viernes, 9 de octubre de 2020

Confesiones de un clásico

 

XVI Edición 2020


Obra: Confesiones de un clásico


Autor/a: Leticia Castro Burkun


Premio de Narrativa corta 2020

Confesiones de un clásico (Agilulfo)

 En el momento en el que me tocaron por primera vez, supe que ya nada volvería a ser igual para mí. No eran como tantas otras, y eso que si había algo que yo conocía en este mundo, eran manos. En mi larga existencia había tenido trato con manos de todos los tamaños y texturas:  resecas, cubiertas de pecas, velludas, sudorosas, muy blancas, de dedos largos y finos, plagadas de anillos dorados, con uñas acrílicas rojas, de venas saltonas, con sus nudillos tatuados, de palma clara y dorso oscuro, manos que bajo sus uñas transportaban un universo de suciedad. Además de su textura, las tenía catalogadas por sus olores: a autobús, a barandilla de hierro, a jabón de glicerina, a copa de vino tinto, a pimiento verde, a sábana recién cambiada, a tabaco de liar, o las peores: con olor a lejía. Pero las manos de las que aquí me interesa hablar eran diferentes, únicas. La piel que las vestía era color rosa muy pálido, una piedra turquesa engastada en oro blanco adornaba el meñique izquierdo, las uñas estaban cortas y llevaban una capa de brillo. El aroma que de ellas emanaba era fresco y cálido al mismo tiempo; olían a una mezcla de papel de estraza y chirimoya.

Eran manos de mujer por supuesto, pero no de cualquier mujer, sino de una que estaba muy sola en este mundo, y no por elección propia. Eran manos de mujer que me eligiría como su acompañante ocasional; quizá para que la ayude a olvidar, quizá para que la obligue a no pensar. Por mi vida pasaron manos aplastantes, que me ahogaban con su peso, otras me hacían doler; en cambio estas eran suaves, delicadas, etéreas puede que sea la palabra que estoy buscando para definirlas.

Recuerdo el primer contacto que con ellas tuve, fue con sus yemas para ser exacto. Éstas recorrieron mi tapa dura verde con dulzura, deteniéndose por momentos en mis letras doradas para ejercer una leve presión, como si estuvieran eligiendo qué melocotón comprar. Ese gesto me cautivó, nunca me habían tocado así, y sentí un cosquilleo de lo más agradable en cada una de mis vocales. Luego las manos me abrieron, y yo me esforcé por brindarles mi mejor perfume, les entregué gustoso mis cincuenta y seis años de aromas concentrados en mi amarillento papel. Supe que mi estrategia de seducción había sido un éxito porque en pocos minutos me encontré caminando entre ellas, atravesando un parque primero, cruzando una avenida luego, subiendo unas escaleras de madera que crujían con cada paso y, finalmente, entrando en un piso que olía a luz y a impecable.

Empecé a ser leído la misma noche en que llegué. La rapidez con la que mis primeras hojas fueron pasando me hizo saber que la mujer estaba acostumbrada a leer. Esperé entre ansioso y temeroso a que llegara a mi página treinta y cinco; sabía que ese momento sería crucial para mí. En mis cincuenta y seis años solo fueron quince las manos que me dejaron para no retornar, y todas lo hicieron antes de mi página número treinta y cinco. Sé que soy un buen libro, o mejor dicho, soy un clásico, de esos que las personas piensan que tienen que leer en algún momento de sus vidas, de esos que quienes me leyeron lo sacan a colación con asiduidad en sus conversaciones. La mujer llegó al mencionado número de dos cifras, y me siguió leyendo. ¡Qué cosquilleo! Ya no me abandonaría, le había generado la adicción necesaria para que me recorriera hasta acabarme y, como soy extenso, estaría un buen tiempo cerca de sus dulces manos. Ellas no doblaban mis hojas para marcarlas, no me subrayaban ni escribían en mis bordes, siempre me trataban con el máximo respeto, me tocaban con una delicadeza inusual, y eso me llevó a creer que sentían por mí lo mismo que yo por ellas.

A los tres días de comenzar nuestra relación sucedió algo maravilloso: dormimos juntos por primera vez. La mujer abandonó su mundo terrenal para ir al de los sueños, y así, me encontré toda la noche siendo abrazado por mis amadas. No sabría describir con palabras el placer que el roce de sus dedos me brindó; me sentí como un recién escrito otra vez, como si acabara de salir de la imprenta.

La mujer empezó a llevarme a su cama todas las noches; sus retinas devoraban mis páginas hasta que el sopor producido por el atracón de lectura la dormía. Entonces, mis amadas y yo nos encontrábamos libres para disfrutar del resto de la velada juntos.

Cuando la mujer llegó a un punto muy avanzado de mi lectura, por primera vez en mis cincuenta y seis años sentí vértigo ante una revelación: la vida al lado de mis queridas manos tenía fecha de caducidad. Decidí no pensar en ello, todavía me quedaban dos centenas de páginas que ofrecer. Rogué que la mujer no tuviera prisa en acabarme, que me quisiera tener sobre su mesa de luz durante meses y se aferrara a mí cada noche como a un amante del que uno todavía no se aburrió. Pero mis deseos no fueron recibidos por quien sea que recibe y cumple los deseos de los libros. Al contrario, sucedió lo peor: la mujer empezó a leerme también por el día, incluso descuidó las tareas domésticas, y hasta se saltaba comidas por estar conmigo. Yo sufría, mucho, porque cuanto más interés ella demostraba en lo que le contaba, yo me iba muriendo poco a poco.

Cuando solo me quedaban unas pocas hojas de vida un líquido tibio dibujó pequeños círculos en mi papel. Mientras las personas me leen yo las leo a ellas, y así supe que yo había sido la mejor compañía que la mujer había tenido en mucho tiempo, de ahí su tristeza. Leí en su rostro que si ella hubiera tenido un hada madrina a su servicio le habría pedido que yo no tuviera fin. Pero, lamentablemente para ambos, yo lo tenía. Mientras mis páginas finales se vanagloriaban de su importancia como pavos reales mostrando sus plumas, la tímida llovizna de lágrimas se convirtió en un diluvio descarnado. Hasta que llegó el momento más temido por mí: la mujer posó sus ojos en mi último párrafo. Las gotas que de ellos caían empapaban mi papel, y eran tan saladas que por primera vez entendí lo que era la sed. La mujer lo leyó con tranquilidad, deteniéndose en cada palabra, suspirando, haciendo su duelo antes de perderme. Aunque ninguna de mis letras o signos se movieran frente a su vista, yo temblaba poseído de frenesí, pues no sabía cómo despedirme de mis amadas tan suaves, delicadas, etéreas es la palabra exacta que las define.

Largo rato los ojos de la mujer contemplaron a mis tres asesinas: la F, la I y la N. Mientras tanto yo me preparaba para morir, una vez más, de sobra sabía de qué se trataba. Ya no recordaba cuántas veces había muerto al ser cerrado por unas manos, para luego de un corto o largo período de tiempo, resucitar gracias a la elección de otras. La mayoría de las veces al ser escogido había deseado morir rápido para volver a la plácida vida de algún estante o para formar parte de una tranquila pila de libros en un puesto callejero. Pero esta vez era diferente, esta vez estaba enamorado, y morir significaba no volver a ser estrechado cada noche por mis amadas, no volver a sentir ese cosquilleo de lo más agradable en cada una de mis vocales. No tuve dudas: cuando me cerraran yo habría muerto para siempre aunque mis hojas siguieran existiendo. Aspiré por última vez el olor cálido y fresco que usaban como perfume, e intenté memorizar las líneas de sus palmas, las venas de sus dorsos, las medialunas blanquecinas de sus uñas. Cuando por fin mis amadas me cerraron un tsunami de sentimientos me arrasó: una enorme ola de desesperación, furia y pena golpeó cada milímetro de mi papel. Acto seguido, me colocaron con su delicadeza habitual en una biblioteca. Deseé que el dolor que en ese momento sentía me destruyera, que fuera capaz de borrar mis letras y signos para que nunca más nadie pudiera leerme, para dejar de existir, y así, ir al cielo o al infierno de los libros, lo mismo me daba.

Durante los días siguientes una tristeza irritante aprovechó mi debilidad para instalarse entre mis páginas. Quise echarla, pero se rió de mí y me dijo que era un iluso si creía que algún día me otorgaría el divorcio. No me quedó otra opción que resignarme a aguantar su presencia. Los meses fueron pasando, perdí la noción del tiempo, pero no me importó, ¿qué sentido tenía contarlo? Sin el dulzor de mis amadas el tiempo y el espacio me eran indiferentes.

Llegó un momento de mi existencia en el que me encontré anticuado, sucio, estropeado. No sabía con exactitud cuántos años llevaba viviendo en la misma biblioteca, solo sabía que eran demasiados. Intuí que a nadie volvería a hacer feliz contándole mi historia, quizá había dejado de ser un clásico y me había convertido en un libro más, en un libro del montón. Entonces recé. Yo, que nunca había rezado, recé con todas mis fuerzas para que algún ser piadoso me arrojara al agua, o arrancara una a una mis hojas hasta destruirme. ¿Cuánto tiempo más tendría que vivir solo, abandonado en una polvorienta biblioteca, sin ser abrazado, tocado, olido? Pedí y rogué y grité que un incendio me llevara consigo. Justo entonces, cuando ya no me quedaba ni una pizca de ese condimento llamado esperanza, unas manos me cogieron. La piel que las vestía estaba apergaminada y era color té con leche con más leche que té, las uñas estaban resquebrajadas y amarillentas. Olían a medicamento, a huesos doloridos y a bastón de madera raída. Un cosquilleo sacudió no solo a mis vocales, sino a cada una de mis consonantes y signos de puntuación, cuando las yemas de esas manos acariciaron mi tapa dura verde y me recorrieron como si estuvieran eligiendo qué melocotón comprar.


martes, 18 de septiembre de 2018

Corazones de sapo


XV Edición 2018

Título:  Corazones de sapo

Autor/a:  Josefina Solano Maldonado


PREMIO NARRATIVA “CARMEN MARTÍN GAITE” 2018

CORAZONES DE SAPO

Amanece en Auschwitz.
Aquí la vida se ama como una tristeza, como una luz enferma que pasa despacio.
Hay un cielo de nubes bajas y densas que se mezclan con la lluvia de cenizas que expelen las chimeneas de los crematorios. Todas las componentes de la orquesta estamos preparadas en la entrada del campo para recibir a los que llegan, a los que se van a trabajar, a los que se mueren, a los que ya no creen en el futuro.
La directora, Alma Rosé, levanta la batuta: comienza a sonar la música de Schumann. Violines, flautas, chelos y acordeones vomitan sus notas sobre la tizne del aire. Las partituras están escritas sobre hojas de sal, nuestra música existe por detrás de ese silencio tristísimo que llena los vacíos, que cubre las ausencias. Tocamos para estas criaturas breves y anónimas que sólo escuchan los latidos de unos instrumentos con corazones de sapo.
Tocamos para los que salen en los comandos de trabajo con las manos descortezadas y el corazón en carne viva, tocamos para los que marchan a las fábricas convertidos en piezas del mecanismo que mueve el campo, tocamos para las mujeres del prostíbulo que se arrastran dentro de las sombras. Tocamos para los que se fueron, tocamos para los que llegan.
Arrancamos los valses de Strauss. Recibimos a los nuevos deportados de Varsovia, que acaban de bajar del tren. Hoy son mujeres y niños. Ellos, ignorantes, nos miran con sorpresa, y a nosotras nos doblega otro sentimiento, otra melodía construida de materia muerta. Las más ancianas miran las chimeneas del fondo, respiran un aire viscoso y sucio, se estrujan el alma y sacan frases de aliento para las que aún pueden sobrevivir. .Los niños nos miran y enseñan una sonrisa desbarajustada de dientes rotos, hablan bajo, sus voces son como voces de flores. Las madres los sostienen de la mano.
Una niña de pelo rojo mira a la orquesta femenina del campo y sonríe:
-Aquí deben haber preparado una fiesta con payasos, mamá. En Varsovia siempre sonaba una música como esta cuando iban a hacer una fiesta -dice entusiasmada. La madre, que tiene también el pelo rojo, la mira y no contesta. Sabe que lo que comentaban en el gueto era cierto, y al escuchar la música empieza a ajustar las cuentas con el mundo: allí son seres gregarios y sucios que valen menos
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que las ratas, allí se muestra la crueldad de la especie humana en dimensiones enfáticas, crónicas, vergonzosas. Le ha dado tiempo a contemplar a los deportados que caminan en fila de a cinco como una triste procesión de esqueletos, ha visto el humo de los crematorios, ha podido comprender que el olor acre que inunda el aire lleva escalofríos de tristeza, historias que se quedaron sin contar, sueños que se quebraron en voces que ahora son hilos de ceniza y silencio. La niña vuelve a tironear el brazo de la madre:
-Mamá, nos van a dar mantequilla y chocolate, y nos repartirán muñecas, me lo ha dicho Erika, que está ahí también con su madre. Ella quiere una muñeca con un vestidito rosa, a mí me gustan más las muñecas que tienen batitas de encajes blancos, una de esa es la que yo me voy a pedir, mamá.
Ha llegado María Mandel, acompañada del doctor Mengele. La jefa de las guardianas hace una seña con la mano y la orquesta para. El médico comienza la selección. Pone a un lado a las más ancianas, a otro a los niños, y se emplea en las muchachas. Les mira la boca, los ojos, les pregunta si están embarazadas.
-Tú, guapa, la pelirroja ¿estás embarazada? Da dos pasos al frente.
-Nein, nein, - dice la mujer obedeciendo la orden. Mengele le pide que se desnude. Ella se muestra reticente, la guardiana la golpea reiteradas veces con la fusta. Su hija sale del grupo de los niños y patea a Mandel, mordiéndole una mano.
-¡Una pequeña bribona! ¡Mandel, muerde con más rapidez que tus perros!-exclama el médico entre carcajadas.
La Ausfseherinnen monta en cólera y agarrando a la niña por el pelo le propina varias bofetadas. Su madre quiere defenderla pero Mengele le indica que cómo se acerque disparará. Se quita el vestido andrajoso que la cubre, y el médico comienza a estrujarle los senos con fuerza, le toca el vientre, le examina los dientes y las uñas, la trata como si fuera una pieza de ganado. Chasquea los dedos y Mandel la pone en la fila de las que son válidas. La mujer del pelo rojo vuelve a ponerse el vestido, y mira a su hija que está con el resto de los niños. Piensa que todo está perdido, no queda más que negar el tiempo, que negar el mundo, que negarse a sí
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misma cualquier atisbo de futuro. Si no puede estar con su hija en sus manos sólo crecerá la herrumbre y el miedo, ella será una rama seca consumiéndose en el fuego de los días, en el olvido que en algún momento llegará a ser definitivo.
Las que han sido consideradas válidas para el trabajo se dirigen a las duchas de desinfección. También un grupo de niños han sido seleccionados para participar en los experimentos de Mengele. El resto de los pequeños y las ancianas van a la cámara de gas. Mandel nos indica que comencemos de nuevo a tocar. Suena la marcha fúnebre de Chopin. Es el homenaje de despedida. A medida que caminan las reas se van quedando sin ese azul infinito que tiene el cielo cuando abriga la esperanza. Dos ancianas se quedan rezagadas en la plaza, comienzan a bailar nuestra música con una precisión y armonía maravillosas. Giran, se separan, vuelven a encontrarse en un diálogo sostenido por los movimientos, un diálogo que expresa rebeldía, locura, insubordinación. En algunos de estos seres que van a ser asesinados a veces estalla un desesperado placer, porque saben, oscuramente, que éste será el último acto de libertad que les está permitido.
-Bailemos, Doria, esta hermosa música.
-Bailemos, Elina.
Grita Doria mientras baila con su compañera:
-Bailamos para celebrar la vida que nos queda, nos puede la satisfacción de querernos en esta música hermosa. Bailamos para recordar otra vez las flores, el pan tierno, la ropa limpia, el fuego en el hogar, los pájaros, los árboles, las estrellas, todos los nombres… Bailemos para morir siendo libres. Bailemos, Elina, entremos juntas danzando en la eternidad…
María Mandel les ordena que caminen con las demás, pero ellas siguen bailando, como si no la escucharan. La guardiana saca la pistola y dispara en la cabeza a las dos mujeres. Alma Rosé señala la nueva partitura. No podemos dejar de tocar. Los condenados entran en la cámara, se aprietan dentro, se cierran las puertas y se vierte el
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Zyklon B. Hay que seguir tocando a Chopin hasta el final, son sólo cinco minutos, tenemos que acallar esos sollozos, tenemos que borrar con nuestros instrumentos los gritos, los estertores de las mujeres y niños que están ahogándose.
La niña del pelo rojo, que está en el escuadrón de infantes que Mengele convertirá en cobayas, ya no puede ver a su madre que ha entrado en uno de los barracones. No llora, e intenta recomponer ese otro mundo donde no hay fiestas, ni caramelos, ni payasos. Comienza a hablar en voz baja con Erika, de su misma edad:
-Nuestras madres volverán, no tengas miedo. A las abuelas y a los niños enfermos seguro que se los han llevado a un hospital. Mamá siempre dice que cuando piensas que algo va a salir bien siempre sale bien, tan sólo tenemos que acordarnos de momentos felices para que eso ocurra. Acuérdate de cuándo íbamos camino de la escuela y nos columpiábamos en la mecedora de la señora Lilia, o cuándo íbamos a coger ranas al río. Piensa en cosas bonitas, no llores, volveremos a casa muy pronto…
Las mujeres que han sido seleccionadas salen de las duchas de desinfección. Se muestran como tristes criaturas con los zuecos de madera y las batas de rayas. Ahora son, como todos los que estamos en el campo, objetos repetidos, seres sin identidad, que serán reemplazados por otros cuando no sirvan para mantener la productividad del campo. Y nosotras seguimos tocando a Dvorak y Tchaikovski. Tocamos en mitad de la náusea, tocamos dentro de esta amargura que nos encontramos cada día en Auschwitz.
Atardece en Auschwitz.
Regresan los escuadrones de trabajo. Estamos de nuevo preparadas. Alma Rosé levanta la batuta: suenan marchas militares para marcar el paso de los que vuelven. Hombres famélicos, mujeres hambrientas avanzan por las calles del campo hacia la fila donde están las marmitas con la cena.
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La mujer del pelo rojo, que llegó en el tren de esta mañana, busca a su hija entre la multitud. Logra escabullirse de la fila. Sigilosamente camina hacia el grupo de niños que está al lado de la orquesta. La guardiana que los custodia sale corriendo cuando oye las voces de un grupo de mujeres que pelea por la comida. Es el momento. Mira y encuentra a la niña que mordisquea unas galletas que le han hecho llegar las intérpretes. Se rompe una cuerda, y Alma Rosé indica a la violinista que vaya a la barraca para reponerlo. Baja la violinista, y en la puerta de la caseta de la orquesta está la madre con su hija y Erika. La mujer la convierte arriesgándolo todo en su confidente. Le pide que ayude a las dos niñas, se lo súplica sujetándole las manos. La violinista mira a las pequeñas magulladas, con los ojos muy abiertos. Por un momento piensa en todos esos niños que Mengele ha usado como si fueran ratas de laboratorio, matándolos al inyectarles el virus del tifus y la escarlatina. Por un momento la violinista piensa en los golpes que María Mandel propina a los más pequeños que no pueden caminar al ritmo del toque marcial de la orquesta. Sin dudarlo dice:
-Me las llevo, las voy a ocultar aquí, pero dígales usted que deben estar calladas, que no deben hacer ruido si quieren salir vivas del campo.
La madre les advierte que será cómo aquellas veces que se escondían en el armario de doble fondo que tenían en Varsovia, cuando hacían registros los alemanes. Les promete que cada noche, a la hora de la cena, se escapará para verlas. Entran las dos, cogidas de la mano, y la violinista las oculta en un pequeño tabuco que usan para guardar los instrumentos. Les da un poco de comida, les pide silencio, y vuelve de nuevo a la orquesta. En un interludio les cuenta a sus compañeras lo que ocurre. Nadie se opone, ni siquiera Alma Rosé, que propone hacer un plan de organización para proteger a las niñas.
Está acabando la jornada. Los prisioneros marchan a los barracones para dormir. Nosotras seguimos tocando para que llegue el día en que podamos levantar otra generación de nuestro propio derrumbamiento. Tocamos para que vengan seres que rompan las partituras de sal, y creen otras que digan cómo es la existencia cuando no existe el desasosiego, cuando se queda fuera de esa música tan triste que ahora suena en Auschwitz, que sonará mañana al amanecer, que sonará al atardecer, que seguirá
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sonando mientras el miedo continúe apretando fuertemente la garganta, y se sigan contando en voz baja las miles de historias que yacen tras estos muros. Seguimos tocando, tocando sin parar, aunque ya nuestra música sea una cantata triste que sueltan los corazones de sapo de nuestros instrumentos.

lunes, 24 de julio de 2017

Gorda

XIV Edición 2017

Título: Gorda

Autor/a: Elisenda Hernández Janés

GORDA Por Eli

A través de la ventana del coche, la mirada de Eva vagaba por las calles de su ciudad.
Un sol triste caía con languidez sobre los transeúntes y los envolvía en una en soñada bruma de destellos dorados.

Qué hermosos se les veía así, tras los cristales, paseando risueños por ese otoño de tonos cobrizos. Qué bonito debía de ser andar por la vida como ellos, alejados de inseguridades y hospitales, con el palpitar de un corazón vigoroso y el brillo en sus miradas que enfocaban siempre al frente. Qué gráciles serían sus gestos al avanzar por bulliciosas avenidas, montar en bicicleta con las mejillas enrojecidas, sentarse a leer en los bancos de las plazas coronadas por fuentes de aguas frías. Qué felicidad adivinar tras cada esquina un puñado de posibilidades y dulces misterios. Cuánto habría deseado ser como ellos, y tatarear estribillos de amores primaverales, distraerse mirando al cielo en
cada semáforo y reconocer en los escaparates su reflejo sonriente.

Algún día, se dijo. Pronto, muy pronto.

Desvió su atención hacia el espejo retrovisor y la mirada de su madre la devolvió a su amarga realidad. Enterrados bajo las hinchadas sombras del cansancio, sus ojos hablaban en silencio. Contaban una triste historia: la de su hija enferma que la mataba a disgustos, la de las noches de insomnio sobre almohadas empapadas de lágrimas, la de los días perdidos en consultas de hombres vestidos de blanca frialdad.

Eran unos ojos extraños, marchitos, unos ojos vacíos y, a la vez, llenos de reproches. Unos ojos en los que no quedaba rastro de la mujer que había sido: esa madre alegre que le daba la mano en las calles de su infancia o la llevaba al cine los domingos por la tarde. Aquella mujer había dejado de existir y una anciana paranoica había ocupado su lugar. Una que jamás la ayudaría, una que jamás lograría entenderla.

Una nube de culpabilidad nubló los contornos y los colores hasta ofrecerle tan solo una imagen borrosa del día. Una culpabilidad ácida que nacía en su estómago y subía por su esófago hasta escocerle en la garganta. Murmuraba insinuaciones terribles que la apuntaban a ella como la única responsable de la muerte de aquella madre feliz que un día tuvo. Que la acusaban de haberla despojado de todas sus fuerzas hasta arrastrarla a aquella horrible realidad: la de los ojos marchitos, la de la baja laboral para cuidar de esa hija que le daba la espalda, la de las deudas a fin de mes para pagar terapias y tratamientos que de nada servían. Pero no, no iba a permitirlo, se dijo secándose las lágrimas con brusquedad. Se negaba a asumir semejante responsabilidad.

Al fin y al cabo era su cuerpo, era su vida, podía disponer de ellos como le viniera en gana. Al fin y al cabo, ella no tenía la culpa de que su madre fuera una histérica, y que aquel ejército de batas blancas por el que se dejaba manipular necesitara justificar su sueldo a base de mentiras.

Huyó de esa mirada inyectada en recriminaciones y se refugió de nuevo en la contemplación de la vida en la ciudad. Posó su atención en una pareja de jóvenes que andaban de la mano por la acera enfrascados en una alegre conversación. Ambos eran altos y esbeltos y vestían con una sencillez elegante. Avanzaban a paso tranquilo pero seguro, envueltos en una arrebatadora aura de salud y lozanía. Sus movimientos se fundían en una dulce cadencia, se sincronizaban unos con otros con armonía y perfilaban de manera espontánea una hermosa melodía de gestos y miradas.

Ella hablaba con jovial acaloramiento, él la escuchaba con una sonrisa cómplice.

¿De qué hablarían? Tal vez de viajes, libros, conciertos y cosas felices. Tal vez por las noches verían películas antiguas y dejarían vagar sus miradas por los cielos salpicados de estrellas, y se sentirían insignificantes pero también inmensos, y se maravillarían de poder compartir con el otro aquella sensación única y a la vez universal. Tal vez escucharían música y bailarían sus canciones favoritas y sus cuerpos se fundirían en un torbellino de pasos y risas que les haría invencibles. Sus sueños apuntarían a lo más alto, sus cabellos olerían a champú de frutas y a agua de colonia.
Algún día, se dijo. Pronto, muy pronto…

De repente, la pareja se echó a reír, y sus carcajadas serpentearon en el atardecer hasta abofetearle el rostro. Se trataba de una risa perversa que se burlaba de ella, que se regodeaba en su desgracia. Porque ella jamás podría reír así, con la despreocupación del que se siente bien con uno mismo y no le importa el qué dirán. Porque ella jamás encontraría a nadie que la mirara de esa manera, como si fuera algo único, hermoso y delicado. Porque estaba condenada a vivir en soledad, a cargar para siempre con ese cuerpo deforme incapaz de marcar el camino, sentenciado a tropezar una y otra vez en su particular infierno de miedos y sombras. Porque sus movimientos jamás serían gráciles, ni su figura estilizada, ni su paso firme como el de aquella pareja feliz.

Una lágrima ardió en sus mejillas. ¿Y por qué no podía ser como ellos?, bramó para sus adentros en un arrebato de rabia. Sí que podía, claro que sí.

También ella podía sonreír frente al espejo, pasear con alegres zancadas, respirar hondo y sentirse fuerte, joven e invencible. También ella podía enfundarse en un cuerpo que despertara admiraciones y cumplidos. También ella podía reír escandalosamente por las calles de la ciudad, y dejarse embriagar por un romanticismo exaltado y amar, amar con locura y ser correspondida con la misma enloquecida intensidad.

Estaba en su mano, dependía únicamente de ella.
Sólo tenía que perder los quilos que le sobraban.
Era tan sencillo como eso. No bastaba nada más.

Entonces, todo cambiaría. Resurgiría la confianza durante tanto tiempo enterrada bajo las capas de su flaccidez. Tomaría las riendas de su vida. Se despediría de médicos y loqueros que fingían ayudarla mientras conspiraban a sus espaldas. Recuperaría la capacidad de concentrarse y no tendría que repetir curso ni soportar la compasión de compañeros y profesores. Atrás quedaría la humillación, las ropas vulgares, el eterno apelmazamiento de sus gestos. Jordi se fijaría en ella y ella sería capaz de sostenerle la mirada sin sentirse avergonzada e insignificante. Se querrían y pasearían de la mano
como esa pareja, con todo un futuro por delante y las miradas llenas de sueños en común. Volvería a estar de buen humor, a escuchar el sonido de su risa, a silbar en un día de sol. Se acabaría la vergüenza y el dolor cada vez que el espejo le devolviera el reflejo de su imagen.

La llave de la felicidad estaba muy cerca, al alcance de su mano.
Bastaba con un último sacrificio final.

Perder otros quince kilos. Tal vez ni siquiera tantos. Diez kilos menos y su vida sería exactamente tal y como quería.

Alentada por ese pensamiento, sus labios dibujaron una frágil sonrisa. Aquella semana se había portado bien. Ya quedaba menos, ya tenía que quedar menos. Bajó la vista hacia los faldones de su camiseta y se los subió para contemplar su cuerpo una vez más. Su realidad la golpeó con brutalidad hasta dejarla encogida y temblorosa. Por unos momentos no fue ni capaz de moverse, inutilizada por el dolor, sintiéndose enferma de tristeza. Poco a poco recuperó su capacidad de reacción y tomó plena conciencia del asco, de la repugnancia que le inspiraba aquella visión. Ciega de rabia, se llevó las manos a la barriga y trató de arrancar con ellas la grasa como si su cuerpo fuera una figura de barro que pudiera modelar a su antojo. Tan solo consiguió hacerse daño y dejar un rastro de marcas rojas sobre su piel. Pero a quién quería engañar, se dijo, sintiendo el ardor de nuevas lágrimas abrirse paso por sus mejillas. Seguía gorda, seguía asquerosa.

De nada había servido el ayuno, ni los mareos, ni los vómitos, ni las mentiras.
De nada habían servido las excusas, ni los escondites, ni los laxantes, ni las promesas.

Todo había sido inútil. Seguía gorda, seguía asquerosa, como siempre, como nunca había dejado de estar.

Un ramalazo de odio empañó su mirada. Era una gorda, una débil, una inútil. Se odiaba, se aborrecía, no podía soportarse. Alzó de nuevo la vista hacia el retrovisor y los ojos muertos de su madre no despertaron resquicio alguno de compasión esta vez. La odiaba también, con todas sus fuerzas, la detestaba como no había detestado a nadie antes: por negarse a ayudarla, por impedirle cumplir su sueño, por condenarla a la deformidad, al esperpento, a la eterna desgracia.

Mareada con la intensidad de su rencor, tardó en reconocer tras su mirada ahogada en lágrimas el horror de ese familiar escenario. El coche se detuvo y su cuerpo se estremeció al sentir tan cercano su tormento. Una ráfaga de frío le recorrió el cuerpo hasta colarse entre los entresijos de su alma.
No por favor, imploró con voz queda. Otra vez no.

Entonces, toda la furia, toda la fuerza de su desbordante dolor fue sustituida por un profundo cansancio. Una fatiga extrema que la inutilizó por completo, que no le permitió hacer otra cosa que llorar y dejarse llevar.

Con la neblinosa impotencia con la que se vive un mal sueño, se vio a sí misma avanzando hacia el hospital del brazo de su madre. Su cuerpo se arrastraba contra su voluntad, tan débil que apenas podía sentirlo. Así, mutilada su capacidad de decisión, sumida en un angustioso estado de absoluta dependencia, no opuso resistencia cuando la sentaron en una silla de ruedas. Tampoco cuando la trasladaron hacia esa habitación que olía a enfermedad y a muerte, ni cuando la despojaron de sus ropas para posar su vergüenza sobre aquella báscula cruel.

Colocada allí encima sin más sostén que el de sus propias piernas, se tambaleó por un momento y tuvo miedo de desvanecerse, de no lograr soportar el peso de su propio cuerpo. Ni siquiera tuvo ánimos de comprobar qué marcaba. Era incapaz, por mucho que se esforzara, de concentrarse en nada más que en la certeza de su derrota.

Una bruma extraña nublaba su visión y su raciocinio. No veía con claridad, no pensaba con claridad. No se percató, pues, del terror en las miradas de sus verdugos al posarse sobre su desnudez, ni de la urgencia con que las enfermeras prepararon su tortura.

Como procedentes de un mundo remoto e irreal, llegaban a sus oídos retazos de la conversación que el médico mantenía con su madre:
─Esto es muy serio. Me sorprende que pueda mantenerse en pie. ¿Cuánto hace que no come?
─Ayer la obligué a cenar, pero probablemente lo vomitó todo…

Su voz se resquebrajó en el silencio de la habitación y resurgió, instantes después, en forma de sollozos entrecortados. Poco a poco su lamento fue ganando intensidad hasta fundirse con el zumbido que desde hacía un rato sonaba en sus oídos.

Cerró los ojos y dejó que aquella sinfonía de dolor meciera su creciente somnolencia. Se abrazó a ella con avidez, deseosa de huir antes tener conciencia de la vía penetrando en su brazo y llenando su cuerpo de calorías y desgracia. Cayó rendida en un sueño feliz del que jamás habría querido despertar. Soñó que alcanzaba su sueño, soñó que no tenía que soñar más. Que, enfundada en un vestido de talla imposible, su figura perfecta avanzaba con elegancia ante los ojos deslumbrados del mundo. Que conseguía, por fin, ser como las chicas de las revistas que llenaban las casas, los quioscos, las salas de espera de ese mismo hospital. Que paseaba con un cuerpo escultural como, en ese momento, lo hacían las mujeres que aparecían por la tele de la habitación de al lado, y la de más allá, y las del mundo entero, ante la atenta mirada de millones de adolescentes que soñaban con ser algún día como ellas.

domingo, 24 de julio de 2016

Los hijos que nunca tuve

2016 XIII Edición

Tíulo:
Los hijos que nunca tuve

Autora:
Rocío Díaz Gómez

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada.
La frase salió de mi boca envuelta en una triste sonrisa. Era parte de un juego. Un juego entre amigas. Esa vez un juego de palabras. ¿Por qué nos gustarían ya tanto? Hacíamos malabarismos con cualquier palabra, la echábamos al aire, la hacíamos girar delante de nuestros risueños ojos, buscando que nos ofreciera sus distintos significados, sus múltiples posibilidades, antes de caer en la aplastante realidad que la obligaba a concretarse en uno solo de esos posibles significados.

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada.

La primera vez que dije esa frase lo cierto es que no fue exactamente así. Aquella primera vez en mi oración, la gramatical y la religiosa, era otro el sujeto y el número, otro el tiempo verbal y el significado. Aquella primera vez yo hablaba desde un rotundo y feliz singular. Como solo se puede hablar desde el púlpito de la adolescencia. Aún existía un futuro apasionante al alcance de los dedos, muy cerca, nada más torcer la esquina de aquella vida que estaba casi comenzando. “Los hijos que tendré nacerán de madrugada” dije en realidad cuando fue mi turno, anudando fuerte la frase a una sonrisa de satisfacción. De pronto mis amigas se quedaron calladas pensando ¿Por qué? Hasta que rápidamente cayeron en la cuenta: ¡Claro! Gritaron las dos al unísono mientras estiraban las palmas de sus manos para que las chocáramos en el aire.

Aquel día el juego consistía en terminar la frase “Los hijos que tendré…” relacionándola de alguna forma con nuestro nombre. Mi amiga Belén había sido la primera en jugar: “Los hijos que tendré nacerán en Navidad” había dicho sin pensar. Belén era rápida de mente y guapa, era juiciosa y sensata, la más seria y formal de las tres. La hija ejemplar, sin duda. Después llegó mi turno. De forma rotunda dije: “Los hijos que tendré nacerán de madrugada”. Porque si de algo yo estaba segura era de que tendría hijos sí o sí ¿cómo no los iba a tener? Y desde luego los tendría de madrugada, ¿¡cómo si no!? cuando mi nombre era Aurora. Quedaba por jugar mi amiga Celia. La verdad es que con aquel nombre lo tenía difícil la pobre. Pero Celia era ingeniosa y alegre; Celia, por más dificultades que la vida le presentara, sabría cómo buscarle las cosquillas. Era ese su modo de enfrentarse a la vida, doblegándola a risas. Y retándonos con sus enormes ojos lo soltó: “Los hijos que tendré serán celiacos”. Tres carcajadas salieron de nuestras bocas y chocaron en el aire antes de que lo lograran las palmas de nuestras manos. Mi querida Celia y sus pequeños celiacos.

Con el tiempo la vida se nos mostró incluso más juguetona que nosotras, que habíamos jugado tanto. 

Curso a curso nos fue sumando años y restándonos risas. Año tras año fue curvando el perfil de nuestro cuerpo y el de nuestro destino, mientras nos daba y quitaba hijos a su cruel antojo. Sin embargo siempre en algún recodo, en alguna de sus caleidoscópicas caras, terminó por darnos la razón.

“Los hijos que tendré nacerán en Navidad” había dicho Belén. Y la niña de mi amiga nació una Navidad, la única que recuerdo que nevara en nuestra ciudad. Año de nieves, año de bienes dijo su madre en aquella habitación donde acudimos a conocerla. Tanto en la vida como en los juegos, Belén siempre fue la primera. La hija ejemplar iba haciendo las cosas como las hicieron nuestras madres. 

Cómo nos habían enseñado qué se debía hacer. Un día conocerás un buen chico, te enamorarás, te ennoviarás, te casarás y estallarás en felicidad con el nacimiento de aquella niña que, no podía ser de otra forma, nacía en navidad. Si colocabas cada uno de esos ingredientes, en ese orden y en las cantidades oportunas, tendrás la receta de la felicidad. Belén parecía haberlo hecho bien. La hija ejemplar parecía ser la esposa ejemplar y estaba dispuesta a ser la madre ejemplar. Y es verdad que su hija fue un bebé rollizo y sonrosado que no dio una mala noche. También lo es que después se convertiría en una niña estudiosa, responsable y silenciosa. Tan ideal que Belén no quiso más hijos, porque sería difícil, casi imposible, que fueran a ser mejores que su niña perfecta.

“Los hijos que tendré nacerán de madrugada” había dicho yo aquel lejano día. “Los hijos que tendremos nacerán de madrugada” diría yo algunos años después a los ojos que me miraban desde el otro lado de mi almohada. Sin darme cuenta, la vida y yo misma íbamos cambiando mi frase, cambiaba el número y cambiaba el verbo, cambiaba el tiempo y el significado. Porque ya no lo decía desde un rotundo y feliz singular. Porque yo nunca fui la hija ejemplar. Yo no era sensata ni juiciosa. Yo pensaba poco y sentía mucho. Sentía mucho desde un “nosotros”. “Los hijos que tendremos nacerán de madrugada” musitaba yo con determinación a los ojos que me miraban desde el otro lado de mi almohada, mientras intentaba templar los fríos pies que acababan de llegar de la calle, que se acababan de descalzar, frotándolos entre los míos desnudos. “De madrugada” repetía yo, subrayando la segunda parte de aquella frase. La segunda parte. Esa que era mía y solo mía. De Aurora. “Di mi nombre” le pedía mientras pegaba mi caliente piel a la suya que aún estaba fresca, que aún olía a la madrugada lluviosa que acababa de mojarle. El dueño de los ojos que me miraban desde el otro lado de mi almohada tampoco pensaba, solo quería sentir, y pegaba sus labios a los míos, acallando mis palabras con sus besos, mientras se apretaba a mí buscando compartir un par de horas el calor que sabía, sabía de verbo conocer, sabía de sabor, bajo mis sabanas. Ese calor que no debía saber, no sé en cual de los dos significados, en su propia casa. Si yo no estaba siguiendo la receta de la felicidad en orden y paso a paso: “Un día conocerás un buen chico, te enamorarás, te ennoviarás, te casarás y…” ¿Cómo podía esperar ser feliz? Me preguntaría algún día.

“Los hijos que tendré serán celiacos” había dicho mi amiga Celia aquel día justo antes de que nuestras risas chocaran en el aire antes que las palmas de nuestras manos. Belén había seguido la receta de la felicidad a pies juntillas y yo me la estaba saltando con los ojos cerrados. En el término medio estaba Celia que, bien es cierto, lo intentó. Claro que lo intentó. Y conoció a un buen chico, y se enamoró, se ennovió, se casó y tuvo a su primer niño. “No veáis lo que ha pasado” nos dijo con cara de circunstancias a Belén y a mí una tarde. ¿Qué? Preguntamos las dos con un nudo de preocupación en el estómago de verla tan seria, ella siempre tan sonriente. ¿¡Qué!? La apremiamos dos minutos más tarde porque tragando saliva no nos contestaba. Nos miró despacio, muy seria, hasta que ya no pudo más y estalló en una carcajada ¡Que resulta que es celiaco! Gritó señalando al pequeño, su pequeño cómplice, que de ver a su madre tan alegre también rompió a reír. La vida juguetona, aunque solo fuera en eso, también le daba la razón.

“Los hijos que tendré nacerán en Navidad” había dicho Belén. Y la niña de mi amiga nació una Navidad, la única que recuerdo que nevara en nuestra ciudad. Año de nieves, año de bienes dijo su madre en aquella habitación donde acudimos a conocerla. Tanto en la vida como en los juegos, Belén siempre fue la primera. “Tú sacas” pareció soplarle la vida también cuando tocaron malas cartas. Su niña estudiosa y responsable, su niña silenciosa y perfecta también se fue en Navidad. La navidad de sus veinte años. Nunca nadie supo por qué aquella jovencita tan guapa como su madre, tan sensata, decidió que no quería vivir más. El por qué planificó todo con tanto detalle, en definitiva tan bien, como lo había hecho todo en su vida. Cuando la encontraron ya no se puedo hacer nada. Belén que había sido la madre perfecta no se explicaba cual había sido el ingrediente que faltaba, qué cantidad de qué, cuándo, dónde falló la maldita, maldita y maldita receta de la felicidad. Y quiso morir también.

“Los hijos que no tuvimos habrían nacido de madrugada” me dije entre lágrimas la primera noche que sus ojos me faltaron al otro lado de mi almohada. Nuestra gran historia de cortos momentos terminó el día que la hiedra de la pena comenzó a trepar por los muros de su casa. Cómo iba a dejar a su mujer rota de dolor para venir conmigo. Su mujer que parecía la esposa perfecta pero yo sabía que no lo era. Su mujer a quién su niña perfecta se le había matado. Su mujer, mi amiga Belén, siempre amiga. Fuimos cayendo cómo las fichas de un desgraciado dominó. Aquella absurda muerte también mató todo lo bueno que había entre nosotros: el contacto de nuestra piel, ese sabor, ese tacto, ese latido que palpitaba bajo el mundo, y crecía y arrasaba con tanta fuerza que conseguía que un par de horas valieran más que el resto del día. Esas sensaciones, esa forma de amar que no estaba encorsetada por ninguna receta mágica de felicidad. El musgo de la culpa colándose entre la pena, ese musgo húmedo y corrosivo fue creciendo y creciendo anegándolo todo.

“Los hijos que tendré serán celiacos” había dicho mi amiga Celia aquel día justo antes de que nuestras risas chocaran en el aire antes que las palmas de nuestras manos. Belén había seguido la receta de la felicidad a pies juntillas, paso a paso, cómo es debido. Yo me la había saltado con los ojos cerrados, los oídos tapados y el corazón desnudo. En el término medio estaba Celia, que la verdad es que lo intentó, claro que lo intentó. Y no una, sino varias veces. Porque fueron varias las veces que se enamoró, que se emparejó y se casó. Paso a paso. Pero también las mismas veces, maldita receta, fueron las que después se separó. Aunque eso sí, en cada una de esas estalló la felicidad, se selló la felicidad, con el nacimiento de un niño. Un cómplice risueño que siempre fue celiaco. Cómo no podía ser de otra manera.

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada.

La frase salió de mi boca, casi de forma automática, y envuelta en una sonrisa. Una de esas tristes sonrisas que te deja el paso el tiempo. Pero sonrisa sanadora al fin y al cabo. Allí estábamos las tres amigas. Amigas por encima de todo y de todos. Por encima de la vida y sus amores, por encima de las desgracias y las culpas. La vida le quitó a Belén lo que más quiso en el mundo, su niña. A mí me quitó, no al único amor de mi vida, pero sí al único con el que hubiera tenido hijos. Y a Celia, a mi querida Celia le quitó las ganas de volver a intentar la receta de la felicidad.

Los hijos que nunca tuve habrían nacido de madrugada. La vida va cambiando el número y el verbo, el tiempo verbal y el significado de las frases. Pero siguen existiendo las amigas. Siguen existiendo las palabras. Y los juegos. Solo hay que esperar a que nos toque sacar y aprovechar nuestro turno hasta exprimirlo.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Marcapáginas

2012 XII Edición
Primer premio

Obra:
Marcapáginas
Autor/a:
Jon Arza Pérez

Soy Néstor Cepeda, tengo treinta y siete años y, actualmente, estoy en el paro, después de trabajar como relaciones públicas en una discoteca durante una temporada que terminó en despido. Se dieron cuenta de que bebía más de lo que servía; era su mejor cliente, sólo que, en lugar de pagar por beber, yo cobraba. También jugaba bastante. Mala combinación. Como ganaba bien, me podía permitir el lujo de gastarme una parte en el casino, o en las máquinas, apuestas, carreras de caballos, timbas de cartas… Le pegaba a todo. Menos a la gente, a todo. Pero lo mío eran las máquinas y las cartas. Al quedarme sin trabajo pensé que las cartas me darían dinero para beber, para vivir y para seguir gastando en las cartas. ¿Esta quemadura que tengo en la mano? De una timba. Fue en un piso donde se organizaban partidas clandestinas entre gente de mucha pasta. Perdí más dinero del que tenía. A uno de los que estaba allí, se le ocurrió que lo mejor para ayudarme a reunir ese dinero y saldar cuentas sería que me cogiesen entre dos matones, me llevasen hasta la cocina y me metiesen la mano en la tostadora. Si después de esto no pagaba, me pondrían la cara sobre la placa del horno. Y si todavía no lo tenía claro, me meterían en pelotas toda una noche en la cámara frigorífica de una conservera. Me daban una semana para reunir el dinero. Era demasiada cantidad para tan pocos días. En más tiempo, a lo mejor conseguía juntarlo todo, pero no en una semana.

Mi padre era un tío de mucha pasta. Tenía una franquicia de tiendas de bricolaje. Mucha pasta, pero no para mí. El muy cabrón me tenía cruzado. Se estaba muriendo y le quedaba muy poco. Sufría del corazón. Llevaba años con marcapasos y había tenido varios infartos, y hasta una trombosis que le dejó una mano inutilizada y medio lado de la cara paralizado. Hablaba como si siempre tuviese la boca llena. Y aun así, con lo jodido que estaba, todavía le salían insultos. Mal genio y figura. Sin embargo, lo que me hizo no tiene nombre. O sí: el suyo. Yo sabía que si le pedía el dinero me iba a mandar a silbar a la vía. Pero también sabía que, al estar muriéndose, podría pedirle por anticipado mi parte correspondiente de la herencia, si es que estaba incluido en el testamento. Era viudo, no tenía hermanos y sólo dos hijos: mi hermana pequeña y yo. De modo que algo me dejaría, aunque fuese por lástima. Mi relación con mi hermana no se puede decir que fuese buena, pero sí lo suficientemente civilizada como para pedirle por favor que le reclamase a mi padre la parte de mi herencia. A ella le haría más caso porque la adoraba. Había conseguido ser todo lo que a él más le interesaba en la vida. Culta, buena estudiante, trabajadora y con aptitudes artísticas. Es profesora de danza clásica. Mi padre amaba el arte con una pasión que nunca le dedicó a su mujer. Prefería escuchar una ópera antes que mantener una conversación. Pero dentro del arte, lo que más le gustaba era la literatura. Era un chalado de los libros. Sólo su biblioteca ya valdría una fortuna. Se pasaba el día leyendo, por eso cuando miraba a la gente a la cara, lo que hacía era leerla como si fuese un puto libro. Era listo. Y eso era lo que más respetaba en los demás. Sólo respetaba lo que admiraba, y por encima de todo admiraba la inteligencia, rasgo que nunca descubrió en mí las pocas veces que me leyó la cara. Por eso no me admiraba. Por eso no me respetaba.

El caso es que al final, por medio de mi hermana, conseguí un anticipo para poder salir de mi hoyo. Pagué antes del plazo todo lo que debía y me libré de hacer noche en el congelador. Me olvidé de las timbas, demasiado peligro. El sentido del humor de aquella gente no coincidía con el mío. De lo que no me olvidé es del juego. A los pocos meses mi viejo palmó y me llegó una carta escrita por él pero fechada dos días después de su muerte. Se pondría de acuerdo con alguien para que me la enviase. Hablaba de sí mismo en presente, como si la hubiese redactado después de muerto. Le gustaban mucho esas paradojas temporales. Chorradas. Yo lo que quería era el dinero, no un listado con sus preferencias literarias. Pero la carta no iba por ahí. Me decía que después de haber triunfado en la vida, de haber conseguido reunir una fortuna y haberse convertido en un empresario importante y respetado, se había dado cuenta, casi al final, de que había fracasado. Y no os lo perdáis; ¿sabéis por qué pensaba que había fracasado? Porque no logró contagiarme ninguna de sus pasiones. No consiguió que me gustase la música, ni la pintura, ni el cine, ni el teatro, ni la lectura. Esto último era lo que más le jodía; que leer era para mí sólo una forma muy refinada de perder el tiempo.

Luego me pedía perdón por haberme traído al mundo y permitir que yo solito me convirtiese en un pobre infeliz, sin cultura, vacío de ideas, sin ningún talento visible u oculto, sin planes de futuro. Un tipo vulgar, tanto como toda esa gente que él veía por la calle, pero de la que no se sentía responsable, pues no era padre de ninguno de ellos. Conmigo, sin embargo, era distinto. Pese a la indeferencia que sentía por mí, le quedaba todavía una pizca de vergüenza hacia lo que yo representaba para él. No alcanzaba a comprender cómo de alguien tan brillante como él había salido algo tan mate como yo.

Al final de la carta me decía que como compensación al acto irresponsable de traerme al mundo, me dejaba un cheque con una elevada suma de dinero. Me acuerdo de este final porque lo he leído muchas veces. Decía algo así: «A tu hermana ya le he dado lo suyo, pero lo tuyo está en un cheque que, al igual que el plazo concedido por esa gente para que les pagues, perderá su validez dentro de una semana a partir del día que yo muera. Como podrás comprobar cuando lo encuentres, es bastante dinero. Lo suficiente para vivir el resto de tu vida sin hacer lo que menos te gusta: trabajar. Si tuvieses cabeza, lo administrarías con sabiduría o lo invertirías en un negocio próspero que te aumente el capital. Si tuvieses cabeza. Con lo que tienes en su lugar, te las ingeniarás para dilapidar todo ese dinero en poco tiempo, jugando a las cartas o a las máquinas, bebiendo y haciendo el idiota con cualquiera de esos amigos que sólo te abrazan cuando te notan el bolsillo abultado. Es cosa tuya, haz lo que más te plazca. Eso sí, para acceder a ese cheque tendrás antes que encontrarlo, y para ello lo tendrás que buscar entre los miles de ejemplares que componen mi biblioteca. El cheque hace las veces de marcapáginas de uno de esos libros. Ya que con mi escaso poder de convicción no he conseguido nunca que leas, sí al menos conseguiré que por afán lucrativo pasen por tus manos aunque
sólo sea uno de mis libros, si tienes la suerte de encontrar el cheque a la primera. Para que luego digas que los libros no tienen ningún valor. Dispones de una semana, ya lo sabes. Si tardas un día más, te quedas sin nada y con la rabia de haber perdido tanto tiempo entre lo que tú más detestas y yo más estimo. ¡Buen provecho y a leer, que son siete días!».

Hace falta ser retorcido. En fin, que el viejo palmó y yo me tuve que poner a pasar páginas. Al principio, cogía el libro por las tapas y lo sacudía boca abajo para ver si caía algo sin tener que buscarlo entre las hojas. Después de muchos intentos, me propuse mirar cada libro con más esmero, otra vez desde el principio. Un tipo tan taimado como mi padre no podía ser tan gilipollas de dejar suelto el cheque entre las hojas. Era capaz de pegarlo, para que sólo pudiese encontrarlo página a página.

Ni Aristóteles, ni Tolstoi, ni Borges, ni Chejov, ni Stevenson, ni Rabelais, ni Milton, ni Spinoza, ni Góngora, ni Unamuno, ni Rubén Darío, ni la puta madre que los parió a todos juntos. Hasta me he aprendido los nombres. Ninguno de estos cabrones tenía mi dinero. Seguí con el interrogatorio. Le pregunté a Baroja si tenía mi cheque. No. A Homero. Tampoco. A Dante. Ni hablar. A Nabokov. Menos. A Mallarmé. A mí que me registren. A Blake. Yo no sé nada. A Balzac. A ti te lo voy a decir. A Malcom Lowry. Si lo encuentro antes, para mí. Así hasta ventilarme toda la biblioteca. Nadie tenía mi cheque. Y sólo me quedaba día y medio. ¿Dónde podría estar? Pensé que me había tomado el pelo. Que no había ningún cheque esperándome entre las páginas de un libro. Hablé con mi hermana por si sabía algo. A lo mejor en su casa había algún libro de mi padre donde todavía no había mirado. Me dijo que no, que todos los libros de nuestro padre estaban en su propia casa. Vivías con él, tú sabrás dónde los guardaba. Me pasé horas pensando dónde podría tener más libros escondidos. Había mirado todos los que tenía en casa y no encontré nada. Hasta que caí en la cuenta de que los pocos libros que había en mi habitación más que míos eran suyos, porque fue él quien me los compró con la esperanza de que me los leyese. Miré uno, otro, y otro, hasta que por fin di con él. Entre la página treinta y la treinta y uno, que eran los años que tenía yo entonces y los que iba a cumplir, estaba el cheque a mi nombre, con la cifra que me iba a solucionar la vida y que no voy a mencionar por la vergüenza que me da reconocer el hecho descabellado de haberme gastado tanto en tan poco tiempo. El retorcido de él había metido el cheque entre uno de mis libros. Tenía sentido. Algo que iba a ser para mí, debía estar escondido entre lo que era mío. ¿Y qué libro era? El jugador, de Dostoievski. Junto al cheque venía una nota que me decía: «Me debatí entre este libro y otro del mismo autor que también tiene mucho que ver contigo: El idiota.» Qué maricón el viejo. Tenía razón cuando me decía en la carta que al menos de ese libro no me olvidaría nunca, aunque no me lo leyese. Ni me he olvidado de ése, ni de muchos otros que, por supuesto, no he leído. Pero ése si lo leí. Y me gustó, aunque no he vuelto a leer ningún otro. No he tenido nunca la necesidad. Mis necesidades han sido siempre otras.

lunes, 5 de noviembre de 2012

El violinista que ascendió a las alturas

2012 XII Edición
2º premio

Obra:
El violinista que ascendió a las alturas
Autor/a:
Marina Infante Rodríguez


Cuando llego a la boca del metro comienzo a bajar las primeras escaleras. Continúo después caminando unos metros más mientras saco mi móvil del bolsillo y miro la hora como todas las mañanas. No sé ni para qué la miro, por suerte, no pasa nada si llego algo tarde al trabajo. Aprovecho para leer los titulares de las primeras noticias del día a través de la pantalla y, de repente, mis pies me alertan de que las escaleras mecánicas no se están moviendo. Y ahí estoy yo, sola, viendo como el resto de gente sí se ha percatado del cartel rojo que prohíbe el paso.

Noto cómo me hierve la sangre por dentro. Siempre pasa igual. No hay un día que funcionen bien todas las escaleras mecánicas por las que paso a lo largo del día, que son, exactamente dieciséis. Y ahí está la segunda de todas, dándome lo buenos días y señalándome a su hermana gemela: la escalera tradicional, la de toda la vida.

Me dispongo a bajar y en el segundo escalón alcanzo a una chica con unos taconazos de diez centímetros. Debe estar jurando en hebreo por no haber elegido ponerse unas bailarinas esta mañana. Se nota que lo está pasando fatal. Me compadezco de ella y casi inconscientemente aminoro el ritmo para ir a la par. Al quinto escalón me aburro de ir tan lenta y le adelanto. Comienzo a bajar los escalones con buen ritmo y noto como mi cuerpo empieza a activarse por dentro. Y entonces me acuerdo del último anuncio de Bezoya, ese que anima a quedarte con lo bueno de las cosas, en el que sale una tal Raquel que, cuando ve que el ascensor no funciona, dice “será porque necesito hacer un poco de ejercicio”. Pues será eso, me digo para mis adentros.

El siguiente tramo de escaleras es más agradable, funciona a la perfección. Ya he tenido suficiente ejercicio por el momento así que decido dejarme llevar y descender suavemente. Hasta que de repente oigo el ruido del metro. Dudo durante una centésima de segundo qué hacer. Seguro que es el mío, pienso. Empiezo a bajar las escaleras corriendo, el ruido aumenta más y más por lo que no me queda otra que bajar las
escaleras de dos en dos, dando grandes zancadas. Tengo el bolso colgando, el móvil en la mano, el jersey colgado del antebrazo y la bolsa del tupper en la otra mano. Los cubiertos empiezan a chocar contra el tupper de cristal y hacen un ruido espantoso. ¡Lo pierdo, lo pierdo!

Decido hacer un salto mortal con voltereta y saltar de golpe los tres últimos escalones.
Al hacerlo, me impulso con los brazos hacia atrás con tan mala suerte que el tenedor sale disparado de la bolsa del tupper. Llego a suelo firme antes que el dichoso tenedor, que se ha quedado en uno de los escalones. Mientras baja oigo los pitidos que avisan cuando las puertas del metro están a punto de cerrarse. Alargo el brazo y consigo agarrarlo con los dedos. Corro tres metros y giro. Veo el metro con las puertas ya
cerradas y arrancando. Pero no era el de mi andén, era el de enfrente. Maldigo en alto levantando la mano y arrepentida por haberme pegado semejante carrera en balde. Veo que un chico me mira risueño a mi lado. Me doy cuenta de que estoy empuñando el tenedor. Me ruborizo un poco y lo vuelvo a guardar en la bolsa del tupper.- De aquí no te mueves hasta las dos de la tarde- le digo al cubierto.

Mientras espero a que venga el metro, veo en frente de mis narices el último anuncio que hemos hecho en la agencia. Aquel que hace sólo tres días estábamos entregando a todos los medios. Lo miro y me repugna. Como estoy aburrida sigo mirándolo un poco más y observo un pequeño fallo tipográfico en el legal. Lo comentaré luego en la agencia por si acaso, pienso. Aunque, en realidad…¿a quién demonios le importa el
maldito texto legal? Si los únicos que se lo leen son los del departamento de marketing…

Una especie de vocecilla de alarma suena en mi cabeza advirtiéndome de los quince minutos que aún me quedan para empezar mi jornada laboral, así que dejo de pensar en publicidad. En ese instante, el tren en el que me tengo que subir entra a toda velocidad en el andén, totalmente camuflado por un anuncio de Trident fresh. Socorro.

Una vez en el vagón, observo las caras mañaneras de la gente. No me da tiempo ni a imaginarme cómo será la vida de la mujer que tengo enfrente porque me toca bajarme en la siguiente parada. Me adentro en la jungla. Y es que, empieza el transbordo. Miles de personas van aceleradas como si llegaran tarde al trabajo. Sin darse cuenta de que, cuando lleguen, se van a ir diez minutos a tomarse el café y a perder un poco el tiempo.
Me estresa el ritmo frenético de esta gran ciudad. Al fin llego al centro del pasadizo y entonces le veo otra vez allí. Y vuelve a pasar. Lo peor y a la vez, lo mejor de mi rutina.
El violinista levanta su mirada del violín y me mira directamente a los ojos. Hoy está tocando una canción preciosa. Me suena mucho, pero no sé cuál es. Intento memorizar la melodía con todas mis fuerzas. Siempre está aquí, lleva tocando meses, cada mañana.
Nunca falla. Es muy alto y delgado, debe estar rozando los cuarenta y, aunque siempre lleva la misma ropa, algo desaliñada, se le ve muy elegante, con buen porte. Tiene los ojos muy azules y el pelo oscuro y  totalmente revuelto. Me siento fatal. Ojalá pudiera darle más dinero. El mundo es tan, tan injusto. ¿Por qué tendrá que estar él ahí? ¿Pensará cuando me mira que yo soy una ejecutiva y que gano miles de euros únicamente por ir arreglada a trabajar a las ocho de la mañana? Jamás se imaginará que soy becaria y que gano trescientos euros trabajando diez horas al día en una multinacional. Juro que si me contratan le daré algo más de dinero. Me dan ganas de decírselo, que si pudiera le ayudaría más. Miro el estuche negro de su violín, abierto en el suelo bajo sus pies, con sólo un par de monedas brillantes. Echo la moneda que tengo ya guardada en el bolsillo derecho de mi falda. Es menos de un euro, no me atrevo ni a mirarle de la vergüenza. Reanudo el paso y la canción empieza a sonar cada vez más fuerte. Hasta que se para. Se para de golpe y ya no se escucha nada. Me giro y veo a un señor con un elegante traje color azabache. Está hablando con el violinista y le está extendiendo un pequeño trozo de papel. Quiero saber qué pasa. Sigo mirando hacia atrás pero una estampida humana de gente con prisa me golpea a su paso y no me queda otra que dejarme llevar por la corriente y seguir el curso del camino hacia delante en dirección a la línea 6.

Durante lo que queda de trayecto, en mi cabeza empiezan a borbotear pensamientos que van y vienen y barajan todo tipo de posibilidades de lo que puede estar ocurriendo entre el violinista y el hombre trajeado. ¿Será un secreta diciéndole que no está permitido tocar en el metro? No, no creo. Será un simple viajero, quizás italiano, que le está dando su tarjeta para que le llame? ¡Eso es! ¡Seguro que se ha quedado hipnotizado por la destreza del violinista y lo va a sacar de ahí! ¡Claro que sí! ¿Estará tocando en el Auditorio de la capital la próxima vez? ¡Ojalá…! Y entonces, detengo mis pensamientos. Seguro que por haberlo pensado ya no ocurre. Sería mucha casualidad que el hombre trajeado le estuviera ofreciendo trabajo.

Llego a la agencia y busco en mi ordenador las canciones de música clásica más famosas de la historia. Y escucho un tema tras otro hasta que uno de ellos, coincide con la melodía de mi cabeza. Es el Canon de Pachelbel. Esa era la canción que el violinista había tocado esta mañana. Se me eriza la piel, es preciosa. El resto del día transcurre con normalidad hasta que recibo una buenísima noticia. Por fin me van a contratar.
Estoy exaltada y emocionada. No me lo puedo creer. Pienso en todas las cosas que siempre he querido hacer con mi primer sueldo. Y pienso, también, en la promesa que tengo que cumplir.

Al día siguiente, para variar, el tercer tramo de escaleras mecánicas está estropeado, bajo por las normales y me subo al metro de la línea azul. Hago exactamente lo mismo que llevo haciendo durante meses aunque hoy me siento mucho más feliz. Comienzo a realizar el transbordo, pero cuando llego al centro me quedo totalmente paralizada. No le veo. No está. No puede ser. Es la primera vez que él no está en seis meses. ¿Dónde estás violinista? Me pregunto para mis adentros mientras mi mano aprieta fuerte el billete que llevo en el bolsillo de mi falda.

Siento que mis piernas flojean, para mí, significaba mucho darle aquel billete. Aunque él no supiera lo que había conseguido, quería poder darle más que una mísera moneda.

Siento el extraño presentimiento de que nunca más va a volver a ocupar aquel lugar.

Intento ponerme en el mejor de los casos. ¿Habremos tenido suerte los dos? ¿Pudo ser ayer nuestro gran día? ¿De verdad gracias a aquel hombre trajeado podría estar el violinista tocando para el gran público? No sé si lo volveré a ver. Saco mi billete y me lo guardo en un pequeño compartimento de la cartera. Ya sé lo que voy a hacer con él.

Y como si creyera que lo fuera a encontrar allí, subido en un gran un escenario, decido ir a un concierto, necesito volver a escuchar una vez más el Canon de Pachelbel.
Mawin

sábado, 24 de septiembre de 2011

El ladrón de especias

XI Ed. 2011 Accésit Marítimo Portuario
1º Premio

Obra:
El ladrón de especias
autora:  
Cristina Mejías Irigoyen
 Aris Kindt nunca hubiera imaginado la sorpresa que le tenía guardada el destino. Y no por falta de imaginación, que tenía, y mucha. Simplemente, porque parecía inconcebible que un ladrón, por muy bueno que fuera, pasase a la Historia por un retrato colgado de una de las ilustres paredes del Gremio de Cirujanos de Ámsterdam.

Y así, ajeno a lo que la Divina Providencia tenía planeado, se apostó una fría tarde de invierno en el gran puerto de Ámsterdam.

Aris observaba con atención el continuo ir y venir de hombres en torno a la enorme nave que había atracado a primera hora de la tarde. Se había procurado un observatorio desde el que poder observar sin ser visto, al resguardo de la lluvia que caía incesante desde hacía varios días.

Había oído hablar del barco la noche anterior en la taberna del puerto. No había sido difícil obtener información sobre las naves que atracarían en el puerto durante aquella semana. Le habían bastado tres jarras de cerveza para que un marinero viejo y desdentado le diese todo tipo de detalles sobre el gran barco que atracaría al día siguiente procedente de las Indias y con las bodegas repletas de las más variadas especias. Algunas de ellas, le dijo, más valiosas que el oro que traían los españoles en sus galeones.

Aris no había traficado nunca con especias. Lo suyo era más el improvisado vaciado de bolsillos callejero. Pero sabía del importante comercio que se había desarrollado en Europa en torno a esas mercancías a través de aquel puerto. Los productos llegaban de todos los rincones del globo en grandes naves de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que invadían a diario los extensos muelles, convirtiéndolos en una enorme ciudad de barcos.

Sabía que podía haber aspirado a encontrar un trabajo digno en los astilleros o en el puerto. No faltaba trabajo para un hombre fuerte y bien dispuesto. Pero la disciplina, un horario estricto y aceptar órdenes no estaban hechos para él, acostumbrado a trabajar a su antojo. Él era ladrón, y a mucha honra. Un ladrón limpio en sus métodos y hábil en sus formas. Y hasta se decía a sí mismo que un ladrón elegante. Ahora había depositado todas sus esperanzas en Ámsterdam. Una ciudad de ricos que brindaba innumerables oportunidades. Quién sabía, a lo mejor podría llegar a adquirir una de aquellas hermosas mansiones que se estaban construyendo en torno a la inmensa red de canales.

¿Por qué no?

Aquella noche trazó su plan. A la mañana siguiente se apostaría en el mismo lugar, un punto estratégico desde el que podría vigilar atentamente las mercancías para asestar su golpe con precisión, sin testigos, sin que nadie pudiera apuntarle con un dedo acusatorio.

Ese sería su último golpe. Así lo había decidido. Se sentía cansado después de tantos años de profesión. Necesitaba asentarse en un lugar estable, dejar de errar de una ciudad a otra, de un pueblo a otro, comenzar una vida honrada. Las especias eran la llave que abriría la puerta de su destino.

Durmió feliz.

Soñó con una nave cargada de especias. Con enormes sacos marrones de una tela basta en los que había dibujados extraños símbolos que no alcanzaba a comprender.

Soñó que todos aquellos sacos eran suyos. Los abría y hundía sus manos entre las especias, para sacar después un puñado de semillas, o cortezas, o fragantes hojas de plantas que le eran desconocidas.

Soñó que era rico. Inmensamente rico. Habitaba en una magnífica mansión que asomaba sobre el gran canal y desde cuyos ventanales su vista alcanzaba hasta el puerto.

Soñó que se casaba. Y soñó con su mujer. Una joven hermosa, servicial y bien dispuesta para darle una buena prole.

Soñó con sus hijos. Diez. No, doce. Nueve chicos robustos que llegarían a ser honrados y afamados comerciantes de especias y tres lindas niñas virtuosas y modosas que cuidarían de su padre en su vejez.

* * *



A primera hora de la mañana estaba apostado junto al pilar de la tarde anterior. Detrás de él, a pocos metros, había dispuesto un carro en el que cargaría sus mercancías para alejarse rápidamente del puerto sin llamar la atención.

Había contactado con un rico comerciante español dispuesto a pagarle una inmensa fortuna en monedas de oro a cambio de los sacos de especias que él le había prometido. Un hombre sin escrúpulos al que no le interesaba la procedencia de las especias ni quién era su legítimo propietario.

Todo seria rápido y limpio. Sin violencia. Sin testigos.

En unas horas iniciaría una nueva vida.

Sintió la humedad en sus huesos y le hizo estremecerse. Pero no era momento para sensiblerías. Tenía que estudiar bien los movimientos de los estibadores, que descargaban la nave rápidamente. Era necesario elegir el momento adecuado para hacerse con el botín. Aún no sabía cuál sería, pero ese era un detalle menor. Él se haría con varios de aquellos sacos o con uno de los toneles, y que la suerte deparase lo que tuviera a bien. Fuera lo que fuese, sabía que cualquiera de las especias que había transportado la nave le procuraría una fortuna en monedas de oro.

Se fijó en un grupo de obreros que habían dejado grandes sacos marrones apilados junto a un carro, al pie de la pasarela de la nave, y que se alejaban con la intención de tomarse un descanso en la taberna del puerto.

Nunca hubiera imaginado que pudiera ser tan fácil, pero allí estaba. Aquella era su oportunidad.

Salió de su escondite y se dirigió despacio y sigiloso hacia el carro. Conforme se acercaba fue contando los sacos. Desde allí contó hasta diez, pero estaba seguro de que había más detrás del carro.

Le pareció oír pasos cercanos y se escondió junto a una pilastra. No quería testigos, nadie que pudiera acusarle. Esperó unos segundos, pero no parecía haber nadie por los alrededores. Era su momento.

No la vio. Tan pendiente estaba de su botín que no vio la pequeña grúa de hierro que colgaba justo sobre su cabeza. Sintió un golpe seco y un profundo dolor de oídos. De pronto se hizo de noche. No veía nada, no oía nada. Ni siquiera, el golpe sordo que hizo su cuerpo cuando cayó al suelo.

* * *



Una voz áspera le hizo volver a la realidad. Abrió los ojos con cierta dificultad. La luz le cegó y se resistió a mantenerlos abiertos. Pero la voz áspera no parecía dispuesta a darle tregua.

Sintió frío. Notó que temblaba. Y aquel hombre de piel oscura y rasgos tan peculiares, hablándole en una lengua que él no era capaz de comprender. ¿Era posible que la muerte fuera tan rápida y tan implacable cuando el vivir era tan difícil? ¿Podría ser que el destino le negase una última oportunidad, la de vivir como un hombre honrado? Y si así había sido, ¿habría llegado ya al infierno? ¿Tan corto era el viaje? No podía ser, pensó. No era justo, porque aún no se había hecho rico, ni tenía una mansión que asomara al gran puerto. Ni mujer, ni hijos.

Trató de recuperar el control de su cuerpo. Movió lentamente los pies y las manos, las piernas y los brazos. Todo parecía responder. Se incorporó con torpeza y, para su satisfacción, vio los sacos marrones junto al carro. Bien, se dijo. Aún no había llegado al infierno. Seguía en el puerto, justo enfrente de sus grandes sacos de especias.

El hombre de tez oscura intentó impedir que se levantara, pero Aris hizo caso omiso de sus palabras. Al fin y al cabo tampoco las comprendía. Comenzó a dar tumbos hacia la derecha, luego hacia la izquierda, después un traspié. Se dirigía hacia los sacos, pero estos parecían alejarse a cada paso que daba él. Aceleró sus tambaleantes pasos tratando de alcanzarlos. Un último trompicón y cayó de bruces contra los sacos, arrollando uno de ellos, al que se aferró con fuerza hasta caer juntos al agua.

El hombre del extraño hablar corrió hacia él y se tiró al agua. Pero nada pudo hacer. Aris había sido empujado hacia el fondo por el peso del saco marrón.

* * *



El doctor Tulp examinaba los cuerpos en la morgue. Cuerpos que nadie había reclamado. Los había de todas las complexiones y edades. De tez clara y oscura. Jóvenes y mayores. Pero la elección no sería difícil porque, para sus propósitos, necesitaba un cuerpo musculoso y que no mostrara señales de violencia.

- Éste de aquí –le dijo al funcionario-. ¿De qué murió?

- Creo que ahogado, doctor.

- Perfecto. Me sirve. Hágalo llegar al Gremio de Cirujanos.

* * *



Así fue como Aris Kindt acabó posando, sin él saberlo, para un joven pintor que debía retratar a un grupo de cirujanos atentos a una lección de anatomía. La musculatura de su brazo pasó a formar parte de la Historia del Arte, inevitablemente unida al nombre del joven artista con el que alcanzó la fama. Rembrandt van Rijn.



* * *



Tres objetos inútiles y un vacío difícil de llenar

2011 XI Edición
1º premio  Tema libre

Obra:       Tres objetos inútiles y un vacío difícil de llenar

autor:  
Juan Carlos Garrido del Pozo
– Ven, hijo, pasa a ver al abuelo.
– No puedo.
La respuesta no encierra ninguna retórica; aunque no existe un muro infranqueable que obstruya la entrada, siento como si mis pies estuviesen clavados al suelo. No suelo rehuir enfrentarme a la realidad, pero contemplar el dolor y el desmoronamiento de un hombre fuerte, como mi abuelo, me causa un pudor tan absurdo como indoblegable.

Hace ya tiempo que dejé de ser un niño, y he alcanzado una edad en la que, dependiendo de para qué, estoy comenzando a dejar de ser joven; aun así, soy incapaz de enfrentarme a esta prueba. El mero hecho de pensar en ella me induce una suerte de regresión, donde el propio miedo vuelve a ser el objeto más temible.

El abuelo tenía la habilidad de hacernos sentir a cada uno de los nietos que éramos únicos, en particular para él. Cada vez que iba al pueblo, Martín sacaba los dos tractores de la nave para darme un paseo en cada uno de ellos, hecho que se convirtió en una especie de ritual y que me hacía sentirme superior a mis compañeros de colegio, chicos de ciudad, que no sabían en qué podía consistir la experiencia. Mi padre me sacó una foto al volante del viejo John Deere, que mi abuelo llamaba "la Chivilla" y que siempre me prometía que iba a ser para mí; por eso yo lo prefería al otro, más grande y nuevo, y la exhibía pegada en la portada del archivador que llevaba a clase. Cada vez que se caía a pedazos o que cambiaba de carpeta, mi padre encargaba una copia nueva; sobre el escritorio de mi oficina, conservo la última, enmarcada.

Pero no se trataba sólo de eso, sino que siempre que mis padres eran demasiado rigurosos o inflexibles, tenía la certeza de que podía contar con el infalible amparo del abuelo. Eso no significaba que me lo consintiese todo, muy al contrario: las raras ocasiones en las que me recriminaba algo, me escocía mucho más que diez cachetes de mi padre.

El abuelo Martín era un hombre grande y fuerte, pero, ante todo, era alguien que exhibía una alegría y vitalidad que le hacían ser conocido y popular en todos los contornos. Por eso no puedo sobreponerme a este trance. Lo he mirado un instante desde el umbral; tenía el rostro casi oculto bajo la mascarilla de oxígeno y, por lo que pude ver, no se enteraba de nada. No quiero que este sea el último recuerdo que guarde de él, de quien tan buenos momentos atesoro, pero mi padre insiste.

– Venga, hijo, pasa: te ha estado llamando toda la noche.

No sé si será cierto; mi padre demuestra una particular pericia para descubrir los puntos débiles de todo el mundo, en especial los míos, que además conoce al dedillo, y temo que no sea más que una treta, pero lo miro y constato que apenas puede contener las lágrimas. Es la primera vez que soy testigo de que ese hombre, casi un extraño para mí y que siempre había supuesto tan duro y frío como el granito, evidencie un síntoma de debilidad, o apenas de ser humano.

Esta noche no he podido dormir; cuando mi padre me telefoneó para decirme que el abuelo se moría, busqué el primer enlace e invertí más de diez y seis horas en el viaje. Para llegar aquí y no ser capaz de despedirme de él. Sin duda son demasiadas las palabras que dí por supuestas y el agradecimiento que devoró el olvido; de un modo tan impreciso como inequívoco, siento que le debo un último gesto, que no soy capaz de brindarle. Observo, con incredulidad, que el suelo, frente a mis pies, está salpicado de pequeñas gotas, unas lágrimas que no acabo de asumir que sean mías hasta que me palpo las mejillas. Embargado por este llanto sordo, me dejo guiar por mi padre hasta su lado. También coloca mi mano sobre la del abuelo y noto que este la aprieta, si bien no vuelve la cabeza ni abre los ojos, por lo que bien pudiera suceder que no se trate más que de un acto reflejo.

– "La chivilla" es tuya.

Fueron sus últimas palabras. De no ser por las lágrimas de mi padre, podía haber dado por supuesto, sin demasiado esfuerzo, que había sido una figuración mía. Llego al convencimiento de que me ha estado esperando, reservándome, con obstinado celo, su último aliento.

***

Lo más cruel de la muerte es que ni siquiera nos concede la indulgencia de quedarnos a solas con nuestro dolor. Apenas comenzamos a sentir la gélida quemazón del vacío, tenemos que ocuparnos de cientos de asuntos de intendencia y enfrentarnos a un papeleo inacabable y agotador, prueba irrefutable de que es mucho más engorroso morirse que nacer. Se debe atender a esos familiares y amigos remotos, que nunca te acabas de explicar cómo se enteraron a tiempo de la noticia, así como fingir que no les has visto bromear despreocupados hace unos instantes, como si estuvieran en la cola de la frutería. Cuando eres pasto del desgarro, te resulta impúdico que pueda existir algo al margen de esta amargura, y te devoran los remordimientos si por un instante te liberas de ella.

Y, tras el sepelio, de nuevo la soledad, que, por inesperada, te desconcierta en mayor medida que el trajín anterior.

No quiero asistir a la lectura del testamento, pero mi padre insiste. En su mirada refulge un brillo pícaro, que delata que este hecho oculta algo más que no está dispuesto a desvelar. Poco después, me lo confirma el gesto airado de mis parientes, así como la frialdad con la que me tratan. Me siento como la víctima de una inocentada donde todos, menos uno, están al tanto de la misma y compinchados, o un mendigo que se cuela en un banquete de bodas. La lectura del notario, al que le tiemblan las manos aún más que la voz y que da la impresión de que en cualquier momento puede irse a hacerle compañía al abuelo, desvela el misterio. En resumen, la última voluntad de Martín consiste en que yo escoja lo que quiera y el resto se reparta según corresponda legalmente. Esto explica las miradas iracundas de Carmelo y Agustín, los dos únicos primos que viven en el pueblo, así como los ceños enfurruñados de sus esposas, que no cesan de cuchichear entre ellas. Sin duda ansían quedarse con las tierras del abuelo y el resto de sus misérrimas pertenencias.

El notario abre una caja de cartón y me invita a escoger: así que a esto quedan reducidos casi noventa años de duro trabajo. Una carpeta de cartulina azul, rotulada con la inconfundible caligrafía inclinada y menguante del abuelo, reza: “Escrituras”. En su interior papeles amarillentos, algunos manuscritos, poco más que compromisos verbales y, por supuesto, sin registrar. Mis primos parecen contener la respiración, incluso cuando la cierro de nuevo con la banda de goma. Lo siguiente que identifico es el llavero: tiene serigrafiado un pequeño tractor verde, flanqueado por una máquina de empacar y una cosechadora; sobre ellos un cartel: “John Deere, fuerza de lider”.

– Me quedo con las llaves, pero no con el tractor: no lo quiero para nada.

Mis primos parecen recuperar la tranquilidad y escucho a Paloma, la esposa de Carmelo decir: “Está como una cabra”. Intento fulminarla con la mirada, pero se dedica a cotorrear con su cuñada y no me presta atención. Podría hacerlo con su marido, pero bastante castigo tiene con aguantarla a ella. Encuentro el viejo reloj de plata. Martín no toleraba llevar nada en los dedos ni en las muñecas, y se lo regaló mi abuela cuando celebraron las bodas de plata. Tiene el cristal rajado y no funciona desde hace al menos diez años, pero el abuelo jamás se desprendía de él. Dentro de la tapa, una foto de ambos el día de su boda, igual que la que puede contemplarse enmarcada sobre la televisión.

– También me quedo su reloj de bolsillo.

Lo último que elegí fue su ajada petaca. En su interior, además de un poco de tabaco rancio, hay un librillo casi agotado y un manoseado chisquero. Hasta hace poco más de dos años, cuando le diagnosticaron el cáncer, siempre había fumado esos cigarrillos que liaba con pasmosa habilidad. Cuando lo dejó, le cambió el carácter; no tanto por el hecho en sí, sino porque lo asumió como una suerte de capitulación final.

– También me quedo con esto.

Concluyo mientras que vuelvo a tapar la caja. Angustias, la mujer de Agustín, se señala la sien con el índice y lo hace girar. El notario también me observa, extrañado.

– ¿No desea nada más?

– Sí –mis primos contienen de nuevo el aliento–. Deseo todas las tardes que no pude pasar con él. Y todos los abrazos que no pudo darme ¿Los guarda usted en su poder?

El notario me contempla de hito en hito, ahora convencido, como el resto, de que no me encuentro en mis cabales.

– Ven, vamos, hijo.

Mi padre me pasa el brazo sobre el hombro y, por primera vez en la vida, albergo la completa certeza de que se siente orgulloso de mí.