sábado, 24 de septiembre de 2011

Tres objetos inútiles y un vacío difícil de llenar

2011 XI Edición
1º premio  Tema libre

Obra:       Tres objetos inútiles y un vacío difícil de llenar

autor:  
Juan Carlos Garrido del Pozo
– Ven, hijo, pasa a ver al abuelo.
– No puedo.
La respuesta no encierra ninguna retórica; aunque no existe un muro infranqueable que obstruya la entrada, siento como si mis pies estuviesen clavados al suelo. No suelo rehuir enfrentarme a la realidad, pero contemplar el dolor y el desmoronamiento de un hombre fuerte, como mi abuelo, me causa un pudor tan absurdo como indoblegable.

Hace ya tiempo que dejé de ser un niño, y he alcanzado una edad en la que, dependiendo de para qué, estoy comenzando a dejar de ser joven; aun así, soy incapaz de enfrentarme a esta prueba. El mero hecho de pensar en ella me induce una suerte de regresión, donde el propio miedo vuelve a ser el objeto más temible.

El abuelo tenía la habilidad de hacernos sentir a cada uno de los nietos que éramos únicos, en particular para él. Cada vez que iba al pueblo, Martín sacaba los dos tractores de la nave para darme un paseo en cada uno de ellos, hecho que se convirtió en una especie de ritual y que me hacía sentirme superior a mis compañeros de colegio, chicos de ciudad, que no sabían en qué podía consistir la experiencia. Mi padre me sacó una foto al volante del viejo John Deere, que mi abuelo llamaba "la Chivilla" y que siempre me prometía que iba a ser para mí; por eso yo lo prefería al otro, más grande y nuevo, y la exhibía pegada en la portada del archivador que llevaba a clase. Cada vez que se caía a pedazos o que cambiaba de carpeta, mi padre encargaba una copia nueva; sobre el escritorio de mi oficina, conservo la última, enmarcada.

Pero no se trataba sólo de eso, sino que siempre que mis padres eran demasiado rigurosos o inflexibles, tenía la certeza de que podía contar con el infalible amparo del abuelo. Eso no significaba que me lo consintiese todo, muy al contrario: las raras ocasiones en las que me recriminaba algo, me escocía mucho más que diez cachetes de mi padre.

El abuelo Martín era un hombre grande y fuerte, pero, ante todo, era alguien que exhibía una alegría y vitalidad que le hacían ser conocido y popular en todos los contornos. Por eso no puedo sobreponerme a este trance. Lo he mirado un instante desde el umbral; tenía el rostro casi oculto bajo la mascarilla de oxígeno y, por lo que pude ver, no se enteraba de nada. No quiero que este sea el último recuerdo que guarde de él, de quien tan buenos momentos atesoro, pero mi padre insiste.

– Venga, hijo, pasa: te ha estado llamando toda la noche.

No sé si será cierto; mi padre demuestra una particular pericia para descubrir los puntos débiles de todo el mundo, en especial los míos, que además conoce al dedillo, y temo que no sea más que una treta, pero lo miro y constato que apenas puede contener las lágrimas. Es la primera vez que soy testigo de que ese hombre, casi un extraño para mí y que siempre había supuesto tan duro y frío como el granito, evidencie un síntoma de debilidad, o apenas de ser humano.

Esta noche no he podido dormir; cuando mi padre me telefoneó para decirme que el abuelo se moría, busqué el primer enlace e invertí más de diez y seis horas en el viaje. Para llegar aquí y no ser capaz de despedirme de él. Sin duda son demasiadas las palabras que dí por supuestas y el agradecimiento que devoró el olvido; de un modo tan impreciso como inequívoco, siento que le debo un último gesto, que no soy capaz de brindarle. Observo, con incredulidad, que el suelo, frente a mis pies, está salpicado de pequeñas gotas, unas lágrimas que no acabo de asumir que sean mías hasta que me palpo las mejillas. Embargado por este llanto sordo, me dejo guiar por mi padre hasta su lado. También coloca mi mano sobre la del abuelo y noto que este la aprieta, si bien no vuelve la cabeza ni abre los ojos, por lo que bien pudiera suceder que no se trate más que de un acto reflejo.

– "La chivilla" es tuya.

Fueron sus últimas palabras. De no ser por las lágrimas de mi padre, podía haber dado por supuesto, sin demasiado esfuerzo, que había sido una figuración mía. Llego al convencimiento de que me ha estado esperando, reservándome, con obstinado celo, su último aliento.

***

Lo más cruel de la muerte es que ni siquiera nos concede la indulgencia de quedarnos a solas con nuestro dolor. Apenas comenzamos a sentir la gélida quemazón del vacío, tenemos que ocuparnos de cientos de asuntos de intendencia y enfrentarnos a un papeleo inacabable y agotador, prueba irrefutable de que es mucho más engorroso morirse que nacer. Se debe atender a esos familiares y amigos remotos, que nunca te acabas de explicar cómo se enteraron a tiempo de la noticia, así como fingir que no les has visto bromear despreocupados hace unos instantes, como si estuvieran en la cola de la frutería. Cuando eres pasto del desgarro, te resulta impúdico que pueda existir algo al margen de esta amargura, y te devoran los remordimientos si por un instante te liberas de ella.

Y, tras el sepelio, de nuevo la soledad, que, por inesperada, te desconcierta en mayor medida que el trajín anterior.

No quiero asistir a la lectura del testamento, pero mi padre insiste. En su mirada refulge un brillo pícaro, que delata que este hecho oculta algo más que no está dispuesto a desvelar. Poco después, me lo confirma el gesto airado de mis parientes, así como la frialdad con la que me tratan. Me siento como la víctima de una inocentada donde todos, menos uno, están al tanto de la misma y compinchados, o un mendigo que se cuela en un banquete de bodas. La lectura del notario, al que le tiemblan las manos aún más que la voz y que da la impresión de que en cualquier momento puede irse a hacerle compañía al abuelo, desvela el misterio. En resumen, la última voluntad de Martín consiste en que yo escoja lo que quiera y el resto se reparta según corresponda legalmente. Esto explica las miradas iracundas de Carmelo y Agustín, los dos únicos primos que viven en el pueblo, así como los ceños enfurruñados de sus esposas, que no cesan de cuchichear entre ellas. Sin duda ansían quedarse con las tierras del abuelo y el resto de sus misérrimas pertenencias.

El notario abre una caja de cartón y me invita a escoger: así que a esto quedan reducidos casi noventa años de duro trabajo. Una carpeta de cartulina azul, rotulada con la inconfundible caligrafía inclinada y menguante del abuelo, reza: “Escrituras”. En su interior papeles amarillentos, algunos manuscritos, poco más que compromisos verbales y, por supuesto, sin registrar. Mis primos parecen contener la respiración, incluso cuando la cierro de nuevo con la banda de goma. Lo siguiente que identifico es el llavero: tiene serigrafiado un pequeño tractor verde, flanqueado por una máquina de empacar y una cosechadora; sobre ellos un cartel: “John Deere, fuerza de lider”.

– Me quedo con las llaves, pero no con el tractor: no lo quiero para nada.

Mis primos parecen recuperar la tranquilidad y escucho a Paloma, la esposa de Carmelo decir: “Está como una cabra”. Intento fulminarla con la mirada, pero se dedica a cotorrear con su cuñada y no me presta atención. Podría hacerlo con su marido, pero bastante castigo tiene con aguantarla a ella. Encuentro el viejo reloj de plata. Martín no toleraba llevar nada en los dedos ni en las muñecas, y se lo regaló mi abuela cuando celebraron las bodas de plata. Tiene el cristal rajado y no funciona desde hace al menos diez años, pero el abuelo jamás se desprendía de él. Dentro de la tapa, una foto de ambos el día de su boda, igual que la que puede contemplarse enmarcada sobre la televisión.

– También me quedo su reloj de bolsillo.

Lo último que elegí fue su ajada petaca. En su interior, además de un poco de tabaco rancio, hay un librillo casi agotado y un manoseado chisquero. Hasta hace poco más de dos años, cuando le diagnosticaron el cáncer, siempre había fumado esos cigarrillos que liaba con pasmosa habilidad. Cuando lo dejó, le cambió el carácter; no tanto por el hecho en sí, sino porque lo asumió como una suerte de capitulación final.

– También me quedo con esto.

Concluyo mientras que vuelvo a tapar la caja. Angustias, la mujer de Agustín, se señala la sien con el índice y lo hace girar. El notario también me observa, extrañado.

– ¿No desea nada más?

– Sí –mis primos contienen de nuevo el aliento–. Deseo todas las tardes que no pude pasar con él. Y todos los abrazos que no pudo darme ¿Los guarda usted en su poder?

El notario me contempla de hito en hito, ahora convencido, como el resto, de que no me encuentro en mis cabales.

– Ven, vamos, hijo.

Mi padre me pasa el brazo sobre el hombro y, por primera vez en la vida, albergo la completa certeza de que se siente orgulloso de mí.