sábado, 24 de septiembre de 2011

El ladrón de especias

XI Ed. 2011 Accésit Marítimo Portuario
1º Premio

Obra:
El ladrón de especias
autora:  
Cristina Mejías Irigoyen
 Aris Kindt nunca hubiera imaginado la sorpresa que le tenía guardada el destino. Y no por falta de imaginación, que tenía, y mucha. Simplemente, porque parecía inconcebible que un ladrón, por muy bueno que fuera, pasase a la Historia por un retrato colgado de una de las ilustres paredes del Gremio de Cirujanos de Ámsterdam.

Y así, ajeno a lo que la Divina Providencia tenía planeado, se apostó una fría tarde de invierno en el gran puerto de Ámsterdam.

Aris observaba con atención el continuo ir y venir de hombres en torno a la enorme nave que había atracado a primera hora de la tarde. Se había procurado un observatorio desde el que poder observar sin ser visto, al resguardo de la lluvia que caía incesante desde hacía varios días.

Había oído hablar del barco la noche anterior en la taberna del puerto. No había sido difícil obtener información sobre las naves que atracarían en el puerto durante aquella semana. Le habían bastado tres jarras de cerveza para que un marinero viejo y desdentado le diese todo tipo de detalles sobre el gran barco que atracaría al día siguiente procedente de las Indias y con las bodegas repletas de las más variadas especias. Algunas de ellas, le dijo, más valiosas que el oro que traían los españoles en sus galeones.

Aris no había traficado nunca con especias. Lo suyo era más el improvisado vaciado de bolsillos callejero. Pero sabía del importante comercio que se había desarrollado en Europa en torno a esas mercancías a través de aquel puerto. Los productos llegaban de todos los rincones del globo en grandes naves de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que invadían a diario los extensos muelles, convirtiéndolos en una enorme ciudad de barcos.

Sabía que podía haber aspirado a encontrar un trabajo digno en los astilleros o en el puerto. No faltaba trabajo para un hombre fuerte y bien dispuesto. Pero la disciplina, un horario estricto y aceptar órdenes no estaban hechos para él, acostumbrado a trabajar a su antojo. Él era ladrón, y a mucha honra. Un ladrón limpio en sus métodos y hábil en sus formas. Y hasta se decía a sí mismo que un ladrón elegante. Ahora había depositado todas sus esperanzas en Ámsterdam. Una ciudad de ricos que brindaba innumerables oportunidades. Quién sabía, a lo mejor podría llegar a adquirir una de aquellas hermosas mansiones que se estaban construyendo en torno a la inmensa red de canales.

¿Por qué no?

Aquella noche trazó su plan. A la mañana siguiente se apostaría en el mismo lugar, un punto estratégico desde el que podría vigilar atentamente las mercancías para asestar su golpe con precisión, sin testigos, sin que nadie pudiera apuntarle con un dedo acusatorio.

Ese sería su último golpe. Así lo había decidido. Se sentía cansado después de tantos años de profesión. Necesitaba asentarse en un lugar estable, dejar de errar de una ciudad a otra, de un pueblo a otro, comenzar una vida honrada. Las especias eran la llave que abriría la puerta de su destino.

Durmió feliz.

Soñó con una nave cargada de especias. Con enormes sacos marrones de una tela basta en los que había dibujados extraños símbolos que no alcanzaba a comprender.

Soñó que todos aquellos sacos eran suyos. Los abría y hundía sus manos entre las especias, para sacar después un puñado de semillas, o cortezas, o fragantes hojas de plantas que le eran desconocidas.

Soñó que era rico. Inmensamente rico. Habitaba en una magnífica mansión que asomaba sobre el gran canal y desde cuyos ventanales su vista alcanzaba hasta el puerto.

Soñó que se casaba. Y soñó con su mujer. Una joven hermosa, servicial y bien dispuesta para darle una buena prole.

Soñó con sus hijos. Diez. No, doce. Nueve chicos robustos que llegarían a ser honrados y afamados comerciantes de especias y tres lindas niñas virtuosas y modosas que cuidarían de su padre en su vejez.

* * *



A primera hora de la mañana estaba apostado junto al pilar de la tarde anterior. Detrás de él, a pocos metros, había dispuesto un carro en el que cargaría sus mercancías para alejarse rápidamente del puerto sin llamar la atención.

Había contactado con un rico comerciante español dispuesto a pagarle una inmensa fortuna en monedas de oro a cambio de los sacos de especias que él le había prometido. Un hombre sin escrúpulos al que no le interesaba la procedencia de las especias ni quién era su legítimo propietario.

Todo seria rápido y limpio. Sin violencia. Sin testigos.

En unas horas iniciaría una nueva vida.

Sintió la humedad en sus huesos y le hizo estremecerse. Pero no era momento para sensiblerías. Tenía que estudiar bien los movimientos de los estibadores, que descargaban la nave rápidamente. Era necesario elegir el momento adecuado para hacerse con el botín. Aún no sabía cuál sería, pero ese era un detalle menor. Él se haría con varios de aquellos sacos o con uno de los toneles, y que la suerte deparase lo que tuviera a bien. Fuera lo que fuese, sabía que cualquiera de las especias que había transportado la nave le procuraría una fortuna en monedas de oro.

Se fijó en un grupo de obreros que habían dejado grandes sacos marrones apilados junto a un carro, al pie de la pasarela de la nave, y que se alejaban con la intención de tomarse un descanso en la taberna del puerto.

Nunca hubiera imaginado que pudiera ser tan fácil, pero allí estaba. Aquella era su oportunidad.

Salió de su escondite y se dirigió despacio y sigiloso hacia el carro. Conforme se acercaba fue contando los sacos. Desde allí contó hasta diez, pero estaba seguro de que había más detrás del carro.

Le pareció oír pasos cercanos y se escondió junto a una pilastra. No quería testigos, nadie que pudiera acusarle. Esperó unos segundos, pero no parecía haber nadie por los alrededores. Era su momento.

No la vio. Tan pendiente estaba de su botín que no vio la pequeña grúa de hierro que colgaba justo sobre su cabeza. Sintió un golpe seco y un profundo dolor de oídos. De pronto se hizo de noche. No veía nada, no oía nada. Ni siquiera, el golpe sordo que hizo su cuerpo cuando cayó al suelo.

* * *



Una voz áspera le hizo volver a la realidad. Abrió los ojos con cierta dificultad. La luz le cegó y se resistió a mantenerlos abiertos. Pero la voz áspera no parecía dispuesta a darle tregua.

Sintió frío. Notó que temblaba. Y aquel hombre de piel oscura y rasgos tan peculiares, hablándole en una lengua que él no era capaz de comprender. ¿Era posible que la muerte fuera tan rápida y tan implacable cuando el vivir era tan difícil? ¿Podría ser que el destino le negase una última oportunidad, la de vivir como un hombre honrado? Y si así había sido, ¿habría llegado ya al infierno? ¿Tan corto era el viaje? No podía ser, pensó. No era justo, porque aún no se había hecho rico, ni tenía una mansión que asomara al gran puerto. Ni mujer, ni hijos.

Trató de recuperar el control de su cuerpo. Movió lentamente los pies y las manos, las piernas y los brazos. Todo parecía responder. Se incorporó con torpeza y, para su satisfacción, vio los sacos marrones junto al carro. Bien, se dijo. Aún no había llegado al infierno. Seguía en el puerto, justo enfrente de sus grandes sacos de especias.

El hombre de tez oscura intentó impedir que se levantara, pero Aris hizo caso omiso de sus palabras. Al fin y al cabo tampoco las comprendía. Comenzó a dar tumbos hacia la derecha, luego hacia la izquierda, después un traspié. Se dirigía hacia los sacos, pero estos parecían alejarse a cada paso que daba él. Aceleró sus tambaleantes pasos tratando de alcanzarlos. Un último trompicón y cayó de bruces contra los sacos, arrollando uno de ellos, al que se aferró con fuerza hasta caer juntos al agua.

El hombre del extraño hablar corrió hacia él y se tiró al agua. Pero nada pudo hacer. Aris había sido empujado hacia el fondo por el peso del saco marrón.

* * *



El doctor Tulp examinaba los cuerpos en la morgue. Cuerpos que nadie había reclamado. Los había de todas las complexiones y edades. De tez clara y oscura. Jóvenes y mayores. Pero la elección no sería difícil porque, para sus propósitos, necesitaba un cuerpo musculoso y que no mostrara señales de violencia.

- Éste de aquí –le dijo al funcionario-. ¿De qué murió?

- Creo que ahogado, doctor.

- Perfecto. Me sirve. Hágalo llegar al Gremio de Cirujanos.

* * *



Así fue como Aris Kindt acabó posando, sin él saberlo, para un joven pintor que debía retratar a un grupo de cirujanos atentos a una lección de anatomía. La musculatura de su brazo pasó a formar parte de la Historia del Arte, inevitablemente unida al nombre del joven artista con el que alcanzó la fama. Rembrandt van Rijn.



* * *