martes, 28 de agosto de 2007

Hamed de la sierra

2001
Rafael A. Font Díaz-Carballo
(En la imagen El ganador leyendo su obra tras recibir el diploma y el premio en metálico de manos de Ana Mª Martín Gaite.

Un aleteo constante, un día tras otro, interrumpido por sendos descansos nocturnos, la traían del otro lado del estrecho. Sin brújula, sin mapa alguno, guiada únicamente por su natural instinto, con el sol como único punto de referencia. Había vuelto a sortear los innumerables peligros que supone tan arriesgada travesía aérea, no en vano era la vigésima ocasión en que la realizaba, y el cansancio se acumulaba de tal forma en sus alas que parecía inminente el final del viaje...
Rabda arribó exhausta a la pequeña buhardilla que hacía las veces de palomar; portaba, asido en su pata derecha, un rollito de esperanza, la evidencia de la nostalgia. Entre sus curtidas manos, Hamed tomó al ave, la acercó hacia sí y, acariciando su plumaje con los pulgares, descargó un sincero beso de agradecimiento en el pico. Lloró, lloró como sólo podrían entenderlo aquellos que han tenido que abandonar tierra y seres queridos para sobrevivir.
Diez años llevaba Hamed sin ver a los suyos, ciento veinte meses en los que, religiosamente, había estado enviando la mitad de su salario para que su mujer y sus dos hijos pudieran salir adelante. Los esporádicos contactos telefónicos con su familia y las duras condiciones de trabajo habían hecho de aquel tiempo una ingrata eternidad. Rabda, la paloma mensajera, y otras ocho hermanas aladas como ella, habían sido el único vínculo emocional entre ellos.
¡Cuánta alegría sintió recorriendo sus venas! ¡Cuánta sed de amor destilaban sus lágrimas! Sentado a la mesa camilla del escueto salón, fija la mirada en el mensaje que descansaba ya del largo viaje sobre el hule, no pudo evitar que su mente hiciera un somero repaso a lo que había sido el periplo que le había llevado hasta aquel pueblecito serrano...
Recordó el día de la marcha. ¡Por Alá! ¿A quién de sus amigos de la infancia se le había ocurrido cruzar el estrecho en aquella vieja barquichuela de pesca para escapar del hambre y de la miseria que asolaba su tierra madre? ¡Cuántas vidas ha costado después tan descabellada idea!
Fue una noche de agosto, la luz de una inmensa luna llena bañaba la playa, antaño exenta de la férrea vigilancia nocturna a la que ahora es sometida. Un grupo de nueve hombres empujó la barca hacia la orilla y se hizo a la mar sin otro equipaje que un litro de agua y una prenda de abrigo por barba, los bolsillos llenos de algunos cientos de miles de sobadas pesetas de papel y un inmenso zurrón de esperanza.
Sentía todo lo que ocurrió aquella noche como si fuera un sueño, no era plenamente consciente de haberlo vivido, pero el rugir de las olas y los descontrolados bandazos de la embarcación venían a su cabeza con un extraño halo de realidad. Volvió a ver cómo caían al agua algunos de sus compañeros, podía percibir la fuerza con la que sus manos se aferraron a la madera de la proa y sus oídos escucharon de nuevo los aterrados gritos de los que achicaban agua para mantener el bote a flote. Luego, no supo qué más ocurrió, tan sólo que una paloma empapada, sorprendida también por la tormenta, llegó volando a duras penas y se acurrucó junto a él.
Amaneció tendido entre los restos de la barca, inmóvil, tieso como las mojamas secas que había comido desde niño, cubierto de una fina capa de salitre que quemaba su piel en alianza con los primeros rayos solares del día. ¡Estaba en tierra firme, en la tierra que tantas cosas le prometía! Pero, ¿y sus amigos? ¿Qué habría sido de ellos?

Un sutil gorjeo le despertó de tan desorientado letargo y pudo ver un ave que se desperezaba entre sus piernas, sacudiendo sus alas con la intención de secarlas y alzando el vuelo. Hizo lo mismo, se incorporó y se bañó vestido en el mar, ahora tranquilo. Y entonces sucedió... Mientras sacudía el agua de su acartonado vestuario, aquella inconfundible paloma, testigo de su pesadilla, vino a posarse en su hombro derecho, mirándole a los ojos, como invitándole a volar junto a ella. La siguió con la vista con mayor precisión que con sus pies, que apenas soportaban el peso de su agotado cuerpo, hasta que llegó a las puertas de una pequeña aldea, donde se desvaneció.
La gente ha sido buena conmigo, pensaba mientras sostenía el mensaje, aún enrollado, entre sus manos, y siguió haciendo memoria...
Un nuevo amanecer le sorprendió en una agradable estancia, tendido en una antigua y sonora cama; el cabecero de hierro repintado delataba su solera y el chirrido que emitía el somier de muelles al más leve movimiento de su cuerpo era escandaloso. Un periódico local que reposaba en la mesilla le golpeo la vista. En la fotografía de portada, tres de sus compañeros de viaje yacían muertos en una playa.
El parco español aprendido como guía turístico le permitió conocer los detalles de la tragedia. Durante la inesperada tempestad vivida la noche anterior en aguas del estrecho, el naufragio de una patera se había saldado con la muerte de ocho pescadores del país vecino; todo apuntaba a que el exceso de peso y la furia repentina del mar les había sorprendido mientras faenaban. ¡Había perdido de golpe a los cuatro amigos y cuatro primos con los que inició su desesperada aventura!
El rostro afable de una anciana apareció en el quicio de la puerta seguido de la arrugada mano que sostenía una espesa, olorosa y apetecible sopa roja. Desde entonces, siempre recordaría aquel gazpacho, cualquier gazpacho, como el símbolo de todas las manos tendidas que encontró en su camino hacia el centro de la península, que no fueron pocas, y que le permitieron llegar hasta el que sería su nuevo hogar.
Tras innumerables trabajos aquí y allá, se había internado en aquel desconocido mar de costumbres, acentos, rostros, gestos y alimentos, donde no faltaron vejaciones y maltratos por su condición de inmigrante, pero que permanecían en el olvido. Así, en su singladura tierra adentro, arribó a un pequeño pueblo de la serranía central, donde echó el ancla para siempre.
Recién llegado, se topó con todas las impresiones que cualquier forastero encuentra en una pequeña población, aparentemente encerrada en sí misma: caras inexpresivas, movimientos monótonos y las palabras justas para contestar sus preguntas. Recorrió la calle principal bajo la apabullante sensación de ser el blanco de todas las miradas; ya en la plaza, el reloj de la alcaldía se le antojo el inmenso ojo de todo el pueblo, un Polifemo desconfiado.
Lavó sus manos en la fuente de granito, refrescó el rostro cansado y se sentó a fumar un cigarrillo. Levantando la vista al dar la primera calada, descubrió el majestuoso decorado que se erguía tras los tejados de las casas y el pitillo se consumió entre sus dedos durante los inexorables minutos que duró aquella boquiabierta hipnosis. Era sobrecogedor, una mole irregular de granito que irradiaba el reflejo del sol decadente de media tarde, las paredes de una bella cordillera que, en protector abrazo, detenían el tiempo. ¡Cómo se parecía aquel paisaje a las estribaciones de su Atlas!
Sólo una mano sobre el hombro detuvo su ensimismamiento. Un fornido hombre entrado en años inició el fugaz interrogatorio que cambió su vida para siempre: Sí, se llamaba Hamed y buscaba trabajo. Tomás, aquel afable y juvenil anciano le ofreció cena y cama con la firme promesa de que faena no le iba a faltar. Durmió como un niño y amaneció convencido de que aquel iba a ser su hogar, el final de un arduo camino que duraba más de un año.

Durante los dos meses siguientes, entre ambos, construyeron artesanalmente un muro de piedra que circundaba la finca de un adinerado veraneante. Disfrutó aprendiendo, sobre la marcha, la labor, ya que implicaba la destreza en el corte y colocación de los meños, además de la fuerza para trasladarlos y levantarlos hasta su última ubicación. Le fascinó cada golpe de maceta que daba su maestro para ir dando forma a las piedras, las cuales encajaban unas con otras como si, tras aquel predeterminado repaso, hubieran sido concebidas para tal fin. Levantaban alrededor de dos metros de muro por jornada matinal y dedicaban la tarde a subir al monte, donde su inesperado anfitrión recogía hierbas medicinales, aromáticas e incluso exquisiteces vegetales que, aliñadas o cocinadas al dictado de antiguas recetas, hacían las delicias de los paladares más sibaritas. Todos en el pueblo se peleaban por probar la ensalada de corujas y las tortillas de lupios que preparaba Tomás.
También aprendió a lanzar zaborros, termino con el que los lugareños denominaban a unos cantos de granito del tamaño de una mano, pero de considerable peso. Con felina rapidez, debían desandarse dos pasos y volver a andarlos a la vez que el brazo en el que se portaba el zaborro se balanceaba en las mismas direcciones. En el momento justo de culminar el último movimiento, la mano debía dar un brusco giro de muñeca. Tal movimiento atlético proporcionaba un potente impulso al zaborro que era desplazado a cientos de metros con aparente facilidad, porque él no había conseguido enviar uno a más de cincuenta metros. Al parecer, esta técnica era una herencia de las familias ganaderas del lugar. El lanzamiento de zaborros permitía a los pastores mantener al rebaño unido en las laderas de las montañas cercanas, donde solían pastar las vacas al llegar el verano, cuando los pastos escaseaban en el valle.
Y así, con el tiempo, fue fraguándose una gran amistad entre los dos. Él aprendió todo lo que aquel hombre sabía, un cúmulo de conocimientos y secretos coleccionados a lo largo de una vida entregada al aprovechamiento de todo lo que la naturaleza nos ofrece; su amigo y maestro recibió a cambio la inestimable compañía de alguien que, sabiendo escuchar, supo agradecer con lealtad todo lo que se estaba haciendo por él.
Así las cosas, un buen día, Tomás le ofreció la vieja buhardilla de su casa para vivir, porque, según explicó, había estado durmiendo en la habitación que, antaño, era el muladar. No podía permitir que las malas lenguas del lugar siguieran murmurando que le trataba como una auténtica basura. El basurero, ese era el fin con el que había sido pensada dicha estancia en las antiguas construcciones de la aldea.
Uno detrás de otro, subieron juntos por la desvencijada escalera de madera, envueltos en un húmedo olor que delataba la falta de ventilación a que había sido sometido aquel desván durante años. El tenue hilo de luz que se deslizaba por la única rendija de la amplia ventana le permitió contemplar un carcomido aparador de amarmolada repisa y un extraño objeto de madera provisto de espejo que sostenía una ovalada piedra blanca, lo que resultó ser el antiguo lavabo de la casa. Ambas piezas aparecían unidas por una densa red de telarañas. Abiertas ya las contraventanas, observó una pequeña puerta al fondo de la amplia habitación.
Según le explicó Tomás, era el palomar en el que su abuelo había criado todo un ejército de palomas mensajeras, las cuales, tras años de devota dedicación, le habían convertido en un avezado colombófilo. La apertura de la puerta dio paso a una inesperada sorpresa para Hamed... Sobre el palo que atravesaba el estrecho habitáculo, limpiaba serena sus alas una bella paloma, la misma que le había guiado hacia la aldea sureña que pisó tras el naufragio dos años atrás. Procuró que su sorpresa no fuera tan evidente y guardó para sí la irrealidad de aquel misterio.

Aquella ave fue el inicio de una pasión, la cría de mensajeras. Con el tiempo, logró una amplia familia de palomas que, sin querer saber cómo ni por qué, ­mantuvieron viva la comunicación con su mujer. Cada una de ellas llevó el nombre de uno de sus amigos muertos en el estrecho y el de sus añorados familiares, salvo el de su mujer­, el cual reservó para la paloma que más se pareciera a la que había amanecido en aquella playa junto a él.
Mientras desenrollaba el mensaje que Rabda acababa de traer, pensó que habían pasado muchos años y que la mano amiga de Tomás le había permitido ser considerado como uno más del pueblo. A su vera, incluso había llegado a ganar el campeonato anual de mus del bar de la plaza. ¡Cuánto agradecimiento había en su corazón hacia el maestro! Le debía todo cuanto poseía en su nueva vida. La casa que le había legado en su testamento era lo de menos, honraría su memoria el resto de sus días...

Hamed, este es el último mensaje; cuando recibas mi nota,
habremos emprendido el camino para estar siempre junto a ti.
Es hora de recuperar el tiempo perdido, si es que puede decirse
que lo perdimos. No te preocupes, sabré vivir en cualquier lugar,
en aquel en el que tú estés. ¡Que Alá nos guíe en esta nueva vida!
Rabda

Así versaba el mensaje de la mujer del primer superviviente de una alocada diáspora en patera que se prolongaría durante años y que acabó enriqueciendo humana y culturalmente a aquel país, el de las grandes oportunidades...

“A todos aquellos que vivieron y viven la nostalgia
de dejar atrás su tierra y a sus seres queridos,
porque todos somos iguales”

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