martes, 28 de agosto de 2007

El Encuentro

2002
Angel J. Pérez Gómez
(En la imagen el ganador recogiendo el premio de manos de Ana Mª Martín Gaite:

Hoy, nada más encontrarme contigo, con sólo mirarte a los ojos, he sabido que, a menudo, en ocasiones demasiado a menudo, la vida te resulta complicada. ¿Me creerías si te dijera que, con frecuencia, a veces con demasiada frecuencia, tampoco a mí se me hace fácil vivir la mía? Tal vez por eso, casi inmediatamente, he pensado que quizás tú... Y he decidido seguirte.

Esta mañana, el enfado ya había dejado paso a la decepción, la decepción al desengaño, y el desengaño a una profunda tristeza. Tú sabías que la de ayer no había sido como otras, una discusión sin más. Y por eso has salido a la calle, sin un rumbo fijado, al azar, pero con un propósito firme, definido: alejarte de casa, alejarte de todo, quizá para así poder ver a distancia, más serena y con más claridad, el difícil camino por el que iba discurriendo tu vida. No es sencillo, ni cómodo, ni fácil, tomar esa urgente decisión que desde hace algún tiempo te ronda la cabeza, esa cruel decisión que te atormenta y a la que, por principios, no religiosos, ni morales tampoco, sino tus propios principios, te resistes; quizá, después de todo, ésta sea la única razón de que lo vuestro haya durado tanto tiempo. Recuerda cuántas veces te lo advirtió tu madre, hija, ese chico no es para ti, tú te mereces algo mejor, algo más... no sé cómo decirte... más como tú, como nosotras, vaya. Y cuántas veces, cuántas, te lo han recriminado tus amigas, chica, no sé cómo le aguantas, cualquiera en tu lugar, yo por lo menos, ya le hubiera plantado hace mucho. Pero tú, por principios, esos principios tuyos, propios, te resistías a admitirlo ni siquiera: nunca te gustó mucho reconocer tus errores (¿y, en el fondo, a quién le gusta?), y menos todavía tener que dar la razón a tu hermana mayor, que, con su continuo, inagotable, inaguantable aire de superioridad, te recordaría, si estaba cantado, niña, no dirás que no te lo advertí cuando me contaste lo de que, al poco tiempo de casaros, el muy torpe ya había perdido la alianza, y que en vuestro último aniversario se olvidó de felicitarte; conoces la teoría de los actos fallidos, ¿no?; pues ya sabes, niña: no tendría mucho interés. A pesar de que es cierto que tú preferirías no ser quien diera el paso, que a ti te costaría más que a él, porque, después de todo, son cinco años juntos y es difícil echarlos por la borda, y porque, qué demonios, aún sientes que algo te une a él, empiezas a no encontrar otro camino que ése... ése en el que no quieres ni pensar, pero que no consigues apartar de tu cabeza ni un momento. Porque, de otra manera, ¿qué clase de vida te espera a su lado? ¿Cuánto tiempo más estarás dispuesta a seguir soportando esta situación?

La mañana de hoy ha comenzado igual que comenzaron casi todas las mañanas de los últimos veinte años, con la misma sensación de sinsentido, de historia repetida, de existencia monótona, de vida rutinaria... con esa misma sensación de tedio que, a fuerza de habitual, de cotidiana, ya llega a resultarme familiar. Como cada mañana, hoy he salido a visitar clientas (aunque sé que debería decir “clientes”, para agrupar en un solo término a los dos géneros, yo prefiero hablar de “clientas” porque la verdad es que la inmensa mayoría de las mercerías están atendidas por mujeres... o por hombres desviados). He salido a la calle, dispuesto a hacer mi ruta nuevamente, dispuesto a disfrutar de este envidiable y apasionante trabajo que consiste en seducir a cualquier potencial compradora, convenciéndola de las excelencias de los géneros de labor fabricados por Hijos de Bastida i Montanyet, Sabadell (Barcelona): las madejas de lana para tejer; los ovillos de perlé para ganchillo; las bovinas de hilo de algodón para hilvanar, coser o bordar; los cordoncillos, las cintas de raso y los elásticos para ceñir; los falsos encajes y las galoneras para rematar... Ironías aparte, he de admitir que, gracias a mi aburrida ocupación, y pese a lo tedioso que resulta, no me faltaron aventuras que me lo hicieran más ameno. Ni oportunidades de, como decía mi madre, que en paz esté descansando, sentar la cabeza de una vez por todas, Armando, hijo, con una mujer como Dios manda, que ni siquiera el gusto de irme tranquila al otro mundo me vas a dar. Pero con ninguna de ellas (y tampoco de ellos, pues, no sé si por probar fortuna o simplemente buscando variedad, también llegué a intentarlo con alguno) fui capaz de encontrar cierta estabilidad emocional. Cualquier intento mío por compartir la vida con alguna persona siempre me resultó decepcionante: jamás pude hallar a ninguna que, ni remotamente, fuera como mamá. Y así, aunque para aquellos que me tratan soy algo semejante a un donjuán sinvergüenza que durante los últimos veinte años ha venido enlazando conquista tras conquista, en verdad no soy más que un desgraciado, que lo que he ido enlazando, guardando buen cuidado de que nadie supiera la verdad, no ha sido sino fracaso tras fracaso, pues cada una de ellas siempre obtuvo de mí lo que buscaba y sin embargo yo con ninguna encontré aquello que en verdad necesitaba. No desesperes, hijo, solía decir mi madre, que era quien mejor me conocía; en algún lugar debe de estar tu pareja ideal, la mujer con cuyo genio encaje perfectamente este carácter tuyo; ya aparecerá en tu vida, puede que antes de lo que esperas, y quizá sin que la busques. Pero aquella pareja ideal no llegaba. No ha llegado todavía. Y tampoco confío en que vaya ya a llegar. Y si en algún momento estuve cerca de ella, no la reconocí, no fui capaz de verla como tal. O no quise arriesgarme a equivocarme de nuevo. O tal vez, simplemente, preferí no sacrificar mi independencia, esa supuesta voluntad de independencia que, debatiéndose en conflicto encarnizado con mi secreto deseo de equilibrio emocional, había conseguido mantener yo casi intacta a lo largo de aquella mitad de mi vida.

Es verdad que, en seguida, al poco de conocerle, y desde luego mucho antes de casaros, la relación entre vosotros dos dejó de ser como era al principio: se perdió la ilusión, si es que la hubo alguna vez; se enfrió la pasión, si así podían considerarse aquellos ocasionales desahogos suyos; se murió vuestro amor, si es que, en definitiva, fue amor eso que había entre vosotros. Pero tú, tenaz, firme, testaruda, estabas empeñada en seguir adelante: ibas a demostrarle así a tu madre que no tenía razón cuando vaticinaba hija, con ese genio tuyo nunca encontrarás un novio que te aguante más de un mes, y te quedarás como tu tía, para cuidar sobrinos; y además probarías a todos que no habías errado en la elección. Sin embargo, tú sabes perfectamente que era por eso por lo que no llegaban los hijos, y no por aquella vaga excusa de tu esterilidad, que terminasteis poniendo para que dejaran de preguntar, los muy indiscretos, bueno, ¿y los niños para cuándo vienen?. Y él siempre fuera de casa, como si tú no le importaras ya, como si vuestra vida compartida nada significara para él, como si las únicas cosas que dieran sentido a su marchita existencia fueran su trabajo (su refugio), el fútbol (su evasión) y su familia (la de sangre, no tú). Y tú sola, siempre sola.

Cuando uno pasa el ecuador de su existencia, y conforme se adentra en esa década que va de los cuarenta a los cincuenta, siente que lo que queda por vivir empieza a ser menos que lo vivido ya; que más que andar, desanda; que retrocede, en vez de avanzar, y que, en definitiva, ha comenzado la inexorable cuenta atrás. Y entonces se suceden largas, interminables, eternas noches de insomnio, en las que a uno le da por recordar, por repasar la vida, y en lugar de volver a disfrutar de los buenos momentos: los afectos compartidos, los juegos de la infancia, los amigos sinceros, las conversaciones sin final, los libros releídos, los viajes emprendidos... parece complacerse en sufrir, mortificarse, en traer obsesivamente a la memoria viejas deudas pendientes, heridas mal curadas: los afectos que nadie quiso darnos y que nunca aprendimos a expresar, los propósitos que alguien nos impidió realizar, las palabras espontáneas que una mirada acalló, los parientes que murieron sin nuestra compañía, los proyectos inconclusos que el destino torció, los libros imprescindibles que nadie nos regaló, los lugares a los que nunca llegamos a viajar... y a uno le asaltan dudas acerca de su propia existencia, y se cuestiona el sentido de la confusa mitad que ya ha vivido y se pregunta sobre la orientación de la incierta mitad que le resta por vivir. Y siente la imperiosa necesidad de hallar una explicación a todo lo sucedido, de dar siquiera un sentido a aquello que ni lo tuvo entonces ni quizá puede tenerlo ya... pero sobre todo trata de buscar urgente, desesperadamente un asidero de salvación, un rayo de luz, un poco de fe, una pizca de autoestima, una muestra de cariño, un brote de ilusión... Y yo, en esas eternas noches blancas, siento cómo un irracional, pero real, terrible e irresistible miedo se apodera de mí. Y no quiero estar solo. Casi toda una vida llevo solo, y sin embargo ahora me doy cuenta de cuánto puedo odiar la soledad. Y aunque es verdad que en otros tiempos la he buscado, hoy prefiero no tener que pasar solo el tiempo que me quede en este mundo. Casi siempre acepto mi destino, y me dejo ir, cansado, allá adonde mi suerte me conduzca. Pero otras veces no me resigno: ¿no he de encontrar yo a ese otro yo incompleto, que también necesite de otro yo, y con el que por fin me complemente? ¿No he de vivir más vida que esta mía? ¿No he de alcanzar a conocer el esencial significado de la palabra compartir? ¿No he de llegar a sentir ese amor, sin interés, sin igual, que dicen que sólo los hijos proporcionan? Quizás esta soledad que hoy tanto me atormenta no sea sino el fruto de ese continuo egoísmo mío: la vida me concede al fin, multiplicada, aquella independencia que yo siempre busqué. Ahora, cuando es tarde, cuando ya no la quiero.

Al cruzarme contigo, te he mirado a los ojos, apenas un momento, y entonces he sabido que, igual que me sucede a mí, con frecuencia, a veces con demasiada frecuencia, tampoco para ti vivir resulta fácil. Y en seguida he pensado que quizás fueras tú. En ese instante has hecho un movimiento con la mano que no he sabido cómo interpretar: podía ser un gesto involuntario, pero también podía tratarse de un saludo, o incluso de un ven conmigo, así que no he podido resistirme al impulso de abandonar mi ruta tras de ti, para saber quién eras y adónde ibas. Ignoro ya durante cuánto tiempo he seguido tus pasos, a prudente distancia, por las calles. En algunas ocasiones pensaba que tenías claro el camino, incluso que llevabas prisa por llegar a algún lugar; pero en otras parecías dudar, como si no supieras adónde dirigirte. Lo más desconcertante era que unas veces me daba la impresión de que intentabas perderme, y otras de que me incitabas a seguirte hasta el final. Y yo siempre detrás, repitiéndome quizás... quizás... quizás... Pero, de pronto, has entrado en un portal, seguramente el tuyo, porque llevabas llave, y entonces yo, confuso, triste, decepcionado en el fondo por mi falta de decisión para entrar tras de ti, he continuado adelante, despacio, por la acera, y he regresado a mi ruta. No, esta vez no, me he dicho. Puede que en otra ocasión, tal vez incluso sin que recordemos este encuentro, nuestros caminos coincidan nuevamente. Quizás entonces todo sea diferente.
A. Peretti