viernes, 9 de octubre de 2020

Confesiones de un clásico

 

XVI Edición 2020


Obra: Confesiones de un clásico


Autor/a: Leticia Castro Burkun


Premio de Narrativa corta 2020

Confesiones de un clásico (Agilulfo)

 En el momento en el que me tocaron por primera vez, supe que ya nada volvería a ser igual para mí. No eran como tantas otras, y eso que si había algo que yo conocía en este mundo, eran manos. En mi larga existencia había tenido trato con manos de todos los tamaños y texturas:  resecas, cubiertas de pecas, velludas, sudorosas, muy blancas, de dedos largos y finos, plagadas de anillos dorados, con uñas acrílicas rojas, de venas saltonas, con sus nudillos tatuados, de palma clara y dorso oscuro, manos que bajo sus uñas transportaban un universo de suciedad. Además de su textura, las tenía catalogadas por sus olores: a autobús, a barandilla de hierro, a jabón de glicerina, a copa de vino tinto, a pimiento verde, a sábana recién cambiada, a tabaco de liar, o las peores: con olor a lejía. Pero las manos de las que aquí me interesa hablar eran diferentes, únicas. La piel que las vestía era color rosa muy pálido, una piedra turquesa engastada en oro blanco adornaba el meñique izquierdo, las uñas estaban cortas y llevaban una capa de brillo. El aroma que de ellas emanaba era fresco y cálido al mismo tiempo; olían a una mezcla de papel de estraza y chirimoya.

Eran manos de mujer por supuesto, pero no de cualquier mujer, sino de una que estaba muy sola en este mundo, y no por elección propia. Eran manos de mujer que me eligiría como su acompañante ocasional; quizá para que la ayude a olvidar, quizá para que la obligue a no pensar. Por mi vida pasaron manos aplastantes, que me ahogaban con su peso, otras me hacían doler; en cambio estas eran suaves, delicadas, etéreas puede que sea la palabra que estoy buscando para definirlas.

Recuerdo el primer contacto que con ellas tuve, fue con sus yemas para ser exacto. Éstas recorrieron mi tapa dura verde con dulzura, deteniéndose por momentos en mis letras doradas para ejercer una leve presión, como si estuvieran eligiendo qué melocotón comprar. Ese gesto me cautivó, nunca me habían tocado así, y sentí un cosquilleo de lo más agradable en cada una de mis vocales. Luego las manos me abrieron, y yo me esforcé por brindarles mi mejor perfume, les entregué gustoso mis cincuenta y seis años de aromas concentrados en mi amarillento papel. Supe que mi estrategia de seducción había sido un éxito porque en pocos minutos me encontré caminando entre ellas, atravesando un parque primero, cruzando una avenida luego, subiendo unas escaleras de madera que crujían con cada paso y, finalmente, entrando en un piso que olía a luz y a impecable.

Empecé a ser leído la misma noche en que llegué. La rapidez con la que mis primeras hojas fueron pasando me hizo saber que la mujer estaba acostumbrada a leer. Esperé entre ansioso y temeroso a que llegara a mi página treinta y cinco; sabía que ese momento sería crucial para mí. En mis cincuenta y seis años solo fueron quince las manos que me dejaron para no retornar, y todas lo hicieron antes de mi página número treinta y cinco. Sé que soy un buen libro, o mejor dicho, soy un clásico, de esos que las personas piensan que tienen que leer en algún momento de sus vidas, de esos que quienes me leyeron lo sacan a colación con asiduidad en sus conversaciones. La mujer llegó al mencionado número de dos cifras, y me siguió leyendo. ¡Qué cosquilleo! Ya no me abandonaría, le había generado la adicción necesaria para que me recorriera hasta acabarme y, como soy extenso, estaría un buen tiempo cerca de sus dulces manos. Ellas no doblaban mis hojas para marcarlas, no me subrayaban ni escribían en mis bordes, siempre me trataban con el máximo respeto, me tocaban con una delicadeza inusual, y eso me llevó a creer que sentían por mí lo mismo que yo por ellas.

A los tres días de comenzar nuestra relación sucedió algo maravilloso: dormimos juntos por primera vez. La mujer abandonó su mundo terrenal para ir al de los sueños, y así, me encontré toda la noche siendo abrazado por mis amadas. No sabría describir con palabras el placer que el roce de sus dedos me brindó; me sentí como un recién escrito otra vez, como si acabara de salir de la imprenta.

La mujer empezó a llevarme a su cama todas las noches; sus retinas devoraban mis páginas hasta que el sopor producido por el atracón de lectura la dormía. Entonces, mis amadas y yo nos encontrábamos libres para disfrutar del resto de la velada juntos.

Cuando la mujer llegó a un punto muy avanzado de mi lectura, por primera vez en mis cincuenta y seis años sentí vértigo ante una revelación: la vida al lado de mis queridas manos tenía fecha de caducidad. Decidí no pensar en ello, todavía me quedaban dos centenas de páginas que ofrecer. Rogué que la mujer no tuviera prisa en acabarme, que me quisiera tener sobre su mesa de luz durante meses y se aferrara a mí cada noche como a un amante del que uno todavía no se aburrió. Pero mis deseos no fueron recibidos por quien sea que recibe y cumple los deseos de los libros. Al contrario, sucedió lo peor: la mujer empezó a leerme también por el día, incluso descuidó las tareas domésticas, y hasta se saltaba comidas por estar conmigo. Yo sufría, mucho, porque cuanto más interés ella demostraba en lo que le contaba, yo me iba muriendo poco a poco.

Cuando solo me quedaban unas pocas hojas de vida un líquido tibio dibujó pequeños círculos en mi papel. Mientras las personas me leen yo las leo a ellas, y así supe que yo había sido la mejor compañía que la mujer había tenido en mucho tiempo, de ahí su tristeza. Leí en su rostro que si ella hubiera tenido un hada madrina a su servicio le habría pedido que yo no tuviera fin. Pero, lamentablemente para ambos, yo lo tenía. Mientras mis páginas finales se vanagloriaban de su importancia como pavos reales mostrando sus plumas, la tímida llovizna de lágrimas se convirtió en un diluvio descarnado. Hasta que llegó el momento más temido por mí: la mujer posó sus ojos en mi último párrafo. Las gotas que de ellos caían empapaban mi papel, y eran tan saladas que por primera vez entendí lo que era la sed. La mujer lo leyó con tranquilidad, deteniéndose en cada palabra, suspirando, haciendo su duelo antes de perderme. Aunque ninguna de mis letras o signos se movieran frente a su vista, yo temblaba poseído de frenesí, pues no sabía cómo despedirme de mis amadas tan suaves, delicadas, etéreas es la palabra exacta que las define.

Largo rato los ojos de la mujer contemplaron a mis tres asesinas: la F, la I y la N. Mientras tanto yo me preparaba para morir, una vez más, de sobra sabía de qué se trataba. Ya no recordaba cuántas veces había muerto al ser cerrado por unas manos, para luego de un corto o largo período de tiempo, resucitar gracias a la elección de otras. La mayoría de las veces al ser escogido había deseado morir rápido para volver a la plácida vida de algún estante o para formar parte de una tranquila pila de libros en un puesto callejero. Pero esta vez era diferente, esta vez estaba enamorado, y morir significaba no volver a ser estrechado cada noche por mis amadas, no volver a sentir ese cosquilleo de lo más agradable en cada una de mis vocales. No tuve dudas: cuando me cerraran yo habría muerto para siempre aunque mis hojas siguieran existiendo. Aspiré por última vez el olor cálido y fresco que usaban como perfume, e intenté memorizar las líneas de sus palmas, las venas de sus dorsos, las medialunas blanquecinas de sus uñas. Cuando por fin mis amadas me cerraron un tsunami de sentimientos me arrasó: una enorme ola de desesperación, furia y pena golpeó cada milímetro de mi papel. Acto seguido, me colocaron con su delicadeza habitual en una biblioteca. Deseé que el dolor que en ese momento sentía me destruyera, que fuera capaz de borrar mis letras y signos para que nunca más nadie pudiera leerme, para dejar de existir, y así, ir al cielo o al infierno de los libros, lo mismo me daba.

Durante los días siguientes una tristeza irritante aprovechó mi debilidad para instalarse entre mis páginas. Quise echarla, pero se rió de mí y me dijo que era un iluso si creía que algún día me otorgaría el divorcio. No me quedó otra opción que resignarme a aguantar su presencia. Los meses fueron pasando, perdí la noción del tiempo, pero no me importó, ¿qué sentido tenía contarlo? Sin el dulzor de mis amadas el tiempo y el espacio me eran indiferentes.

Llegó un momento de mi existencia en el que me encontré anticuado, sucio, estropeado. No sabía con exactitud cuántos años llevaba viviendo en la misma biblioteca, solo sabía que eran demasiados. Intuí que a nadie volvería a hacer feliz contándole mi historia, quizá había dejado de ser un clásico y me había convertido en un libro más, en un libro del montón. Entonces recé. Yo, que nunca había rezado, recé con todas mis fuerzas para que algún ser piadoso me arrojara al agua, o arrancara una a una mis hojas hasta destruirme. ¿Cuánto tiempo más tendría que vivir solo, abandonado en una polvorienta biblioteca, sin ser abrazado, tocado, olido? Pedí y rogué y grité que un incendio me llevara consigo. Justo entonces, cuando ya no me quedaba ni una pizca de ese condimento llamado esperanza, unas manos me cogieron. La piel que las vestía estaba apergaminada y era color té con leche con más leche que té, las uñas estaban resquebrajadas y amarillentas. Olían a medicamento, a huesos doloridos y a bastón de madera raída. Un cosquilleo sacudió no solo a mis vocales, sino a cada una de mis consonantes y signos de puntuación, cuando las yemas de esas manos acariciaron mi tapa dura verde y me recorrieron como si estuvieran eligiendo qué melocotón comprar.