jueves, 30 de agosto de 2007

Te acordarás de mí

2006
Mario Stein Blau

Decidí enviar este sobre a tu oficina, no a tu casa, era arriesgado, hubiera podido abrirlo Alicia, para ella tengo algo diferente. Mete nuevamente la mano en el sobre. Encontrarás otro pequeño, de papel delgado, sientes algo blando dentro, liviano, esponjoso al tacto. No lo abras aún, termina de leer esto antes.

Eres Alejandro Maldonado. Un domingo de enero, nos vimos brevemente. Dos minutos de fuerte emoción quedaron grabados a fuego en mi memoria. Solamente retuve la matrícula de la camioneta que conducías. Inmediatamente después me nació este extraño impulso de meterme en tu vida. Cuando termines de leer esto, tendrás enormes ansias de conocerme personalmente, pero me preocupé mucho de que esto no se concrete jamás. Esto de la internet es maravilloso. Comencé por la sección de vehículos del registro civil. La matrícula de tu camioneta. Ya sé quien eres. Estudiaste en el más tradicional colegio de formación inglesa. Se menciona en la revista de los ex-alumnos la lesión a la rodilla izquierda que te impide seguir con el rugby. Un artículo sobre las bolsas de aire de los coches, apareces con foto, ahora estoy seguro que eres el que conocí manejando la camioneta. Vendes automóviles. Situaciones judiciales pendientes, un feo choque. Murió en el lugar del accidente María Paz Recabarren, veintinueve años, soltera, secretaria de profesión. Era tu asistente. La llevabas a su casa después de una cena con clientes. Comprendo ahora tu lesión a la rodilla. Me llama la atención el lugar del desgraciado suceso. ¿Avenida Larraín? Esto queda en dirección opuesta de donde vivía la infortunada joven. Otro proceso, en un juzgado de menores. Pagas una pensión de alimentos a tu esposa Marcela Medina. La jueza ha establecido una rutina de visitas a tu hijo Roberto. Me duermo con una sonrisa.

A la mañana siguiente me puse en campaña. Aparezco pasando en la moto frente a tu casa. Está aún la camioneta. A las diez y media sales en ella. Pasan unos minutos. Me acerco a la casa y llamo. Me atiende una señora gorda.
- ¿Diga?
- Buenos días, ¿aquí vive Don Alejandro?
- Sí, pero el caballero no está. Se fue a la oficina hace un ratito.
- ¿Y la señora Marcela?
- ¿Marcela? No, aquí vive la señora Alicia.
- ¿Puedo hablar un momento con ella?
- Está ocupada en el baño. ¿Para qué sería?
Se divisa al fondo un coche blanco, antes tapado por la camioneta.
- Es por el asunto del seguro del auto de la señora Alicia. ¿Es ése, verdad?
- Sí, pero todo eso lo ve Don Alejandro.
- Ya, entonces paso por la oficina. Gracias señora, hasta luego.
Vigilo. Media hora después, la empleada gorda abre nuevamente. Sale el coche blanco, persigo desde lejos. Supermercado, estaciona en el subterráneo. Una mujer vestida de atuendo deportivo y zapatillas. La sigo. Delgada, bastante alta, no puedo determinar edad aún. Cabello liso amarrado en un moño. Habla bastante por celular. En la cafetería al centro del extenso establecimiento, lleva una bandeja con café y galletas a una mesita. Lee el periódico, habla por teléfono, ríe. Está pasando el tiempo. Toma nuevamente su carrito, paga y sale con dos bolsas. De regreso al coche. Nuevo destino, un gimnasio. Pasa largas horas allí. Temprano al día siguiente, me dejo caer por la venta de autos cuando aún no has llegado, obvio, comprobé antes que la camioneta está en tu casa. Finjo interés en un coche, se me acerca un vendedor. No te aprecia mucho, Alejandro. Lo noto al mencionar que te conozco. Comento lo atractiva que se ve la pequeña secretaria que atiende en la recepción. Tu colega sonríe, me sorprende que esté tan dispuesto a compartir conmigo, un desconocido, lo que sabe de ella: me informa que se llama Yasna, y que mejor ni me acerque, que es coto de caza privado. Intuyo de quién podría ser. Alejandro, eres todo un Don Juan. A ésta la contrataste para reemplazar a la pobre María Paz. Nuevamente a tu casa, Alejandro. Ya no está la camioneta, nos hemos cruzado por el camino. Sale Alicia en el auto, más o menos a la misma hora que ayer. Sigo a distancia prudente, nuevamente estaciona en el supermercado. Café, galletas, celular y periódico. Confirma mi primera impresión. No está nada satisfecha con su vida. Después se dedica a comprar, duplico su recorrido, echo a mi carrito algunas provisiones. No importa si recuerda haberme visto ayer. Un supermercado, entre las once de la mañana y las tres de la tarde, es la arena más habitual de oferta y demanda para concertar encuentros discretos y fugaces. Sigo mi inspección, no la he perdido de vista ni un instante. Buen cuerpo aún, se mantiene bien en el gimnasio. Estamos ahora en la sección de verduras. Pocos hombres incursionan aquí, menos un día de semana. Me acerco a ella por lo de los pimientos.
‑ Disculpe señora, ¿cuáles son mejores para hacerlos rellenos?

Admira que yo intente cocinar pimientos rellenos. Explico que vivo solo. Concordamos en nuestros gustos culinarios. Produzco una sonrisa ancha de mirada intensa que no deja duda alguna sobre mi deseo de hablar más con ella. Agradezco su ayuda con los pimientos y me despido. Ella sigue en las verduras. Me acerco nuevamente. Esta es la parte más delicada.

‑ Perdone, señora. Hago una pausa, la curiosidad puede más, ella interrumpe su elección de rúcula.

‑ Me gustó mucho hablar con usted recién. Es una tremenda frescura lo que voy a decir, le ruego disculparme por adelantado, siento ganas de conversar más, pero me doy cuenta que para usted puede ser complicado.

Mira hacia el lado, inspecciona endivias, radiccios y rábanos blancos. Vacilante, me dice, aún sin mirarme:

No puedo, tengo que ir al gimnasio.

Por supuesto, no tengo intenciones de molestarla, se me ocurrió esta idea loca, le dejo mi número, si tuviera algunos minutos en el día para que hablemos... ¿Cómo se llama usted?

Si no lo dice ahora, estamos fritos, la cosa se va a alargar por semanas, habrá que armar otros encuentros fortuitos, ganarle por cansancio, será muchísimo trabajo adicional. Sorpresa. Con una sonrisa:

Alicia Barrera.

Estiro formalmente mi mano, ella vacila un momento pero la estrecha, casi sin apretar. Más confiado, me lanzo al ataque.

‑ Por favor, diga que sí, Alicia, dígame que sí para irme contento.

Le anoto un nombre inventado ex‑profeso y mi teléfono, ese que como ya dije, compré especialmente para la ocasión.

Días después, cuando ya estoy temiendo que no pasará nada, me llama. Disimulo mis nervios, la cosa anda bien, seguiremos hablando. Un par de semanas, ya no perdemos día sin nuestra dosis. Un par de meses de trabajo intenso, paciente y fino de seducción. Pequeños regalos, entregados furtivamente, chocolates, un par de malísimos poemas. Propongo que nos encontremos. Finalmente accede. Nos tomamos un café, adivina dónde, Alejandro. Parados al mesón de la cafetería del supermercado. Le comento que hablar con ella se me ha hecho extrañamente imprescindible. Un largo silencio. Cuando ya creo que no contestará, en un hilillo de voz me reconoce que a ella le sucede algo similar. Me lanzo.

‑ Alicia, ¿otro día podríamos juntamos en algún lado en que nadie nos moleste?

Mediodía en el supermercado, estamos nerviosos. Nos vamos en mi auto al Internacional. Se sienta en la cama, inmóvil. Me acerco a ella y tomo sus manos, mirándolas unos instantes antes de comenzar a besárselas.

‑ Estoy nerviosa ‑ dice sin mirarme.

En un susurro propongo instrucciones.

‑ Cierra los ojos, Alicia, Si algo que yo haga te molesta, dímelo.

De rodillas sobre la cama detrás de ella, levanté su cabello, que ese día llevaba suelto en vez del habitual moño. Acerqué mis labios a sus hombros; recorrí suavemente su cuello, subiendo por su nuca hasta los primeros vellitos, desviándome hacia su oreja izquierda, volviendo a bajar por el mismo lado, permitiéndome liberar finalmente la tímida punta de mi lengua para tantear el camino. Qué deliciosos esos minutos, Alejandro.

‑ Alicia, ponte de pie, por favor. Así, de espaldas a mí. Deja los ojos cerrados, los brazos colgando.

Me paro detrás de ella, muy cerca, pero sin tocarla con mi cuerpo. Mis manos siguen acariciando sus brazos, Una de mis caricias ascendentes sorpresivamente modificó su rumbo y mis manos se adentraron por la blusa sin mangas, deslizándose hacia adelante y llegando a sus pechos. Su respuesta no se hizo esperar: acercó su cuerpo, su cabeza cayendo hacia atrás para buscar mi boca. Mi mano derecha saltó a jugar con un pezón izquierdo ansioso, endurecido; la otra, bien entrenada, aunque no soy zurdo, trabajó algunos instantes para abrir el frente de su delgado pantalón y deslizó fluidamente hacia sus rodillas la prenda, arrastrando como por error la interior también. La inmovilicé con fuerza, apoyando mi peso sobre su espalda de modo que tuviera que inclinarse algo hacia delante, y lancé mi ahora libre siniestra a la exploración desvergonzada del interior de sus nalgas, capturando dentro de mi puño la totalidad de sus carnes íntimas. Las retuve como quien juega con un inquieto cachorrito, sintiendo con emoción cómo comenzaban a fluir humores en rabiosa reacción a la inesperada invasión. Abandonando el delicioso puñado hinchado de labios vellosos, desligué rápidamente mis vestimentas y me guié con mis dedos nerviosos hacia la hendidura. La mano disponible tomó con firmeza su cadera izquierda, y en complicidad con mi pecho y brazo que aún la envolvían férreamente, imprimí a su cuerpo un crecendo de vaivenes. Intentó zafarse, pero su desesperada desventaja de fuerzas impidió su huída, mientras ya mí ritmo era un san vito alocado. Un curioso gimoteo surge de su garganta y se transforma de pronto en un llanto de quejidos de gozo salpicado de imprecaciones soeces gritadas a todo pulmón. Su cuerpo, apresado inexorablemente en mi abrazo y aún invadido por mi insatisfecha condición, es azotado por tiritones espásticos hasta decaer en total inmovilidad. Solamente persisten algunas exhalaciones suspirosas y su corazón golpeteando sobre mi antebrazo bajo sus pechos. Afirmándola como si estuviera inválida, la deposito vientre abajo sobre la cama, Noto que llora silenciosamente. Sé lo que siente. Sus fibras han sido sacudidas, ahora la mente inyecta remordimiento. Ella quisiera borrar todo este encuentro, no haber estado jamás allí. Quiere irse rápidamente. Concedo. Pido un modesto trofeo de recuerdo. Concede. Con tal de huir de este encierro. Guardo a buen recaudo el pequeño regalo que me ha dejado, el que encontrarás en el sobre delgado, Alejandro, si no lo has abierto ya. Raudos de regreso al subterráneo del supermercado. Un breve beso tangente a una mejilla. Alicia‑ no hablaremos de nuevo. Un supermercado al cual no entraré por un largo tiempo.

Alejandro, quizás recuerdas que al principio te comenté que nuestro primer y único encuentro fue fugaz. Después de esos dos minutos, que sinceramente me dejaron tiritando, transpirado y muy agitado, dediqué algunas horas al día a vigilar tu casa y seguir a Alicia. Hice lo mismo con tu secretaria. Hasta las siete se queda en la oficina, después se va a su departamento, vive con su madre y su hermano, que aún es estudiante. Tu colega de oficina me proveyó suficientes antecedentes. Sé que se llama Yasna. Antes trabajaba en la sección cafetería del supermercado. Una mañana pasaste tú a tomar un café allí. Puede que el ambiente en calle Crisantemos haya amanecido pesado, las habituales discusiones amargas, escapaste temprano. Yasna te atiende bien en la cafetería. Te la llevas a trabajar a la venta de autos, insinuando que habrá involucradas algunas sencillas tareas adicionales de índole personal. Una tarde en que la sigo hace un alto en el subterráneo del supermercado. Habitualmente bien concurrido por varios personajes de este relato. Apareces tú, la camioneta ya la conozco bien. Subes al diminuto coche de ella. Enfilan raudos por la Avenida Larraín, la de los moteles. Comprendo de inmediato. Por supuesto, en este caso es en tu camioneta en la que ella no puede ser vista. Entran al Internacional. ¿Entiendes mi elección de lugar para mi encuentro con Alicia? Algo como una hora después, aún está bastante luminoso, fines de verano, se te distingue claramente a la salida, tengo el sol poniéndose de espaldas a mí, la cámara con teleobjetivo trabaja certeramente.

Ese día en que nos topamos, Alejandro, yo salía de la autopista a la avenida. Te molestó que yo tomara por donde venías, a pesar de tu “ceda el paso”. Un tremendo bocinazo, aceleraste por mi costado y cruzaste por delante tu enorme camioneta, frenando, y así un par de veces más, hasta que con una mano empuñada fuera de la ventana, dedo del medio extendido al cielo, te perdiste. Aquí termina mi carta. A esta misma hora le están entregando a Alicia un sobre con las fotos tuyas con Yasna.

Walter Mitty