sábado, 20 de septiembre de 2008

La bella Ponce

2008
2º premio
Francisca Muñoz Sastre

Rosa La Bella Ponce era la alegría de la calle Obispo. Cada mañana, cuando la gente ya había olvidado el calorcito de la almohada, Rosa La Bella Ponce salía al balcón de su pisito para regar los geranios, y aunque el cielo de su Habana Vieja amenazara con sacudir la ciudad, ella nunca faltaba a su ritual.

-¿Cómo se encuentra hoy mi Comandante? – le decía a su tomeguín de pelaje rojo y pico amarillo, cuyo color se encendía más al notar cercana a la jaula la mano de su ama.

Después canturreaba algún ritmo salsero y movía su cuerpo al mismo son, mirando de reojo al quiosquero de enfrente, que le había robado el corazoncito. Le veía cada mañana salir del portal de la iglesia para abrir su puesto solo unos metros más allá. No sabía a ciencia cierta cuando empezó a interesarse por Sabino Lima, aunque debía haber sucedido hacía algunas semanas, pues pese a que el invierno ya tocaba a la puerta, Rosa La Bella Ponce salía al balconcito ligerita de ropa para captar la atención de aquel cubano escondido tras un diario.
Una vez estuvo a punto de gritarle algo para que la mirara, pero a penas si tuvo tiempo de echarse atrás, no fuera que aquel hombre de la guayabera color marfil se asustara. Algún día incluso se aventuraba a pararse frente al quiosco, y ante la anodina mirada de Sabino Lima tras unas lentes que debieron de pertenecer a algún familiar lejano, se servía dos o tres diarios, hasta el Granma Internacional, porque no quería ni imaginar que la tomara por una cualquiera.
Cuando se despedía de él y cruzaba la calle hacia su portal, se giraba después de dar varios pasos y le sorprendía mirando por encima de las gafas el contoneo de sus espléndidas caderas.

De tantas preguntas que hizo por el barrio supo que la melancolía que embargaba a aquel hombre era causada por la muerte de su esposa al dar a luz a su único hijo. Pero su bebito sólo aguantó seis días más. Sabino Lima, que había gastado de tanto besarla la medallita de la Virgen de la Caridad del Cobre, había caído en una depresión. Y, doliéndole cómo le dolía la muerte de su esposa, se lamentaba aún más de que la madre y el bebito ni siquiera estuvieran juntos, porque sin haber tenido tiempo de bautizar al crío, le había dado pasaporte directo para el limbo.
La Bella Ponce estuvo tentada un día que se había levantado con cara de mala noche, a seguir sus pasos cuando se adentró en la iglesia, pero se contuvo como si la fuerza de los orishas la hubieran hecho retroceder.

Una mañana, después del consabido repaso a los geranios y al tomeguín, Rosa La Bella Ponce decidió echar el resto y, ataviada con una bata de dibujos chinos, bajó al quiosco provista del desayuno para aquel hombre desganado.

-Sabino, deje el periódico a un lado y coma un poco – le dijo. Acercó un taburete para sentarse junto a él y le puso sobre las rodillas el plato con las rodajas de pan para que las mojara en el café con leche – los diarios nunca nos dicen lo que pasa y además, en esa guayabera ya caben dos Sabinos de lado.

Y Sabino Lima sonreía mientras sorbía el café con leche. Ella pensaba que su cara se sonrojaba por la calentura del café, pero en realidad lo que no imaginaba era el calambrazo que sentía aquel hombre cada vez que ella le rozaba con sus rodillas desnudas.

No pasaban más de dos días seguidos sin que Rosa La Bella Ponce bajara para hacer compañía a Sabino Lima. Sentaditos en el portal del quiosco, hablaban de cosas banales, o simplemente evitaban sus miradas, dirigiendo la vista hacia el tomeguín que cantaba alegre en el balcón. Ajena a los rumores que circulaban entre las paredes de la calle Obispo, ella decidió tomar la iniciativa.

-Sabino, ¿sabe usted que lo que más me alegra el alma es bailar?-lo había dicho como quien no quiere la cosa

El no decía nada, solo sonreía.

-Este sábado toca un grupo nuevo en el Salón Rosado de la Tropical – Le había salido de sopetón, esperando lo peor
-Si, lo vi anunciado en el Cuba Free Press – dijo Sabino
-No me lo perdería por nada del mundo

Y después de casi una hora de diálogo, ella le convenció.

Aquel sábado pasaron una velada muy agradable, aunque sin moverse de la silla, y pese a que Sabino Lima decía que todavía guardaba luto, la vista se le iba cada vez que algún cubanito sacaba a bailar a Rosa La Bella Ponce, y se quedaba hipnotizado mirando los dibujos chinos del vestido de aquella mulata.

Tras el tercer daiquiri le contó su obsesión por el limbo, y lo triste que se sentía porque ni siquiera podría reencontrarse con su hijo al morir.

-Eso del limbo debería ser una guardería en el Cielo, con su horario de visitas

Y a pesar de lo serio de la conversación, el cubano de la guayabera no podía reprimir una sonrisa al escuchar las ocurrencias de aquella mujer.
De regreso a su Habana Vieja, Sabino casi le robó un beso, pero se echó atrás en el último momento. Rosa La Bella Ponce lo entendió, aunque sólo le hubiera faltado un daiquiri más para meterse en la guayabera de aquel hombre y hacerle tocar el cielo en la oscuridad del portal.

Tan absorta había estado Rosa La Bella Ponce con los últimos acontecimientos, que no se dio cuenta de que el invierno ya se había instalado en una esquina de su salón, pillándole tan baja de defensas que agarró tal catarro que la tuvo en cama más tiempo del que podía recordar.

Sabino Lima se reencontró con su depresión al contemplar desde el quiosco los geranios mustios y que el Comandante ya no era tan rojo como antes, incluso había dejado de cantar.
Llegó a pensar lo peor, y dando por sentado que hubiera sido demasiado perfecto que aquel monumento se hubiera fijado en él, decidió cerrar el quiosco y marcharse por la puerta de atrás.

La calle Obispo vivió aletargada hasta que Rosa La Bella Ponce, aunque con una sensible pérdida de peso, apareció un día en el portal.
Se quedó de una pieza de pie frente al quiosco cerrado, con su vestido de dibujos chinos meciéndose por la suave brisa que atravesaba toda la calle. Y sintió mucho frío, más del que hacía aquella mañana.
En el suelo, el paquete de periódicos del día anterior atados con un cordel morado. La noticia de la portada arrancó una sonrisa a Rosa La Bella Ponce. ¡Maldita sea la gracia! pensó.
El Papa había decidido echar el cerrojo al limbo y confiar a todos sus moradores a la misericordia de Dios.