martes, 28 de agosto de 2007

Justicia poética

2005
Pablo Rodriguez Medina
(La imagen recoge el momento en el que el ganador se dispone a dar lectura a su obra arropado por Ana Mª Martín Gaite y Antonio Calero de la Encarnación presidente de la Agrupación Cultural).


Panchita Rivaneira, mujer casi octogenaria, de algo loca la tacharían algunos, era una persona a la que el paso del tiempo y la soledad habían convertido en ancianita desvalida, huraña y de costumbres fijas: blanco apetitoso para estafadores sin escrúpulos.
A estas circunstancias que la hicieron víctima de tal canalla de gente, habría que añadir que no se le conocía familia, exceptuando un nieto que según contaban, estudiaba hace algún tiempo para actor y saltimbanqui y que se había desvanecido como si de un truco de magia se tratase, sin dejar rastro.
En el barrio donde vive Panchita Rivaneira, los vecinos aconsejan que si va con prisa nunca le saque este tema a la mujer porque de seguido sin apenas respirar le relata cómo lo crió de bien huerfanito, cómo lo echó a andar por el mundo y se descarrió metiéndose en ese oficio de menesterosos y mujerzuelas.
Por el suspiro con el que concluye sus frases podrán advertir en esa pausa, sin van sin prisa y se han quedado a escucharla, que en realidad Panchita Rivaneira echa de menos las trifulcas que sostenía con el truhán de su nieto.
Las discusiones entre ambos siempre partían del mismo origen. Una plebe de gatos tomaba la casa y el corredor; se colaban los mininos por el patio de luces y andaban sinuosos por el tejado, descomponiendo las tejas hasta punto tal que en la época de lluvias –o sea, todo el año- afloraban los lamparones de humedad que desconchaban la pintura del techo. No se quejaba el pobre nieto de los estropicios que causaban, ni del olor a meado –de tufo imborrable- que envolvía la casa por el verano: la causa nacía en la terrible alergia a su pelaje.
La piel del joven amanecía sembrada de sarpullidos, comida por las ronchas que se rascaba hasta tornarlas en costras; con los ojos inyectados en sangre y lágrimas, estornudando hasta la misma alma, maldecía la hospitalidad que la abuela brindaba a los gatos mientras repetía sentencias memorables de un Shakeaspeare que no podría interpretar.
Panchita Rivaneira, le ordenaba que, en su convalecencia, los atendiese.
-Son mis últimas voluntades, sacrílego- lo chantajeaba.
El pobre nieto, que parecía un fenómeno con aquella hinchazón, era incapaz de repasar los papeles para las pruebas de ingreso en las grandes compañías teatrales: un ataque de asma –provocado por su afección a los gatos- le había irritado las cuerdas vocales.
Ponerse bien la pobre Panchita y desaparecerle el nieto fue todo uno.
-Huyó el desgraciado,-explicaba Panchita a las vecinas que se acercaron con dulces de frutas, mosto y quina a visitarla después de que la vieja se sobrepuso a una pulmonía- malagradecido.
-No preocuparse, seña Panchita -le comentaba Ludivina, la portera que hacía de ama de llaves para ver si arramblaba con los excedentes de la fruta escarchada o la quina con que obsequiaban a Panchita-, no preocuparse, que verá usía qué prontico se lo trae de vuelta la jambre, que no es por ofender pero su gachó no valía, hay que serle sincera, no valía.
-No se crea -intercedía Panchita enseñando un retrato en blanco y negro que descansaba sobre el cenador- que en esta obra que hizo con las salesianas estuvo ni que pintado, ¡qué bien lo dijo todo! Y eso que hacía de gato en El gato con botas, ¡con la alergia que les tiene!, imagínese si es otra cosa que le agrade…
Después continuaba relatando cómo fue en aquella función cuando con las botas de siete leguas confundió un traspiés y se vino a la gradería desde el escenario quedándose mellado de por vida.
-De ahí se le conoce la alergia a los gatos…
-Pues recitar a Romeo desdentado, eso sí que tié mérito, seña…
Repuesta de la enfermedad, Panchita redobló los padrenuestros rezados por día. Habrá quien les afirme que acabó de enloquecer entonces, que no era normal aquel tufo a muerto que salía de su casa, que ni los gatos se acercaban por allá. Y les referirán entre asustados y de chanza, el síncope que a punto estuvo de darle a Ludivina, la portera, apodada “la observadora” por sus dotes, cuando llamó al piso envuelta en la toquilla y con su semblante serio: se le habían quejado los demás propietarios. O le permitía el acceso y la inspección cuarto a cuarto, o echaba mandado a la policía, y volvía con ellos y allá se las apañase.
A regañadientes la seña Panchita cerró la puerta y se sintieron cerrojos y cadenas que tiempo después saltarían de una patada aquellos estafadores sin escrúpulos que se aprovecharían de una anciana desvalida, consumida de rutina…
En el cuarto de secar la ropa encontró el hule encharcado de coágulos de sangre y en el tendedero de la ropa colgaban balanceándose con timidez los cuerpos pútridos de docena y media de gatos desollados a los que las moscas les habían devorado los ojos. Ludivina la observadora consumió dos semanas y casi cincuenta litros de quina en borrar de su memoria y de sus sentidos aquella turbadora sensación de asco. Se conoce que fue su manera de vengarse de ellos por arrebatarle al nieto.
-Dios mío, olía a muerto, pero quién se iba a pensar… ¡Qué masacre!
Enseguida se movilizaron los servicios sociales y le mandaron a la seña Panchita una moza casadera de nalgas duras a las que atacaba la vieja a pellizcos en cuanto se descuidaba jaleándola, qué carnes más prietas, zagala.
La criada protestaba, que después el novio en la intimidad, al ver tanto cardenal, pensaba malamente y no se creía que esa vieja fuese tan picarona. Enseguida la vieja le soltaba una sonrisa y le daba unas palmaditas…
-Perdona a esta vieja muchacha y ven que te dé unas refriegas de romero en el trasero, para aliviártelo de los moratones, verás que lindo se te queda, boccato di cardinale…
La muchacha prefería más quemar barritas de incienso y pasar con un paño húmedo el alcohol de romero por el papel de las habitaciones para erradicar el hedor insoportable a carne pútrida. Al cabo de varias semanas de dura entrega y de fricciones insistentes lo conseguiría.
Tanto aprecio le tuvo a esta chica que cuando se la intentaron retirar al comprobar lo excesivo de su paga (el marido había sido un mariscal condecorado incluso por batallas en las que no estuvo), ella se ofreció a pagarle una cantidad apreciable si venía tres días por semana a limpiar la casa.
Le traía las compras y le dejaba cocinada la comida, limpiando ante la mirada atenta y complacida de la seña Panchita que veía sus carnes bamboleándose a ritmo de bolero mientras fregaba.
Pasaba el plumero a las figuras y a las baldas repletas de libros y tratados literarios heredados del nieto exiliado. La seña Ludivina, apodada la observadora, cada cierto tiempo se dejaba caer por la casa a hacer la visita y le proponía vender los libros a un trapero con el que había apalabrado un buen precio.
La seña Panchita se mostraba reacia. Se apegaba a aquellos libros con mucho afecto. Era lo único que le quedaba del nieto; pero Ludivina, siempre tan observadora, precisaba que para qué diantres los quería si ni siquiera los leía. Para contradecirla, la señora Panchita comenzó leer los libros de la estantería y a gastar los quevedos que se hizo graduar de nuevo porque con las últimas fiebres se le habían descompuesto las dioptrías.
Con la ventana abierta y contra la reverberación de la tarde, abría los libros que a cada poco posaba para mirar, con mirada reflexiva, los tejados plagados de antenas que se extendían por la urbe.
Ludivina la observadora se enojaba porque sabía que nada más lo hacía para chinchar, que a menudo cambiaba de volumen y de título, ella, la señora Panchita, que apenas deletreaba las facturas de la luz.
-Por lo menos con la comisión me hubiera resarcío de lo del tufo, ¡Jesús!-y como era costumbre en ella, tocaba la pata de conejo que llevaba disecada en el llavero y se santiguaba.- ¡Lagarto, lagarto!
La señora Panchita experimentó una mejoría visible. Ella lo atribuía a los caldos que la nena –así llamaba a la criada- le preparaba. No obstante, eran pocas las ocasiones en las que se dejaba ver. En una de estas, embebida en la rutina que la haría víctima de los timadores, consistía en la visita al banco a primeros de mes para que le reintegrasen la paga entera del mariscal condecorado. Tomaba los billetes, hacía un hato con ellos poniéndoles una goma y volvía a la casa con el fardo en el bolsillo abultado.
-Como para fiarse de los bancos -solía decir.
Fue entonces cuando los dos timadores, un hombre espigado, con el pelo engominado y la perilla recortada al milímetro, y una mujer maquillada y bien vestida se presentaron a su puerta ataviados con una carpeta de cuero y un semblante de pocos amigos. Como a no tardar se nos ajunta la casualidad a la fatalidad, quiso el azar que aquel día la señora Ludivina la observadora hubiese salido a cumplir visita para quejarse a una amiga de lo mal que la trataba la vida. Nadie los vio tomar el nombre del buzón y subir tras Panchita Rivaneira, ni llamar con decisión a su puerta.
-Con doña Francisca Rivaneira…
Panchita se descompuso. Un temblor se apresó de ella y le impidió mostrarse seria y recia. Cuando dijeron que venían de la inspección del ayuntamiento pensó que no había solución posible. Estaba perdida.
El hombre la echó a un lado y entró en la casa: era necesaria una revisión de no sé qué parte por no sé qué cuentos del catastro le murmuraba la mujer mientras el hombre, con sigilo, desconectaba el cable del teléfono y la mujer cerraba la puerta y echaba las llaves. Siguió aturdida, sin comprender la señora Panchita Rivaneira de qué demonios se trataba hasta que ya el hombre se desenmascaró y registrándolo todo sin encontrar el fardo le espetó maldita vieja dígame dónde ha escondido su dinero mientras le llevaba una navaja al cuello.
Panchita Rivaneira, que acabó por comprender la verdadera naturaleza del embrollo, se sacó del sostén el fajo y lo dejó caer en el suelo. Atisbó las miradas ávidas y golosas de los dos compinches que se abalanzaron sobre el fajo para contarlo, sin reparar en la peluca desprendida o en los senos fláccidos que echaron a rodar como calcetines rellenos de algodón y arena.
El hombre había abandonado la navaja sobre la mesita del teléfono, al lado del pesado cenicero de cristal. Una sombra se cernió sobre ellos: Panchita Rivaneira descalabró al hombre con un golpe secó en la nuca y a la mujer la hirió de muerte con una puñalada en el cuello.
Al contrario de lo que sería probable en una persona de su edad, no se puso nerviosa: tomó la peluca, el sostén y los pechos fláccidos y fue al baño para componerse nuevamente mientras se soliviantaba del susto orinando de pie. Después llamó a la policía que acudió armando un revuelo de órdago en el barrio. La señora Ludivina la observadora se lamentaba de que los mejores sucesos acaecían hallándose ella en el extrarradio.
Una pelea entre camaradas, dictaminaron los expertos. Al ver tanto dinero la codicia los pudo y quién sabe quién fue primero, se atacaron uno al otro y el otro al uno hasta quedarse fiambres.
-Ha tenido usted mucha suerte, señora –felicitaba el comisario a la señora Panchita- esos dos maleantes podrían haberle infringido mucho daño o dejarla pelada, cuando menos. Un golpe de suerte, sin duda.
La señora Panchita Rivaneira asentía santiguándose y prometiendo a sus convecinos que redoblaría los padrenuestros rezados en el día.
A la noche, ya calmada la tempestad, a la luz tenue de un candil se dibuja su mejor interpretación: el moño, la toquilla, la corvada figura de vieja leyendo uno de los tratados extraídos de las librerías que tapan la pared donde yace el cadáver de su abuela, fenecida tras una larga convalecencia y emparedada para poder seguir cobrando, suplantándola, la paga de viudedad.
El nieto de Panchita Rivaneira lleva un vaso de orujo con miel a los labios para felicitarse por tan excelsa actuación. Durante unos segundos, con aquellos individuos trajeados en la puerta, había creído que su pantomima había sido descubierta y que le reclamarían las pagas, que lo condenarían.
De ahí su sorpresa y su reacción cuando los identificó como estafadores de poca monta dedicados a amedrentar a las ancianas desvalidas y octogenarias. “Cazador cazado”, pensó mientras cerraba los párpados para paladear mejor la bebida, imaginando lo cariñosa y propicia a las carantoñas que estaría al día siguiente Feliciana, la chica que limpiaba la casa. Continuó con la lectura de aquel volumen que reposaba en sus manos: un tratado sobre la justicia poética.