jueves, 8 de octubre de 2009

El Cacho, patrimonio cultural de Las Perdices

2009


Segundo premio

Noemí Irma Brown

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El Tropezón no era una taberna como cualquiera. Porque Cacho, “El Pensador”, tenía allí su parada. En las Perdices no había otro que, como él, fuera capaz de pensamientos tan desopilantes.
Entrar al Tropezón era un lujo que sólo podían darse los que tenían más de dieciocho, porque tal vez, quién sabe, allí podría escucharse alguna inconveniencia, alguna palabra fuerte, o alguna idea revolucionaria.
Pero la revolución que proponía el Cacho no era una pueblada a mano armada, ni siquiera un plan para fastidiar al intendente.
Lo que El Pensador había tirado en medio de la monotonía de las Perdices, concentrando la atención de todos, era, nada menos, que una manera diferente de ver las cosas que todos conocían, o creían conocer.
Llevaba el pelo negro peinado con raya al medio. Si, de repente, los mechones que le caían sobre la frente se sacudían un poco, y sus ojos dejaban de ver lo que veía el resto, los presentes sabían, con seguridad, que tenía algo importante para decirles.
Todos conocían el movimiento sereno de sus manos ásperas acompañando las sentencias, el ademán exacto que precedía a la revelación.

Un día, por ejemplo, en medio de una charla cualquiera, hizo un silencio prolongado y levantó apenas, la mano derecha. Más de uno bajó la copa, esperando el próximo comentario. Los más jóvenes se arrimaron a la mesa, dispuestos a escuchar sus palabras. El Cacho tomó otro trago, se quedó mirando el techo por un rato y dijo, sin dirigirse a nadie en especial:
- Y es así, no más, algunos se rascan, porque andan necesitando que les pique.
Todos se miraron. Como si para entender lo que habían oído tuvieran que asegurarse de que los demás ya lo habían comprendido. Tomó él último trago, saludó y se fue.
Pero nada era igual, después de sentencias como esa. Algunos se quedaban repitiéndolas con admiración, otros se iban en silencio para meditar a solas. Por un lado, o por otro, la frase iba a correr como rata en los maizales y en poco tiempo sería patrimonio del pueblo.
El dueño del boliche se sentía orgulloso de tener entre los asistentes a semejante personaje. Era casi un servicio especial, una atracción que agregaba valor a su humilde comercio.
En otra oportunidad, mientras sonaba una chacarera en el mostrador de quebracho, la Gorda pasó por la vereda, y lo saludó con una sonrisa. Había muchas gordas en el pueblo, pero ésta era la que, con más fundamento, se había ganado el apodo. El Cacho contestó con una inclinación de cabeza, llevándose dos dedos a la frente, como si se sacara un sombrero, y después, como mirando vaya saber a dónde, comentó:
- Es como yo digo. – y Don Hipólito, el patrón, paró la música para escucharlo mejor - La gordura es un tema complejo. No es gorda porque come mucho. No. Come mucho porque es gorda.
Y tomó un sorbo, como si tal cosa. Pero nadie, en Las Perdices, después de ese comentario, volvió a mirar a la Gorda de la misma manera.
Todos recuerdan aquel día en que la lluvia los había encerrado entre las cuatro paredes del boliche. Nadie parecía dispuesto a dejar la reunión. Las noticias que llegaban de la ciudad habían dividido a la concurrencia en dos bandos.
Hubo mucho alcohol y demasiado tiempo para opinar. La discusión corrió por las mesas, tan rápido como la caña. Cuando la cosa se puso complicada, todos buscaron la mirada del Cacho, para zanjar la cuestión.
Él parecía estudiar la lluvia a través de la ventana, pero debe haber sentido la esperanza de los vecinos sobre sus hombros, porque en ese mismo momento se puso de pie y sacudió el mechón. Un ruido de sillas abandonadas, enmarcó la expectativa. Pero sólo dijo:
- Tenemos demasiadas respuestas. Nos están haciendo falta las preguntas.
Tomó el sombrero, metió la cabeza entre el ala y el cuello del saco, y saliendo del bar, entró en el aguacero. El silencio en que quedaron fue más violento que el pleito que tenían.
A la mañana siguiente, el cielo estaba claro, pero el desconcierto y la resaca pesaban por igual en el ánimo de los parroquianos y, por varias semanas, nadie se animó, en el Tropezón, a comentar nada sobre política.
Una noche, mirando las vigas del techo, dijo:
_ La edad de una persona no se mide en tiempo, sino en penas.
Todos sabían cuántos años tenía el Pensador, porque había nacido en el pueblo y nunca se había alejado. Y nadie se animó a preguntarle cuántas penas llevaba vividas, porque en Las Perdices, la gente sabe que hablar de la edad es mala educación.
Después de largar eso, como si lo hubiera atacado un cansancio de leguas, se fue mascullando algo. Todos imaginaron que era un saludo, y lo despidieron inclinando la cabeza que, en los pueblos, es la forma más natural de mostrar respeto.
Esa noche, Don Hipólito cerró las puertas una hora antes, pero nadie se fue a su casa más temprano, porque lo que había dicho el Cacho, merecía ser analizado en forma colectiva y nada es más parecido a una junta deliberante, que un bar como el Tropezón.
Medio pueblo se preguntaba dónde elaboraba el Cacho esas conclusiones. Podía ser en su taller de carpintero, mientras cepillaba o lustraba la madera, como le había enseñado su finado padre. Podía ser. Pero casi todos apostaban a que era durante la pesca, solo, con su línea, mientras miraba flotar el corchito, horas y horas, en silencio. Nadie se le acercaba y nunca supieron si pescaba algo, pero todos respetaban esos momentos porque estaban convencidos de que era allí que se inspiraba.

Un día, faltó la magia. Se iba gastando de a poco, como se va despintando el techo de la pieza. De a poco. Y de repente, un día cualquiera, todos se dan cuenta de que hace falta pintura.
Tal vez porque la rutina lava todo. Tal vez porque, con el tiempo, cada año, más jóvenes viajaban a la ciudad para estudiar o trabajar, y esa falta, apagaba las reuniones. Tal vez, porque el Cacho ya tenía muchas penas.
El caso es que llegó un momento en que el bar se llenó de monotonía. Temas no faltaban: el futbol, y las mujeres, por supuesto. Pero rara vez el Cacho los sorprendía con una revelación. Cuando abría la boca, cuando el mechón gris se balanceaba, cuando sus manos ásperas iniciaban el ademán familiar, todos esperaban que la chispa brotara. El Pensador, sin embargo, se quedaba con el puño en el mentón, mirando hacia la nada, como la estatua, duro y mudo como el bronce. Y la leyenda se iba borrando, despacito, igual que la huella del sulky con el aguacero.

Después de varios meses de caña triste y atardeceres melancólicos, una mañana, el taller del Cacho amaneció cerrado. Tampoco vieron al filósofo en el río por la tarde, y esa noche, como temían, no apareció por el bar. Una pregunta flotaba entre los parroquianos, una pregunta que no se animaban a contestar. Cuando la mayoría de las mesas estuvo ocupada, Don Hipólito se acercó para cumplir una misión. Antes de encarar la tarea, se secó una lágrima con el repasador, y sacó del bolsillo del delantal una esquela escrita con lápiz de carpintero. Él sabía que era la persona indicada para leerla. La letra, gruesa y redonda, decía:

Muchachos:

Me voy, porque quiero seguir entre ustedes.

Cacho