jueves, 8 de octubre de 2009

El encargo




2009




Primer premio




David Arturo Serrano Rodríguez




Hacía tiempo que no escuchaba esa frase, mucho tiempo, una eternidad, casi otra vida. En la infancia esa frase siempre iba ligada a una sorpresa placentera, gustosa, agradable, que me hacía abrir hasta el infinito mis pequeños ojos y encontrarme los de mi madre seguros y complacientes. Abre la boca y cierra los ojos. Ahora sabía que no era así. No iba a relamer un hilo de miel ni a saborear la primera fresa de la temporada. Ahora no era el elegido para probar la dulzura del chocolate recién hecho, la nata acabada de montar, ni el caramelo ya enfriado. Hago un esfuerzo por entreabrir la boca mientras mi barbilla tiembla. Soy incapaz de controlarla. Mi corazón se ha acelerado definitivamente, y acompasa mis jadeos.
- Abre la boca y cierra los ojos, ¡coño!
Siento el frío metálico en los labios, el chocar del punto de mira en mis dientes y el avance del cañón hasta el centro de la boca. La mente es así, me ha llevado treinta años atrás y he visto el sol iluminando la cocina con mi madre y abuela embadurnándome la cara de crema pastelera. Dicen que estos mecanismos mentales son una defensa, una estratagema que los seres humanos nos fabricamos para evadirnos, para no sufrir, para olvidar. Me interrogo de repente sobre cómo abordarán esos críticos instantes los animales y me siento estúpido cayendo en esas divagaciones justo en ese momento.
- Te voy a pegar un tiro, cabrón.
Una arcada me hace estremecer al sentir la profundidad del arma y lamento lo enclenque que siempre he sido para tragar. Seguramente también es un mecanismo de defensa que nos une a todos los operados de anginas. Mi pensamiento se inunda con el color rojo de la sangre y veo a mis padres achicando la hemorragia con toallas mientras el médico retira mis amígdalas. Siento la ausencia en la garganta del órgano y sólo el consuelo que dicta el carnicero tras la operación: “denle mucho helado”. Lo que daría ahora por tomarme uno, disfrutar de un buen helado de marrón glacé en Gioliti, mi heladería favorita cerca del Panteon. La mente ha llegado a Roma, no me sorprende, allí la conocí y empezó todo.

A Roberto Zanchinni una gota de sudor le recorre la mejilla hasta resbalar en la comisura del labio. La siente salada, caliente y se la sacude con un resoplido enérgico intentando coger fuerzas. Tiene la vista puesta en su mano y la mente lejos de ella. Puede ver el reloj en su muñeca, un Tissot deportivo de correa metálica que marca las ocho de la mañana. Se maldice. En una hora empezará el rosario de proveedores por el restaurante. El primero en llegar será el repartidor de refrescos y aguas, al que le seguirán los de productos frescos. Se sobresalta al recordar que tiene que hacer el pedido de vinos y licores y abonar el pago del mes pasado. Maldice de nuevo al añadir un gasto más a esa lista infinita que crece desde hace tiempo. Sin proveedores no hay negocio, sin alquiler del local no hay negocio, sin empleados, luz, agua, gas, y por supuesto clientes, no hay negocio. El negocio le está quitando la vida y por negocio tiene que quitar otra. Lleva más de diez años sin ejercer, los mismos que su restaurante en España, pero la vida se ha puesto muy cara y hay que sobrevivir.
- Escuche, escuche, déme un minuto por favor. Se lo pido, se lo suplico.

Hacía tiempo que el sicario no escuchaba ese tipo de frases. Le vienen recuerdos de trabajos pasados. Es lo peor, lo más ingrato, cuando el tema se dilata y tienes que padecer las suplicas de los objetivos por salvar la vida. Algunos y algunas pierden la dignidad, se arrastran, suplican y ofrecen todo aquello que está en su mano para poder sobrevivir. Recuerda la mujer del contable de la imprenta en Fregene. El cadáver del marido a su lado, como un saco de patatas vencido sobre sus rodillas y ella gateando con la blusa abierta buscando el sexo en los pantalones de su verdugo. Él siempre ha preferido los trabajos rápidos, sin posibilidad de ver la degradación humana. En estas circunstancias, los lugares más idóneos siempre son los aseos de los restaurantes, los parkings, los ascensores; espacios sin vida, transicionales, fríos, intranscendentes. Dos tiros en la cabeza sin mediar palabra y a otra cosa.

Vuelve a colocar la pistola en la boca del encargo mientras otra gota de sudor dibuja una trayectoria idéntica a la anterior. Su reloj le marca la premura. No recuerda si le queda una caja o dos de Barolo. De Barbaresco tiene el almacén lleno, al contrario que de Chianti y Lambrusco. Sin duda es necesario hacer un pedido: Limoncello, Grappa..., lo justo para seguir adelante. Su bimba necesita una ortodoncia que lleva retrasando hace ya tiempo y su mujer se conforma con la reforma de la cocina antes que la de sus pechos. Acaba de caer en que el reloj no es el más idóneo para la ocasión. Se lo tenía que haber quitado. Le viene a la memoria el capítulo de una serie policiaca donde llegan a coger al asesino por los restos de sangre adheridos a la correa metálica. Mientras encara de nuevo la pistola repara en la cara del pobre diablo que tiene delante. Es un tipo guapo, incluso en esta situación parece un hombre atractivo. Aprueba el gusto de la hija de su jefe a la vez que ladea la cabeza censurándose esos pensamientos propios de maricones. La llamada no llega y eso le desespera. Hace tiempo que no oficia de ejecutor y sabe que le va a costar.

Creo que tengo alguna posibilidad todavía de sobrevivir. He visto la duda en el hombre que empuña el revolver. Espera algo, quizás una orden o la llegada de alguien. Es posible que solamente sea una ilusión mía a la que no sé si aferrarme o desterrar. Será mejor hacerse a la idea de lo peor pero, ¿por qué? No logro entender nada, ¿qué ha sucedido?, ¿qué he hecho? Ha transcurrido todo tan rápido desde su llamada. Apenas Laura me pudo avisar. “Escapa, huye, sal de ahí”. Intenté que me diera una explicación pero ella insistió. “No hay tiempo, no hay tiempo, me ha encontrado y sabe lo nuestro”. Mi vida siempre ha girado en torno a los dulces y a las mujeres. Mi perdición no podía ser otra que una mujer dulce. Laura lo es. Observo al hombre que sin duda va a acabar conmigo. Ha dado alguna muestra de nerviosismo pero no sé a qué responde. No es español aunque habla un perfecto castellano, y por su forma de vestir diría que el traje hace tiempo que no se lo pone o no es suyo. Lo va a estallar. El sudor se le acumula en la frente y es también visible en la camisa donde destaca una pequeña mancha de mermelada de arándanos. Me gustaría pensar que si me va a asesinar alguien preferiría que fuera goloso. Por lo menos compartiríamos algo, tendría alguna conexión nuestra existencia, mi final. Pero no puedo rendirme, tengo que pensar algo, tiene que haber alguna posibilidad. En esta posición y con las manos atadas a la espalda es difícil. Y aunque me zafara no tendría ninguna oportunidad comparando mi físico al suyo. Nunca me pegué en el colegio, también es verdad que mis relaciones de infancia eran más femeninas, pero cuando me insultaban por falta de virilidad nunca caí en el juego de resolver el malentendido a puñetazos. Mis armas de seducción no podían quedar dañadas. ¡Dios mío!, mi pensamiento es incontrolable, en cualquier momento puede llegar mi final y no estoy siendo capaz de construir ninguna estrategia para salvarme. Tengo que intentarlo. Desde mi posición me alcanza la vista a la cómoda y busco los ojos, el rostro, el cuerpo de Laura en las fotografías que coronan el mueble. Una lágrima me recorre la mejilla. La noto caliente, me quema y me hundo balbuceando su nombre mientras mi futuro asesino reniega de mi debilidad.

Roberto Zanchinni recompone su postura. Le ha causado cierta decepción ver a su objetivo venirse abajo. Maldice de nuevo, ahora en su idioma, y lamenta haber nacido. Retrocede el arma para quitar el seguro y amartillarla. Percibe el sobresalto en su víctima al oír el accionamiento del percutor, el pánico en sus ojos, y mira el reloj por última vez. No hay marcha atrás, la hora ha expirado y no ha habido llamada salvadora. Es la primera vez que mata en España. Todavía no sabe cómo deshacerse del cuerpo, ni limpiar el lugar pero el encargo no presenta problemas, no tiene familia, sólo la hija del jefe. En ese instante el móvil del sicario suena sobresaltando el clima de tensión.

He abierto los ojos al oír el móvil e intento concentrarme por escuchar al otro lado. Creo que voy a vomitar. Me mareo, me cuesta mantenerme en la silla, pero puede ser mi salvación. Escucho la conversación en italiano y no logro entender nada. Creo que está pidiendo vino y otros productos por teléfono. He escuchado perfectamente las palabras mascarpone, parmigiano, pecorino. Todo me resulta surrealista. Sin lugar a dudas debe ser un error. Me van a matar por una confusión. Tengo que decírselo, ¡soy inocente! Espero el momento en que deje de hablar para demostrar mi inocencia, pero mi verdugo al colgar me encañona el arma en la boca mientras me cierra los ojos con su otra mano. Es el final. Sin embargo otra llamada de móvil vuelve a alargar mi agonía. Realmente es un final patético el de mi existencia. Voy a ser asesinado por equivocación, alargando mi sufrimiento entre pedido y pedido de salamis y mortadelas. Siento la presión de su mano sudorosa en mi frente mientras intercambia palabras con su interlocutor en un rápido italiano. No me dará opción como antes, en cuanto cuelgue me descerrajará el tiro, me iré sin más. Una muerte cruel a una vida dulce. Hace tiempo que no oigo nada. No sé si estoy muerto ya, pero se ha hecho el silencio. Siento como su mano se retira resbalando por mi pelo. Abro los ojos, le veo serio frente a mí. Su imagen llena todo mi campo visual, no alcanzo a ver nada más. Es todo él. Me mira fijamente mientras retrocede el arma a la vez que acciona el mecanismo de una navaja automática que se ha sacado del pantalón. Presiento que ha cambiado de opinión. Seguramente no quiere ruidos, prefiere un arma blanca. Ahora sé que va a ser más doloroso y lento, sé que voy a sufrir. Sin embargo, en un rápido movimiento corta mis ligaduras, me incorpora de la silla y me estampa dos besos estrechándome en un abrazo.
- Ciao bello, come stai? ¡Bienvenido a la Familia! Y alegra esa cara, que por suerte no la he tocado. Saldrá bien en la foto del bautizo. Por cierto, ¿qué tal te sale el tiramisú?