martes, 28 de septiembre de 2010

¿Quién dijo que muerto el perro se acabó la rabia?

2010




2º Premio (Tema libre)




Alberto Salazar Gutiérrez



No voy a contarles la historia de mi vida porque es muy larga. ¡Con decirles que acabo de cumplir diez años! Mejor la de mi perro, que se cuenta en un tilín porque murió a los seis meses. Mi padre me lo regaló como premio a mis notas de quinto grado y cuando Kelly aún no había abierto los ojos. Cuando lo hizo, al primero que vio en el mundo fue a mí y seguro fue entonces cuando le dio por creerse hijo mío aunque ni de lejos nos parecíamos. La idea del nombre la saqué de una película americana donde el principal era un pastor alemán llamado así. Saliendo del cine me dije: “El día que tenga uno...” Y dio la casualidad que a los pocos días... Bueno, digo casualidad, pero la verdad es que ya mi padre no soportaba otras veinticuatro horas la cantilena del perrito. Y aunque no resultó ser pastor y mucho menos alemán, sino un mestizo cubano de pura raza, negro como el día en que lo mataron, le puse Kelly por ser tan inteligente como el de la película. O más, porque una vez que aquél se perdió, ni un huesito con que matar el hambre encontró, mientras el mío... Hasta los cinco meses Kelly tuvo que esperar a que mi familia se levantara de la mesa para saber lo que iba a comer él, pero como siempre se quedaba a media tripa, empezó a rellenársela en la calle... Bueno, tampoco así, en la caaalle, como un perro vagabundo. Él comía en plato, bajo techo y rodeado de camareros. Y comida divina como quien dice, porque se metía en el patio de Isolina, una santera gorda y tan negra como él que vivía a media cuadra y que todos los días le ponía de comer a sus doce santitos africanos en unas ollitas de barro. Los orishas, como ella les decía, también eran de barro y vivían en una casita de piedra que me daba a medio muslo. Todos los días Kelly se colaba allí como perro por su casa, y como los de adentro no protestaban, seguro él pensó que aquello era un restorán para perros, y los doce santitos, los camareros. A las horas de almuerzo y comida, tan puntual que parecía llevar reloj, Kelly salía pa’ allá meneando el rabito de pura contentura. Y fíjense si él no era egoísta, que algo siempre dejaba para los orishas de Isolina. Él era un perrito compartidor, sí señor. Pero un día la muy bruja notó que no eran sus santitos quienes se zampaban la comida, sino alguien que agradecía la invitación con abundantes meadas, y le cayó atrás con una escoba gritándole unas barbaridades que ni a un perro se le dicen. Allá como al mes, al parecer encabronada porque Kelly le estaba pegando la gorra sin ser invitado, y de contra le rociaba la casita por las cuatro esquinas, Isolina echó un polvo en la comida de sus muñecotes y les dijo que no probaran bocado. A Kelly, ni por telegrama. Y el pobre, sin olerse cuánta maldad hay en este mundo, salió pa’l restorán tan campante como siempre, seguro preguntándose cuál sería el menú del día. Al rato regresó como una tromba y empezó a revolcarse y a echar espuma y a temblar que daba grima. Hasta que a los cinco minutos se quedó quieto, muerto para siempre. “Te lo envenenaron”, me dijo mi padre. Entonces, con un atoramiento tal que pensé tener una esponja en el guargüero, metí a Kelly en un saco de yute, lo puse en una carretilla, agarré un pico y salí rumbo al río. Pipo quiso acompañarme, pero le dije que no porque él siempre está con eso de que los hombres no lloran… ¡Y yo estaba...! En cuanto le di la espalda y empecé a empujar la carretilla, ahí mismo se me saltaron las zapatillas de los ojos. Llorando hice el camino y llorando abrí la tumba de Kelly y lo enterré en la tierra negra y maciza de la orilla del río. Pero llorar allí no me dio vergüenza porque aparte de estar solo, no eché lagrimitas de paloma rabiche, dulces y redondas como el rocío, sino unos lagrimones ácidos como el vinagre y duros como hilo encerado pa’ empinar cometas. Los cocodrilos lloran así, seguro... Después, cada vez que estaba solo y pensaba que a mi perrito se lo estaban comiendo los gusanos del río, de los ojos se me destejían dos hebras saladas que al final se me ensartaban en el ojal de la boca. A la semana del entierro, ya anochecido, me dejé caer por el restorán de Kelly. Ná, pa’ ver cómo andaban las cosas por allí. Nadie me vio entrar al patio de Isolina, ni arrodillarme frente a la casita de los santos como si fuera a rezarles. Cuando los miré por el huequito de la puerta noté que estaban más gordos... ¡Y claro, ahora con tanta comida pa’ ellos solos! Estuve un rato así, mirándolos tan fijo que la vista se me nubló. Ellos también me miraron, pero con unos ojos de barro muerto que no parpadearon ni cuando cogí el martillo que llevaba escondido en la parte de atrás de la cintura... Metí la mano en la casita, como Kinkón en la película, y saqué las figuritas una a una. Las puse en fila y después, en el mismo orden que las había sacado, les di un martillacito en la frente, uno solo, hasta que no quedó títere con cabeza. Bueno, hubo uno al que no descabecé, ese al que Isolina llama Babalú-Ayé y mima, San Lázaro. No, no porque llevara muletas o fuera 17 de diciembre. Es que he oído decir que a ese santito, viejo, flaco y lleno de llagas le gustan los perros. Me olí que él era el único que compartía a gusto su comida con Kelly. Porque si no…