martes, 28 de agosto de 2007

Viaje a Patagonia

2003
Carmen Carreño Mallo
(Momento en el que Ana Mª Martín Gaite entrega el premio a la ganadora).

Me casé -para irme de viaje a Patagonia en marzo-. Decidimos ir a Chile, cuando llevábamos 3 años viviendo juntos y el alcohólico de mi jefe trataba de echarme del trabajo.
Vivíamos en Las Rozas con una existencia “políticamente correcta”, trabajo estable de 9 a 6, pisito con terraza, dos coches... aunque yo echaba de menos Madrid, sus ruidos, sus gentes, sus olores.

Nos casamos, pero no fuimos a Patagonia. Cambié de trabajo y la boda se retrasó, la aplazamos para mayo y entonces ya era tarde para ir al Sur.

Madrid volvió a llenar nuestras vidas, nos cambiamos a un piso en el centro de la ciudad, encontré al jefe perfecto. Todo se situaba, se posicionaba en perfecta armonía para no tener otras distracciones.
Sonó el teléfono: - Hola, somos del servicio médico de la empresa, ¿está Paula?, preguntó una voz. - Sí soy yo, contesté. - Paula, soy la doctora Herranz, llamaba para ver qué te habían dicho de lo que vimos ¿te lo has mirado?. - Sí, si, fui a hacerme las pruebas hace un mes y precisamente hoy me dan los resultados. – Ah, muy bien, dime algo ¿vale?. - Por supuesto y muchas gracias por llamar.
Se me había olvidado. Salí de la oficina corriendo y llegué a la consulta del doctor, ¿cómo se llamaba?, sí, Cope Enri. Segunda planta.

- ¡Paula Beltrán!. ¿Está Paula Beltrán?. -Sí, sí soy yo. -Pasa, por favor. Me miró de mala gana y me indicó que me sentara y lo hice. El médico no levantó la cabeza. -Tarjeta, me pidió la enfermera. -Viene a por los resultados de una punción, le indicó al doctor y le pasó el informe. No me miraban.
Durante los siguientes minutos mi corazón se fue calmando de la carrera y el médico se dedicó a escribir algo en un papel. Finalmente, levantó la vista y durante 5 minutos leyó el informe. – Perdone, doctor, pero no me enterado de nada. Extrañamente, mi corazón se aceleró. Volvió a leerlo tal cual y volví a no entenderlo. Pregunté -¿tienen que operarme necesariamente o con un tratamiento vale?, ya me han operado otras veces y no quiero pasar por quirófano otra vez. Mi corazón iba a 100 sin razón lógica. El médico con gesto adusto, me indica que hay que operar. -Perdone, pero no entiendo bien qué me pasa. Tengo una educación media, pero de términos médicos no sé nada, me está diciendo que... (buscaba oír la palabra). La enfermera afirmó.

No recuerdo mucho más. Me despedí dando las gracias al médico, gracias ¿por qué?, a veces ser educado y digno va contra las normas más elementales de humanidad. Me dejó salir de la consulta sin información, tratándome como si fuera un vegetal o una estúpida. Le tendría que haber dicho: yo estaré enferma, pero usted es una mierda, ¡cabrón!. Pero no, dije gracias y buenas tardes.

Era junio y hacía calor. No lloraba, quería hacerlo, porque se supone que cuando a uno le dan una noticia de estas tiene que llorar, pero no lo conseguía. Vagaba por la calle y quería decirle a todo e mundo: “hola, soy Paula tengo 27 años, estoy enferma, en 2 ó 3 años palmo”.
Sentía la misma rebeldía de la juventud, que rechaza lo, supuestamente, evidente, con el cinismo del que se cree invencible por miedo a saberse vulnerable.
Llegué a Goya donde había quedado con Daniel y le llamé. No lo cogió. Llamé a Pilar, no lo cogió. Llamé a mi madre. - ¡Hola nena! - ¡Hola mami!, he estado en el médico. - ¿Qué te ha dicho, hija?. – Nada, que el bulto que tengo es cáncer.

Me casé, pero no fui a Patagonia. Patagonia vino a mí. La Tierra de Fuego, el fin del mundo llegó sin coger ningún vuelo, en un viaje compartido pero en solitario. Tardó en llegar. Estaba tan lejos... nadie conocido había ido antes ¿por qué yo?. Siempre había planteado mis viajes como descubrimientos de nuevas tierras, nuevas sensaciones. Ahora, me obligaban a viajar a un lugar que no quería visitar, al interior de mi misma. Debía ser un error.

Me resistí durante 3 meses a emprender camino. No sabía qué meter en la maleta, a fin de cuentas uno siempre puede elegir no salir. No lloraba, estaba tranquila y me encantaba frivolizar y hacer bromas siniestras, mostrarme por encima de todo, llenarme la boca con la palabra cáncer. Todos alababan mi entereza y mi fortaleza. Les oía compadecerme y hablar cuando creían que no les oía.

Me resistí entonces y aún hoy me parece que todo fue un fallo, una maldita equivocación que me ha dejado marcada para siempre. Tres meses guardé mi furia, mi impotencia y mi terror. La incomprensión de un hecho que no tiene explicación racional. Buscas otras, observas y vuelven antiguos resentimientos ya olvidados y presientes que esto venga de ellos. Culpas a los que más quieres, a los que están cerca, en un diálogo sordo que nadie quiere tener, porque en el fondo sabes que esto, sólo va contigo.
Finalmente emprendí el vuelo, había comprado billete de ida y vuelta.

Despegué en quirófano, un 23 de septiembre y durante 6 horas crucé el Atlántico. Fue un vuelo sin complicaciones donde los 11 miembros de la tripulación aligeraron esa parte de mi equipaje sobrante. Aterricé oyendo mi corazón, con una máscara de oxígeno y una manta. Era como llegar a Santiago de Chile, populoso, al menos al principio. Me esperaban todos mis allegados. Luego como en todas las grandes ciudades, te quedas solo, en tu habitación con el silencio. Enfrentándote a tu diálogo interior. Había dolor, pero no físico. Me sentí despojada de algo que te ha pertenecido, incompleta por un órgano que nunca más hará su función, robada, mancillada, violada por la vida y la suerte.

La tripulación comentó que el salto había ido bien, pero yo sin saber de latitudes, sabía que no había llegado a destino. Así, tres días después, volví a volar y no de regreso. Esta vez no recuerdo el número de médicos, ni qué hicieron en este trayecto. Crucé la Pampa, desierto, sol y espejismos. No sabes bien qué has vivido, las horas pasan como si fueran segundos y olvidas que estás ahí.
Cuando vuelves a aterrizar te encuentras en el aeropuerto ya sólo a unos pocos conocidos, a los más fuertes, esta vez desencajados. Sus caras sonrientes, no escondían las marcas de angustia y su aliento de horas de café y tabaco . Debí volar alto, pero no preguntas, no vaya ser que contesten o quizás no tengan ni respuesta.
Los días pasan y vas haciendo pequeños viajes a pie o en barco. Con la quimioterapia llegué a los glaciares del sur, necesarios para reestablecer el equilibrio de la tierra, pero a la vez fríos, agrestes, duros y silenciosos. Quemaban mi piel, mis entrañas y mi alma, en una batalla de sumisión ante la grandeza del espectáculo y la impotencia y vulnerabilidad de mi persona. De alguna manera con el desgaste de mis defensas, me derrumbaba, iba hincando la rodilla al suelo y sucumbiendo al sino.
Va llegando la comprensión sin información, el perdón sin agresor, las formas se suavizan para dar paso a un ser más humano.

El comandante-cirujano dió la orden de volver a casa. Había retorno y el avión era seguro. Estaba curada.
Por fin, lloré.
Grité.
Me desgañité hasta la afonía. Me agredí y arañé por todo el cuerpo. Expulsé casi toda esa rabia y miedo que había ocultado durante tantos meses y me dejé abrazar. Ahora sí.

Como todo viaje concluirá. Sí, en futuro. Regresas y deshaces las maletas, pero has traído recuerdos y vivencias que esta vez no dejarás sobre la estantería del salón.
Viajar significa descubrir otros mundos, otras culturas, pero el mayor hallazgo se encuentra en la sorpresa y el conocimiento de nosotros mismos. Es siempre un viaje al interior.

Patagonia fue un viaje como otros, pero diferente. Hay quien vive estos viajes como una catarsis. Yo no. Continuo resentida con mi suerte, desposeída e incompleta, sin entender el porque. Mi batalla perdida y a la vez ganada es el conocimiento y la aceptación del miedo como humano. El pavor como motor de disfrute diario, o de una existencia que se antoja, al menos, efímera.
Se vive con recelo y con la rabia de que en cualquier momento puedes volver a viajar porque, afortunadamente, no has visto todo. Es un destino que sorprende en su elección y no pregunta ni contesta.
No se vuelve a nacer, pero se está muy cerca del Fin del Mundo.

Paula Beltrán