lunes, 5 de noviembre de 2012

El violinista que ascendió a las alturas

2012 XII Edición
2º premio

Obra:
El violinista que ascendió a las alturas
Autor/a:
Marina Infante Rodríguez


Cuando llego a la boca del metro comienzo a bajar las primeras escaleras. Continúo después caminando unos metros más mientras saco mi móvil del bolsillo y miro la hora como todas las mañanas. No sé ni para qué la miro, por suerte, no pasa nada si llego algo tarde al trabajo. Aprovecho para leer los titulares de las primeras noticias del día a través de la pantalla y, de repente, mis pies me alertan de que las escaleras mecánicas no se están moviendo. Y ahí estoy yo, sola, viendo como el resto de gente sí se ha percatado del cartel rojo que prohíbe el paso.

Noto cómo me hierve la sangre por dentro. Siempre pasa igual. No hay un día que funcionen bien todas las escaleras mecánicas por las que paso a lo largo del día, que son, exactamente dieciséis. Y ahí está la segunda de todas, dándome lo buenos días y señalándome a su hermana gemela: la escalera tradicional, la de toda la vida.

Me dispongo a bajar y en el segundo escalón alcanzo a una chica con unos taconazos de diez centímetros. Debe estar jurando en hebreo por no haber elegido ponerse unas bailarinas esta mañana. Se nota que lo está pasando fatal. Me compadezco de ella y casi inconscientemente aminoro el ritmo para ir a la par. Al quinto escalón me aburro de ir tan lenta y le adelanto. Comienzo a bajar los escalones con buen ritmo y noto como mi cuerpo empieza a activarse por dentro. Y entonces me acuerdo del último anuncio de Bezoya, ese que anima a quedarte con lo bueno de las cosas, en el que sale una tal Raquel que, cuando ve que el ascensor no funciona, dice “será porque necesito hacer un poco de ejercicio”. Pues será eso, me digo para mis adentros.

El siguiente tramo de escaleras es más agradable, funciona a la perfección. Ya he tenido suficiente ejercicio por el momento así que decido dejarme llevar y descender suavemente. Hasta que de repente oigo el ruido del metro. Dudo durante una centésima de segundo qué hacer. Seguro que es el mío, pienso. Empiezo a bajar las escaleras corriendo, el ruido aumenta más y más por lo que no me queda otra que bajar las
escaleras de dos en dos, dando grandes zancadas. Tengo el bolso colgando, el móvil en la mano, el jersey colgado del antebrazo y la bolsa del tupper en la otra mano. Los cubiertos empiezan a chocar contra el tupper de cristal y hacen un ruido espantoso. ¡Lo pierdo, lo pierdo!

Decido hacer un salto mortal con voltereta y saltar de golpe los tres últimos escalones.
Al hacerlo, me impulso con los brazos hacia atrás con tan mala suerte que el tenedor sale disparado de la bolsa del tupper. Llego a suelo firme antes que el dichoso tenedor, que se ha quedado en uno de los escalones. Mientras baja oigo los pitidos que avisan cuando las puertas del metro están a punto de cerrarse. Alargo el brazo y consigo agarrarlo con los dedos. Corro tres metros y giro. Veo el metro con las puertas ya
cerradas y arrancando. Pero no era el de mi andén, era el de enfrente. Maldigo en alto levantando la mano y arrepentida por haberme pegado semejante carrera en balde. Veo que un chico me mira risueño a mi lado. Me doy cuenta de que estoy empuñando el tenedor. Me ruborizo un poco y lo vuelvo a guardar en la bolsa del tupper.- De aquí no te mueves hasta las dos de la tarde- le digo al cubierto.

Mientras espero a que venga el metro, veo en frente de mis narices el último anuncio que hemos hecho en la agencia. Aquel que hace sólo tres días estábamos entregando a todos los medios. Lo miro y me repugna. Como estoy aburrida sigo mirándolo un poco más y observo un pequeño fallo tipográfico en el legal. Lo comentaré luego en la agencia por si acaso, pienso. Aunque, en realidad…¿a quién demonios le importa el
maldito texto legal? Si los únicos que se lo leen son los del departamento de marketing…

Una especie de vocecilla de alarma suena en mi cabeza advirtiéndome de los quince minutos que aún me quedan para empezar mi jornada laboral, así que dejo de pensar en publicidad. En ese instante, el tren en el que me tengo que subir entra a toda velocidad en el andén, totalmente camuflado por un anuncio de Trident fresh. Socorro.

Una vez en el vagón, observo las caras mañaneras de la gente. No me da tiempo ni a imaginarme cómo será la vida de la mujer que tengo enfrente porque me toca bajarme en la siguiente parada. Me adentro en la jungla. Y es que, empieza el transbordo. Miles de personas van aceleradas como si llegaran tarde al trabajo. Sin darse cuenta de que, cuando lleguen, se van a ir diez minutos a tomarse el café y a perder un poco el tiempo.
Me estresa el ritmo frenético de esta gran ciudad. Al fin llego al centro del pasadizo y entonces le veo otra vez allí. Y vuelve a pasar. Lo peor y a la vez, lo mejor de mi rutina.
El violinista levanta su mirada del violín y me mira directamente a los ojos. Hoy está tocando una canción preciosa. Me suena mucho, pero no sé cuál es. Intento memorizar la melodía con todas mis fuerzas. Siempre está aquí, lleva tocando meses, cada mañana.
Nunca falla. Es muy alto y delgado, debe estar rozando los cuarenta y, aunque siempre lleva la misma ropa, algo desaliñada, se le ve muy elegante, con buen porte. Tiene los ojos muy azules y el pelo oscuro y  totalmente revuelto. Me siento fatal. Ojalá pudiera darle más dinero. El mundo es tan, tan injusto. ¿Por qué tendrá que estar él ahí? ¿Pensará cuando me mira que yo soy una ejecutiva y que gano miles de euros únicamente por ir arreglada a trabajar a las ocho de la mañana? Jamás se imaginará que soy becaria y que gano trescientos euros trabajando diez horas al día en una multinacional. Juro que si me contratan le daré algo más de dinero. Me dan ganas de decírselo, que si pudiera le ayudaría más. Miro el estuche negro de su violín, abierto en el suelo bajo sus pies, con sólo un par de monedas brillantes. Echo la moneda que tengo ya guardada en el bolsillo derecho de mi falda. Es menos de un euro, no me atrevo ni a mirarle de la vergüenza. Reanudo el paso y la canción empieza a sonar cada vez más fuerte. Hasta que se para. Se para de golpe y ya no se escucha nada. Me giro y veo a un señor con un elegante traje color azabache. Está hablando con el violinista y le está extendiendo un pequeño trozo de papel. Quiero saber qué pasa. Sigo mirando hacia atrás pero una estampida humana de gente con prisa me golpea a su paso y no me queda otra que dejarme llevar por la corriente y seguir el curso del camino hacia delante en dirección a la línea 6.

Durante lo que queda de trayecto, en mi cabeza empiezan a borbotear pensamientos que van y vienen y barajan todo tipo de posibilidades de lo que puede estar ocurriendo entre el violinista y el hombre trajeado. ¿Será un secreta diciéndole que no está permitido tocar en el metro? No, no creo. Será un simple viajero, quizás italiano, que le está dando su tarjeta para que le llame? ¡Eso es! ¡Seguro que se ha quedado hipnotizado por la destreza del violinista y lo va a sacar de ahí! ¡Claro que sí! ¿Estará tocando en el Auditorio de la capital la próxima vez? ¡Ojalá…! Y entonces, detengo mis pensamientos. Seguro que por haberlo pensado ya no ocurre. Sería mucha casualidad que el hombre trajeado le estuviera ofreciendo trabajo.

Llego a la agencia y busco en mi ordenador las canciones de música clásica más famosas de la historia. Y escucho un tema tras otro hasta que uno de ellos, coincide con la melodía de mi cabeza. Es el Canon de Pachelbel. Esa era la canción que el violinista había tocado esta mañana. Se me eriza la piel, es preciosa. El resto del día transcurre con normalidad hasta que recibo una buenísima noticia. Por fin me van a contratar.
Estoy exaltada y emocionada. No me lo puedo creer. Pienso en todas las cosas que siempre he querido hacer con mi primer sueldo. Y pienso, también, en la promesa que tengo que cumplir.

Al día siguiente, para variar, el tercer tramo de escaleras mecánicas está estropeado, bajo por las normales y me subo al metro de la línea azul. Hago exactamente lo mismo que llevo haciendo durante meses aunque hoy me siento mucho más feliz. Comienzo a realizar el transbordo, pero cuando llego al centro me quedo totalmente paralizada. No le veo. No está. No puede ser. Es la primera vez que él no está en seis meses. ¿Dónde estás violinista? Me pregunto para mis adentros mientras mi mano aprieta fuerte el billete que llevo en el bolsillo de mi falda.

Siento que mis piernas flojean, para mí, significaba mucho darle aquel billete. Aunque él no supiera lo que había conseguido, quería poder darle más que una mísera moneda.

Siento el extraño presentimiento de que nunca más va a volver a ocupar aquel lugar.

Intento ponerme en el mejor de los casos. ¿Habremos tenido suerte los dos? ¿Pudo ser ayer nuestro gran día? ¿De verdad gracias a aquel hombre trajeado podría estar el violinista tocando para el gran público? No sé si lo volveré a ver. Saco mi billete y me lo guardo en un pequeño compartimento de la cartera. Ya sé lo que voy a hacer con él.

Y como si creyera que lo fuera a encontrar allí, subido en un gran un escenario, decido ir a un concierto, necesito volver a escuchar una vez más el Canon de Pachelbel.
Mawin