio a un futuro solitario y vacío. No quería ver la cara de aquel hombre, no quería poner un rostro a aquella emoción que me trastornaba, arriesgándome así a perderla. Preferí, temeraria e imprudente, seguir enamorada de aquella voz mágica y no otorgarle ninguna cualidad que pudiera romper aquel sortilegio imposible con su evidencia de locura irrealizable. Escogí el ensueño, la quimera, la locura de permanecer embaucada por un enamoramiento absurdo que nadie podría comprender jamás, que jamás podría hacerse realidad, en lugar de enfrentar el rostro humano que forzosamente acompañaría la voz que me había enardecido y que me devolvería a una vida aburrida y previsible, desprovista de peligros y que no echaba de menos, a pesar de haberla sustituido por una existencia delirante, caótica, consumida en la espera inagotable de observar esos artilugios negros que los compañeros de mi dueño y señor llevan prendidos en la cintura de sus pantalones y de los que a veces escapa, devolviéndole a mi corazón el sentido de su misma existencia, la voz que he aprendido a amar y sin la que ya no sabría vivir.

“ La embarcación Queen of the Seas necesita ayuda para atracar”; “Una moto de agua solicita entrada en el varadero”; “El catamarán Goddess se dirige al surtidor para repostar”

Había decidido, había escogido, estaba sentenciada. Bajo el cielo azul, cuajado de nubes algodonosas, grité al infinito mi decisión, mi única salida, lo que me convirtió, de aquel día en adelante, en un ser único, fantástico, en una mezcla indivisible de realidad y ensueño, una enamorada sin más aspiración que el fracaso. Mis compañeras acogieron mi demencia con un batir de alas cuajado de voces que no podían albergar palabras, pero yo las entendí: ellas también me condenaban; sólo me quedaba él, su voz, el sonido que le daba una razón a mi existencia, el hechizo que me atrapó y del que sé que jamás podré escapar, a pesar de que el cielo, invitador, prometa acogerme y llevarme a otros parajes donde pueda borrar por siempre esta locura irrealizable.

Pero no puedo, no quiero, no lo haré. Ya he llegado demasiado lejos… he desafiado las leyes del hombre y de la naturaleza, soy una proscrita entre los míos y entre los humanos, nada me queda, salvo este ritual inevitable que cada día me lleva a esta misma roca, trastornada vigía de este mundo azul, gris y blanco del que ya no he de salir, esperando, siempre esperando, que su voz a través de la emisora me haga aceptar al fin que mi elección fue la única que siempre tuve, que jamás pude realmente decidir.

A fin de cuentas, sólo soy una gaviota.